lunes, 2 de abril de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 1

“La pintura holandesa de nuestra memoria”

«Tenemos algunos recuerdos que son como la pintura holandesa de nuestra memoria, cuadros de estilo en que los personajes son a menudo de condición mediocre, sorprendidos en un momento muy sencillo de su existencia, sin acontecimientos solemnes, a veces sin acontecimientos en absoluto, en un cuadro de ninguna manera extraordinario y desprovisto de grandeza. La naturalidad de los caracteres y la inocencia de la escena, constituyen su encanto, la distancia pone entre ella y nosotros una luz dulce que la baña en belleza.» (Proust, Los placeres y los días, “Cuadros del estilo del recuerdo”).

Vermeer

Hay un cuadro de Vermeer que se llama La carta de amor. En él se puede ver en primer plano una habitación en penumbra, cuya puerta, franqueada por una silla vacía sobre la que descansan unas partituras, se abre a una segunda estancia iluminada, más al fondo. Allí se ve a dos mujeres, una dama y su sirvienta. Ésta ha interrumpido un instante el trabajo del hogar para entregar a la dueña una carta que acaba de llegar. La cesta de la colada está en el suelo y también una escoba. La dama, sentada, tocaba el laúd cerca de la chimenea. De la pared del fondo, detrás de las mujeres, cuelga un cuadro que representa un paisaje marino con un barco. El punto de vista se sitúa en la zona de sombra, de forma tal que la mirada del espectador avanza de la oscuridad hacia la luz, pero el espectador mismo se queda inmerso en la penumbra. Aunque la cortina está descorrida, la sombra vela nuestra presencia. No hay duda de que contemplamos sin ser con templados.

El título del cuadro no hace más que enunciar una hipótesis. Nadie sabe, ni puede saber, si esa carta es realmente de amor. La tela tiene una historia mercantil larga y agitada, cambió de manos en un buen número de ocasiones hasta quedar depositada en su lugar de reposo actual en el Rijksmuseum de Ámsterdam. Alguien desconocido lo anotó con el nombre con el que se lo conoce popularmente al ser catalogado para una de sus múltiples ventas. Fuese su propietario o no, debía tratarse de una persona que había vivido cercana al lienzo y que había dedicado muchas horas a reflexionar sobre él; semejante título ya condensa en sí mismo toda una compleja interpretación y no puede ser sino fruto de un riguroso y continuado esfuerzo de dedicación a la pintura de Vermeer de Delft. Nunca hubiese pensado el autor en titularlo así y no hubiese osado siquiera titularlo. No sabemos si en su época era costumbre colocar un nombre a las telas, pero aunque así fuese, sospechamos que ninguno le podía venir mejor que el Sin título que ha proliferado a partir de la vanguardia. Sólo esa apuesta irónica por el anonimato de la pintura podía hacer justicia a su búsqueda y su revolución, logros que hubiese dejado en suspenso una inoportuna voluntad de nombrar (aquí, sinónimo de juzgar). Lo que sigue es un argumento en favor de esta conjetura.

Ni un sólo indicio se nos ofrece en el cuadro que indique a ciencia cierta que lo que recibe la dama de manos de su sirvienta sea una carta de amor; como tampoco podemos saber a partir de los elementos que integran la composición a qué tipo de historia remite la escena que contemplamos. Vamos, en principio, a dar por bueno el título del catalogador apasionado y, dando un giro perverso a la escena de amor, a imaginar que somos testigos de un mínimo fragmento de una intriga amorosa y que, en consecuencia, lo que la dama sostiene entre sus manos es, efectivamente, una carta de amor. Sobre esta clave se pueden interpretar los signos desperdigados por la tela en una determinada dirección: la carta, el laúd, el cuadro a espaldas de las mujeres... Sin olvidar una presencia capital: la del contemplador oculto; es él el tercer personaje del cuadro. Su presencia larvada y silenciosa es también una forma de ausencia, pero sabemos que está ahí y que también es el pintor y que somos nosotros mismos, contemplando la escena desde el mismo lugar y también, con toda seguridad, en silencio.

La recepción de un mensaje interrumpe la música. La señora deja de tañer para tomar la carta. No sabemos qué duración tendrá la interrupción (sospechamos que depende del contenido de la misiva). Conjeturamos que el mensaje lo envía un amante de la mujer, que tal vez está casada o comprometida. Algunos críticos interpretan la marina que está en el fondo de la sala, representando un barco que surca el mar, como un símbolo de la partida del amante. Tenemos entonces a una mujer que recibe una carta del hombre al que ama, que se encuentra lejos, muy lejos tal vez. Ella es presa de la melancolía que le produce la ausencia e intenta dar salida a su pena tocando y cantando melodías que recuerdan esa ausencia.[1] El contenido de la carta es un misterio para nosotros, pudiera ser una despedida, tal vez el anuncio de un reencuentro. Solo podemos atenernos al pequeño fragmento que revela el cuadro y, precisamente por su condición de “instantánea”, su revelar es un no-revelar. De forma análoga a lo que nos ocurre con un mosaico del que sólo poseemos una pieza, la historia en la que se proyecta el instante que estamos mirando queda fuera de nuestra experiencia, fuera de nuestra mirada.

La elección del punto de vista puede proporcionarnos alguna clave para despejar la incógnita de si estamos o no ante una intriga amorosa. Sabemos que la escena es contemplada desde una habitación en penumbra, imaginemos la situación de ese tercer personaje del cuadro (que, recuérdese, también somos nosotros) que mira sin ser visto (el voyeur, soberano del universo de las celosías), sin ser notado. Digamos que se trata de alguien cercano a la dama (su marido, pongamos), que ha sorprendido la acción y decidido no intervenir y ver qué pasa. Digamos que nosotros conocemos la historia como si disfrutásemos del punto de vista de un narrador omnisciente; a diferencia del encubierto, conocemos lo acontecido antes y después. Hemos abierto una clave de lectura (la celosía), pero él carece de los datos que nosotros hemos puesto en juego, tan sólo puede mirar sin comprender. Un célebre crítico[2] ha estimado oportuno resaltar que la pintura de nuestro autor coloca al mirón en una situación de perplejidad y extrañamiento: «La mirada es el “instrumento” del que nos servimos para entrar en el espacio privado de las mujeres. Al hacerlo somos verdaderos mirones, mirones, sin embargo, fracasados, pues no logramos penetrar su intimidad. Las pinturas con cartas de Vermeer “ponen al mirón en su sitio”». No alcanzar a conocer el significado de la acción (pero, ¿acaso hay acción?), este es el destino de todo posible espectador del cuadro/escena.

Continuemos con la hipótesis. Concedamos que el marido de la dama ha sorprendido la entrega de la carta, por puro azar, y ha decidido quedarse a mirar furtivamente. Nunca antes ha sido testigo de un movimiento sospechoso de su mujer, es más, nunca ha concebido siquiera que un acto suyo pudiera tener un sentido oculto. Pero lo que acaba de ver es revelador; esta acción ambigua acaba de poner en marcha su facultad de sospecha. Ya no recela sólo de lo que acaba de ver, sino de lo que vio en el pasado y de lo que verá en el futuro. En ese instante, pequeños signos y detalles pretéritos que no tuvieron relevancia alguna, obtienen una interpretación suspicaz. Desde este momento el marido se transforma en un sufrido cazador de signos; el hombre comenzará a hilvanar una historia, un significado posible a la escena de acaba de contemplar sir ser contemplado.

Sea pertinente o no la presente interpretación de la escena, ¿difiere la situación del sujeto que mira en el interior del cuadro de la nuestra como meros contempladores exteriores? ¿Difiere de la del propio artista que lo compuso? En las artes el punto de vista de la composición y de la recepción coinciden. En nuestro caso, el pintor no es más que el primer espectador de la escena; su punto de vista es idéntico al nuestro, su ojo es el mismo que el nuestro. Tal vez sea esto mismo lo que Vermeer quiera representar: la incapacidad de conocer con certeza lo que está ocurriendo mientras está ocurriendo, cuando no se goza de una perspectiva total, omnisciente; y la consecuente necesidad de construir una historia hipotética que dé razón de lo que acontece. El sujeto se siente coaccionado a buscar un sentido a lo que escapa a sus sentidos y a su campo de visión. Y esta situación no es excepcional en nuestra vida cotidiana, al contrario, constituye la regla[3].




[1] En otro cuadro de Vermeer, titulado La lección de música y que representa a una muchacha de espaldas tocando el virginal junto a un caballero que marca el tiempo con un bastón, se puede leer sobre la tapa del instrumento la siguiente inscripción: “La música, compañera para el placer, medicina para el dolor”.

[2] V. Bozal, Johannes Vermeer de Delft.

[3] «Vermeer supone un observador fugaz, temporal y, así, si se quiere, más real, pues en el mundo empírico somos nosotros esos observadores. Fugaz no porque esté en movimiento, sino porque la fugacidad, la temporalidad, forma parte sustancial de la mirada: no hay mirada sin tiempo ni fuera del tiempo, no hay experiencia visual al margen de la temporalidad»(Ídem, p. 235).

7 comentarios:

anilibis dijo...

Marianito, por fín has puesto tu mega super ensayo.

Ahora no seré yo la única que lo haya leído :)

Mariano Cruz dijo...

No sabes cuando te agradezco haber sido la primera en leerlo...Y ahora la primera en comentar. besos

Anónimo dijo...

No haré comentarios obscenos, que podrían animar tu blog.
:)

Carissa García dijo...

En un cuadro se encierran demasiados enigmas. Jamás podremos interpretar literalmente el concepto plástico, pero la riqueza del arte es la apertura de veredas que nos da al apreciarlo. Buen ensayo, es curioso como Vermeer inventó numerosas historias a partir de una esquina.

Unknown dijo...

Excelente aporte. Si asumimos la posibilidad que la carta fuese de amor o no, la belleza del análisis consiste en descubrir la historia oculta de muchas de las pinturas de Vermeer.

Mariano Cruz dijo...

Carissa: esta frase tuya me estimula a ahondar en este asunto: "Vermeer inventó numerosas historias a partir de una esquina."

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo tambien con Carissa. Pero siempre tiene que haber una persona como tu, Mariano, que nos lo haga ver y nos haga sentir seres invisibles cuando contemplamos una obra como esta.