sábado, 1 de noviembre de 2008

Cuatro retratos de las Moiras: Platón, Shakespeare, Velázquez y Goya, 3

Las brujas de Macbeth


La tragedia del noble escocés nos plantea el problema de si el destino de un hombre está escrito. No hay duda de que la espiral de sangre y venganza es desencadenada en la obra cuando las brujas comunican a Macbeth su destino que, por descontado, acaba cumpliéndose inexorablemente; pero debemos preguntarnos qué papel desempeña el anuncio en la consumación de los acontecimientos. En efecto, Shakespeare nos presenta a su protagonista al principio del drama como un noble caballero, leal y valiente a su Rey, premiado por su sacrificio en pro de la corona, siendo el anuncio de las hermanas fatídicas lo que hace nacer en su espíritu la semilla de la ambición, convirtiendo su valentía en crueldad, su prudencia en temeridad, su lealtad en traición, su buen juicio en delirio de poder. Macbeth se esfuerza por hacer rodar los hechos en la dirección de lo que el inesperado destino que le revelan las viejas le tiene preparado: la corona y la gloria; desesperado, perplejo, descubre finalmente que su destino es la destrucción. Lo que literalmente las viejas vaticinaron como gloria, se cumple metafóricamente como ruina. Macbeth es la más celebre víctima de un tropo que ha dado la literatura universal. Sin embargo, y no podemos creer que sea casual, una de las tres Moiras del mito, precisamente la que corta el hilo de la vida, se llama Átropos, la literal. Generalmente, en griego, tropos designa la maña, el recurso, la industria; no en vano, uno de los epítetos de Ulises en la Odisea es polítropos, de muchas salidas, de muchos recursos, exactamente el antónimo de la Moira. En castellano existe una acepción que cuadra muy bien con uno de los significados del griego: tener muchas salidas quiere decir a la vez, ser muy hábil a la hora de sortear los escollos, ser listo desde el punto de vista de la praxis, pero también quiere decir ser lingüísticamente hábil. Tener muchas salidas es dominar el discurso improvisado, tener una respuesta pronta y para todo. Ulises es polítropos en estos dos sentidos, y existe en andaluz un proverbio que mezcla simbólica y metafóricamente los dos sentidos: tener más salidas que un torero. Se aplica metafóricamente al individuo que dispone de una respuesta para todo, fundamentalmente con un matiz humorístico, aunque literalmente hace referencia, claro está, a la habilidad del torero frente al toro. ¿Era tan fino de espíritu Shakespeare como para montar su tragedia en torno a la inversión del significado de Átropos? ¿Qué ocurriría si hubiese que leer el sentido del destino de manera metafórica? Macbeth explora esta idea y plantea una respuesta posible.


El gran mistificador que era Shakespeare solía hacer un uso muy libre de los mitos griegos, mezclándolos y confundiéndolos a menudo con el folklore europeo; de esta manera, retrotraía las fuentes de la cultura humanista a su prístina raíz popular. No sólo los mitos, todos los productos de las ciencias occidentales los encajaba en sus dramas según las necesidades de la acción; la geografía, la historia, la filosofía, …, perdían su rigor, incluso su exactitud a favor de la eficacia teatral, entendida en el sentido de llegar a un público lo más numeroso posible. En el capítulo de la biblioteca del Ulises, donde Stephen Dedalus expone su teoría sobre la matriz autobiográfica de Hamlet, unos de los interlocutores, al hilo del debate suscitado, sintetiza muy bien esta actitud shakespeariana: «¿Porqué la intriga accesoria del Rey Lear, en la que figura Edmund, es sacada de la Arcadia de Sydney, cuñada de una leyenda céltica más vieja que la historia? –Esa era la modalidad de Willy –defendió John Eglinton-. No mezclaríamos ahora una saga escandinava con el extracto de una novela de John Meredith. Que vulez vous?, diría Moore. Él coloca a Bohemia a orillas del mar y hace que Ulises cite a Aristóteles.» (James Joyce, Ulises, p. 222, Traducción de José Salas Subirat. El subrallado es mío.). En cierto sentido, Shakespeare mezcla la alta cultura de su época, las litterae, con la cultura pop del momento, poniéndolas al mismo nivel, justo como no quería el viejo nouveau philosophe Alain Finkielkraut que ocurriera con los propios dramas de Shakespeare, hoy considerados ya alta cultura (cfr. el exagerado capítulo de su libro La derrota del pensamiento, “Un par de botas equivale a Shakespeare”.)


Así pues, las tres brujas de Macbeth están inspiradas directamente en las tres Moirai del mito griego, pero su presentación escénica, su lenguaje y sus gestos son los de las tradicionales brujas de los cuentos populares. Ciertamente, Macbeth tiene, al igual que otras obras de Shakespeare, bastantes elementos tomados de las típicas historias de hechicería y aparecidos, al igual que otras obras shakespearianas. Nuestro autor era empresario y actor, además de dramaturgo, y sabía perfectamente dar al público lo que éste demandaba; las historias de fantasmas, puesto que la vida cotidiana estaba plagada de espíritus y sortilegios, suscitaban un vivo interés entre el pueblo y una dosis de ambos ingredientes garantizaba un plus en la venta de localidades.


La creencia en espíritus es algo más común en la Inglaterra de Shakespeare y otros países protestantes que en el sur de Europa, como atestiguan la cantidad de brujas quemadas en los dominios de Lutero y Calvino. Para la influencia de la doctrina reformada en la creencia en diablos y espíritus se puede leer el brillante artículo de Fernando Álvarez Uría “El historiador y el inquisidor. Ciencia, brujería y naturaleza en la génesis de la modernidad”, Archipiélago, nº 15, 1993. Este artículo plantea que es la racionalidad del proceso inquisitorial la que no admite bajo ningún concepto la creencia en demonios y cita para ello las actas de un proceso por brujería celebrado en Logroño a comienzos del siglo XVII, descubiertas en el Archivo de Simancas por un historiador norteamericano a comienzos del XX. En ellas, el Inquisidor desmonta uno a uno los argumentos sobre la intervención del demonio en la naturaleza, aludiendo a que las propias nociones de prueba racional y de proceso judicial de investigación quedarían invalidadas de admitirse su existencia. El autor del artículo considera esas actas un poderoso argumento en contra de la tesis mertoniana según la cual la ciencia moderna nace en países protestantes debido a que la ortodoxia católica oscurantista supone un freno para la aparición de la racionalidad científica, y se alinea con la postura del Foucault de Las palabras y las cosas que ve precisamente el nacimiento de la episteme moderna en la sociedad que vio nacer Las meninas y El Quijote, expresiones artísticas de la transparencia de la representación. Paradójicamente, las creencias en los espíritus se mantienen durante más tiempo en el norte protestante que en el sur católico, siendo precisamente la erradicación de la creencia en la causalidad mediante fuerzas espirituales uno de los supuestos fundamentales para la emergencia de la explicación científica.


La obra comienza con un aquelarre de las tres brujas; son tres viejas diabólicas con ganas de hacer el mal que no se ponen de parte de nadie, desean encender la chispa de los acontecimientos y han elegido a Macbeth para revelarle un futuro esplendoroso. Se disponen a abordarle después de la batalla, “cuando esté ganada y perdida”, quién la gane o quién la pierda, eso a ellas no les incumbe.


En la tercera escena del primer acto, Macbeth y Banquo regresan triunfantes de la batalla. Aquí se produce la aparición más “ortodoxa” de las viejas, aquella en la que su expresión y actuación más cercana está a las de las Moiras del mito (en su adaptación cinematográfica, Kurosawa transforma a las tres brujas en una sola anciana vestida de negro hilando en una cabaña perdida en el bosque, restaurando al personaje a la iconografía tradicional del mito griego). Mientras las viejas hablan de las fechorías que realizan por diversión, Macbeth se acerca, ellas cantan uno de sus conjuros y se llaman a así mismas las “weird sisters”, expresión que Luis Astrana optó muy oportunamente por traducir al español como “hermanas fatídicas”. Como él mismo explica, weird deriva del anglo-sajón wyrd, que significa “destino”, “oráculo” o “profecía”; mientras que, paralelamente, en nuestra lengua “fatídico”, cuya etimología es el fatum latino, hace referencia al “destino”. Por otra parte, humanistas ingleses en tiempos de Shakespeare ya utilizaban la expresión weird sisters como epíteto o sinónimo de las Parcae latinas, cfr. la traducción de Virgilio por Douglas.


Recientemente, la escritora J. K. Rowling ha utilizado también a los personajes de las weird sisters en su famosa serie de novelas sobre el niño mago Harry Potter como una banda de rock gótico que en la adaptación al cine de la novela ha sido interpretada por algunas estrellas del pop inglés, Jarvis Cocker entre ellas.


Durante el primer encuentro de Macbeth y Banquo con las hechiceras prescinden éstas del jolgorio brujeril a favor de un tono más grave y oracular (bien es cierto que la función de las Moiras no era decir oráculos, era decidir el destino, no comunicarlo). Las brujas anuncian a los hombres un destino fabuloso, Macbeth será rey y de Banquo surgirá nada menos que una estirpe de reyes. Extrañados al principio por tratarse de caballeros leales al rey Duncan de Escocia que regresan de sofocar una rebelión contra el soberano promovida por vasallos levantiscos, no entienden qué sentido tiene la profecía de la bruja. A Macbeth, que es señor de Glamis, le aseguran que en breve será también señor de Thamis; efectivamente, este último anuncio se cumple al llegar a la corte donde el protagonista es informado que de el señor de Thamis ha sido despojado de sus tierras por traición al rey; tierras que pasan a posesión de Macbeth por expreso deseo del monarca en agradecimiento por haberse desempeñado valientemente en el aplastamiento de la rebelión que socavaba la estabilidad del reino. Al ver que las promesas de las hermanas fatídicas comienzan a cumplirse, Macbeth empieza a desear que se cumpla la totalidad de la profecía. Quiere ser rey, pero ¿cómo? ¿Si Escocia ya tiene rey, del que él es además uno de los mejores y más fieles vasallos?


La profecía de las brujas ha hecho nacer en Macbeth la semilla de la ambición. Como es sabido, será lady Macbeth la que empuje a su marido a realizar lo actos sanguinarios necesarios para conseguir los objetivos profetizados por las brujas (“¿Tienes miedo de ser el mismo en ánimo y en obras que en deseos?”, I, vii), venciendo así los pocos escrúpulos que alberga su marido hacia el asesinato y ridiculizando sus momentos de titubeo; el resultado de todo ello es un abismo de sangre que acaba engulléndolos a todos. Al final de la tercera escena del acto primero, Banquo advierte, lúcidamente, a un Macbeth ya ebrio de ambición: «BANQUO. De aferrárseos al alma esa creencia, bien podían elevarse vuestros deseos hasta la corona, por encima del título de thane de Cawdar…Pero esto es extraño; y frecuentemente, para atraernos a nuestra perdición, los agentes de las tinieblas nos profetizan verdades y nos seducen con inocentes bagatelas para arrastrarnos pérfidamente a las consecuencias más terribles.» (Acto I, escena iii, Traducción de Luis Astrana Marín, al igual que el resto de citas.).


No parece que el destino de Macbeth esté escrito a pesar de haber sido vaticinado, al final de la obra veremos que no se cumple como tal; en todo momento queda claro que la suerte de Macbeth será consecuencia de sus actos. La primera profecía de las brujas se cumple punto por punto, pero es él el que permite, el que provoca, que el desenlace sea consecuencia del asesinato del rey cometido por su mano. Es decir, todo lo previsto se consuma, pero no como él pensaba.


Al inicio del acto IV se produce la segunda profecía; Macbeth está muy preocupado con que la descendencia de Banquo llegue a instalarse en el trono y solicita audiencia con las brujas; allá las sorprende en plena faena: preparando un filtro y recitando conjuros y hechizos: «MACBETH. ¡Hola¡ ¡Viejarronas, hijas de la soledad, de las tinieblas y de la medianoche¡ ¿Qué hacéis?

TODAS. ¡Una obra sin nombre!». Tras a exigir a las brujas nuevos datos sobre su porvenir inmediato, éstas hacen aparecer una serie de espectros de cabezas parlantes que revelan una serie de símbolos: una cabeza con casco le conmina a que se guarde de McDuff; un niño ensangrentado le revelará que ningún hombre nacido de mujer podrá dañarle; a continuación, un niño coronado con una rama en su diestra le anuncia que nunca será vencido hasta que el bosque de Birham marche a combatirle hasta el castillo de Dunsiname. Con estas noticias Macbeth se sentirá invulnerable, siente confirmada su estrategia de acelerar los hechos mediante la sangre, conquistar el poder primero y después mantenerse en él a base de matanzas. Pero la última aparición de todas no es tan importante como las anteriores: por delante de él cruzan ocho reyes, el último con un espejo en la mano, seguidos por Banquo; son su estirpe, que gobernará el país. “Horrible visión”, exclama Macbeth. ¿Qué hacer? Más sangre, más atrocidades aún habrán de venir. Su objetivo es que la profecía no se cumpla con Banquo; se siente seguro, no hay hombre nacido de mujer que se le pueda enfrentar. Marchará a matar a McDuff, más al no encontrarle en el castillo pasa cuchillo a su mujer y a sus hijos pequeños, luego dirige su furor hacia Banquo, único escollo que le queda, según las brujas para disfrutar de su condición de rey en paz (a estas alturas sospechamos que ya no habrá paz para él, aunque consiga su propósito la sangre derramada le atormentará mientras viva). Pero la batalla final está cerca, los legítimos herederos de Duncan, ayudados por el rey de Inglaterra, junto a los barones fieles ya marchan hacia Dunsiname para plantar batalla al sanguinario usurpador del trono.


Y he aquí que se consuma lo que quedaba por cumplirse. El ejército de Malcolm, camuflado con ramas del bosque de Birnam, comienza a avanzar hacia Macbeth. McDuff a quien corresponde vengar la muerte de su esposa e hijos, pelea con él en el combate final; mientras chocan sus aceros se produce la última y letal revelación para el carnicero de Dunsiname: McDuff revela que fue sacado del vientre de su madre antes de tiempo, por lo que, técnicamente, no ha nacido de mujer. Macbeth se siente engañado con las brujas: «MACBETH. ¡Maldita sea la lengua que me lo ha revelado! ¡Ha abatido mi mejor parte de hombre! ¡Que se crea nunca en estos demonios juglares, que se burlan de nosotros con oráculos de doble sentido, que dan palabras de promesa a nuestros oídos y quiebran nuestras esperanzas!... ¡No pelearé contigo!» (Acto V, escena vii). Si Macbeth estuviese familiarizado con los mitos griegos, hubiera sabido que, a menudo, los oráculos se dictan de forma simbólica y deben ser interpretados; un cierto dominio de la alegoría, del estilo, es necesario para conocer su sentido.


La primera profecía se cumplió literalmente, Macbeth fue rey; la segunda se ha cumplido simbólicamente: su ruina acaece cuando el bosque ha sido visto trasladándose al castillo y él ha sido muerto por la mano de un hombre no nacido de mujer. Pero recordemos que ese hombre está vengando la muerte de sus hijos; usurpó el trono tras matar al rey. Ninguna de las cosas vaticinadas se ha cumplido sin su concurso. Finalmente, todos los actos de Macbeth han tenido como resultado final el cumplimiento de la última profecía: la descendencia de Banquo reinará en Escocia; y se cumplen también las sabias palabras de aquél en el Acto I. Creyéndose indestructible gracias a las profecías, Macbeth “despreciará el hado, se mofará de la muerte y llevará sus esperanzas por encima de la sabiduría, de la piedad y el temor. Y vosotros lo sabéis: la confianza es el mayor enemigo de los mortales”. Son palabras de Hécate, la jefa de las brujas (Acto III, escena v).