domingo, 27 de mayo de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 7

Albertina y la verdad

Se ha mencionado más arriba la confesión del narrador en el último volumen del ciclo: «La materia de mi experiencia, que iba a ser la materia de mi libro, me venia de Swann...» (Tiempo recobrado, 221). A imagen de lo que ocurre en la historia de Swann y Odette, el hilo narrativo de la última parte del ciclo está construido a partir de los sufrimientos del narrador a causa de los secretos de Albertina: «[en ella] sentía que nunca sabría, que en esa multiplicidad entremezclada de detalles reales y de hechos falsos jamás conseguiría aclararme .» (Sodoma y gomorra, 130).

Esa puerta que el instante nos abre hacia el tiempo perdido constituye también un puente hacia la verdad, pero una verdad en la que el azar es soberano absoluto, una verdad de la que el sujeto es víctima y no dueño. Maria del Mar Duró, en la mencionada antología, y siguiendo la estela deleuziana, ha señalado tres claves que enmarcan el concepto de verdad subyacente en Á la recherche. Primero: “La verdad no se da, se traiciona”. (De la imaginación y del deseo, 193): «A menudo esas cosas que [Swann] no sabía y que ahora temía saber, la misma Odette se las revelaba espontáneamente y sin darse cuenta; en efecto, la distancia que el vicio interponía entre la vida real de Odette y la vida relativamente inocente que él le había atribuido, y atribuía aún muchas veces, a su querida, la extensión de esa distancia, Odette la ignoraba [...] Odette intentaba eliminar de su confesión todo lo esencial, pero quedaba en lo accesorio algo que Swann jamás habría imaginado, cuya novedad lo abrumaba y le permitía alterar los términos del problema de sus celos.» (Por el camino de Swann, 363-364). La verdad se dice sin decir, se capta sin querer. Que no exista una voluntad de verdad en el comunicante es algo que entra dentro de lo esperado, pero incluso cuando no hay voluntad de sospecha en el que escucha, la verdad brota del propio manantial del tiempo perdido instigada por la memoria soberana.

Segundo: “La verdad no se comunica, se interpreta.” (Duró, 194): « [...] yo que durante años sólo había buscado la vida y el pensamiento de las personas en el enunciado directo que me ofrecían voluntariamente, por culpa suya había llegado, en cambio, a no atribuir importancia sino a testimonios que no son una expresión racional y analítica de la verdad; las propias palabras sólo me informaban a condición de interpretarlas del mismo modo que un aflujo de sangre, en el rostro de una persona estremecida, o incluso como un silencio repentino. [...] Por lo demás, una de las peores cosas para el enamorado es que, si bien los hechos particulares -que únicamente la experiencia o el espionaje, entre otras posibles realizaciones, darían a conocer- son muy difíciles de descubrir, la verdad es en cambio muy fácil de intuir o de presentir.» (La prisionera, 80). La experiencia vital supone un aprendizaje que, a menudo, nos enfrenta a un problema moral. En la ingenuidad de la juventud se piensa que las cosas son como deben ser, luego la experiencia enseña que las cosas son como son, que la gente en general, no es noble, ni buena, ni solidaria, ni empatiza con el otro, etc... ni dice la verdad. Entonces se plantea uno el dilema moral de si aprovechar esa sabiduría perversa para alcanzar los propios fines y aceptar el riesgo de convertirse en un pequeño miserable o, por el contrario, pelear, contra uno mismo incluso, por conservar cierta dosis de inocencia y resistir la tentación de practicar el pequeño mal cotidiano. Llega un día en que es necesario pensar en la moral, en el papel que juega en nuestras vidas. Escoger la vía ascética, la autoaceptación de un límite o, por el contrario, adentrarse en un lado salvaje amoral y hedonista, donde todos mienten y nadie puede ocultarse. Pero hay una dificultad añadida para la elección; como explica el narrador, llega un día en que se conoce, se sabe, que no hay cielo, no hay ángeles; el niño que piensa que todos dicen la verdad por que es bueno y que no hay máscaras, se transforma en el adulto que comprende que ser persona es ser hipócrita y que los hombres mienten para conseguir lo que desean y que, en consecuencia, la verdad sólo es intuíble, hay que sospecharla para alcanzarla, lo que equivale a que uno mismo se convierte en un ser con dobleces y que también mentirá para conseguir lo desea, aunque sólo sea saber.

«Francisca fue la primera en mostrarme [...] que la verdad no necesita decirse para que se manifieste, y que acaso pueda recogerse más certeramente, sin esperar a las palabras y aun sin hacer el menor caso de ellas, en mil signos exteriores, incluso en ciertos fenómenos, análogos en el mundo de los caracteres a lo que son, en la naturaleza física, los cambios atmosféricos». (Por el camino de Germantes, 531)[24]. Aquí se nos muestra una idea de la verdad absolutamente separada de la facultad verbal (y, por tanto, de la voluntad de comunicar), y ligada a signos expresados en un lenguaje no oral, sino dependiente de los indicios físicos. Esos que el sujeto derrama a su alrededor la mayoría de las veces de forma involuntaria y sobre los que el psicoanálisis centró su atención de forma directa. La palabra es ligera, la verdad es dura, sólo lo físico puede expresar su fisicidad.

Tercero: “La verdad no es querida, sino involuntaria” (Duró, 195). Se conoce la verdad no por buscarla, sino como resultado de un accidente; se trata de un hallazgo fortuito, una especie de tropiezo que nos coloca frente a un instante revelador. Es sólo a partir de ese momento que la voluntad empieza a operar en esa búsqueda de la verdad. Guiado e impulsado por la pasión de saber, el amante se transforma en una especie de detective que inicia búsqueda inquisitiva cuyo fruto no es otro que la recuperación de un pedazo de tiempo en estado puro, recobrado.




[24] Francisca es una de las criadas del narrador. Benjamin cita una aguda apreciación de una conocida de Proust, en la que se da razón de la fascinación de éste por el personal de servicio: «Un pasaje de la princesa Clermont-Tonnerre nos parece rico en enseñanzas “Y para acabar, no podemos callarnos: a Proust le arrebataba el estudio del personal de servicio. ¿Era porque se trataba de un elemento que nunca encontraba en otra parte, estimulante de su sagacidad, o les envidiaba que pudiesen observar los detalles íntimos de las cosas que a él le interesaban? Sea como sea, el personal de servicio, en sus figuras y diversos tipos, era su pasión.”» (Walter Benjamin, Una imagen de Proust.) Y ¿cómo no recordar a las criadas de Vermeer como testigos mudos?

domingo, 20 de mayo de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 6

Buscar y recobrar

El verdadero amor de El banquete es un amor al saber y también el amor de Proust. El amor del amor. Proust se puso a la tarea de describirnos el amor como un saber. El banquete concluye por su parte que el saber es un amor. Nos acercamos poco a poco hacia la sinonimia entre filosofía y celosía. El celoso proustiano es un amante del saber. El amor del celoso sólo puede saberse. El saber del filósofo sólo puede amarse. Las búsquedas aporéticas de estos dos hombres desembocaron en la estética: la contemplación de la belleza y la reconstrucción narrativa del tiempo en estado puro. Filein y retrouver. La influencia de Platón sobre Proust, que éste recibe de cierta corriente crítica anglosajona, está más que atestiguada. La recherche desemboca en una forma de anamnésis: que toda novedad no era sino un olvido[23], que lo re-cobrado, aun cuando nunca percibido antes, siempre se refirió a nosotros, nos señaló, nos apuntó como apunta un deíctico a su sentido, como su materia. Por ello, es lo nuevo, pero vuelto a cobrar.

Las formas que permiten recobrar aquella experiencia en un principio vivida como “no-experiencia” son aquellas que tienen la virtud de espolear lo involuntario de nuestra memoria. No debe sorprendernos que una de esas herramientas sean los celos. Nos referimos a un tipo especial, diferente de la patología descrita en los manuales de psiquiatría. El paranoide construye el mundo a medida de su sospecha, de forma que sus hipótesis sean confirmadas por esa realidad diseñada ad hoc. No es a esta forma extrema a la que nos referimos, no tiene ella nada que ver con la del que tiene como misión recobrar el tiempo perdido. Las diferencias saltan a la vista. El celoso proustiano opera en la memoria, la duración, no en el presente como el paranoide. No ejerce tiranía alguna sobre el amado (aunque ejerza de carcelero en alguna ocasión). El deseo es lo que lo impulsa, es un deseo de saber que es fin en sí mismo, es la fuente del placer; mientras que para el celoso patológico el deseo de saber es instrumental, es el control, el dominio total sobre el otro, su finalidad. Por último, el celoso de Proust no lo es por condición, si no por casualidad. Por un azar que le permite descubrir un pedazo de tiempo perdido, por microscópico que sea. Es entonces cuando despierta en él la líbido scienti, como decía San Agustín, mientras que el celoso paranoide está poseído por la libido dominandi.

Como las almas recuerdan las ideas, por que ya estuvieron allí, en algún lugar del cielo, contemplándolas previamente a su encarnación terrestre, es el instante el que nos va a permitir penetrar en la oscuridad de ese torrente subterráneo a través de cuyo cauce transcurre el tiempo perdido. Ese instante en que los signos desnudan su sentido nos permite recobrar la experiencia que nos pasó desapercibida: «Pese a que ese día pasado, a través de la transparencia de las épocas siguientes, asciende a la superficie y se extiende en nosotros hasta cubrirnos por completo, de manera que por un instante los nombres recuperan su antiguo significado, los seres su antiguo rostro, nosotros nuestra alma de entonces, y sentimos con un sufrimiento vago, pero soportable y pasajero, aquellos problemas largo tiempo insolubles que tanto nos angustiaban entonces.» (Albertina desaparecida, 125).




[23] En expresión de un célebre cantautor actual que cita a Borges, que a su vez citaba a Francis Bacon, que a su vez cita a Platón.

sábado, 12 de mayo de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 5

Para Alicia L., sin ella apenas haría nada


Comienza la historia

En el momento en que Swann se da cuenta de que ya no puede fiarse de su amante, se transforma (es una de sus muchas transformaciones) en amante de la verdad. Comienza a tirar del hilo para desentrañar la madeja de una historia enmarañada. Su investigación nos hace pensar en un Proust en busca de su propia matriz narrativa, a la caza de la clave que ordene y haga avanzar la trama que se está urdiendo en su interior. Los celos del judío dilettante son un modelo para aprehender la verdad narrativa. Perseguir signos para que vayan cayendo máscaras, para ir revelando mundos; observar sobreentendidos bajo los que se revelan las leyes de lo no dicho. Swann y el mundo han sufrido una mutación; su autoconciencia como sujeto y su aprehensión del mundo exterior se han alterado. Tras conocer el contraste entre la Odette real y la imaginaria, su alma ha quedado rota. Es el precio a pagar por la revelación: en el desvelamiento de ese otro, también se revela uno como distinto. Pero tras la desolación de haber visto la imagen familiar del ser amado perderse en la tiniebla de lo imaginario, emerge con fuerza insospechada el deseo de vampirizar a ese ser nuevo, a ese completo desconocido que aparece en el horizonte. Ya no se desea un cuerpo, se desea la verdad de un mundo posible: la aparición de la celosía en el amante, supone el “despliegue de los mundos contenidos en el ser amado” (Escribe María del Mar Duró a propósito de la relación del narrador con Albertina, contada en la última parte del ciclo)[18]. Se desean esos mundos con una intensidad inversamente proporcional al aburrimiento o la indiferencia que antes producían: «[..] la curiosidad dolorosa e insaciable que yo sentía por los lugares donde Albertina había vivido, lo que pudo haber hecho, tal o cual velada, las sonrisas o las miradas que dirigió, las palabras pronunciadas, los besos recibidos [...] Cuántas personas o cuantos lugares (incluso si no la concernían directamente, vagos lugares de placer donde ella había podido gozarlo, lugares muy frecuentados y con rozamiento [...] había introducido Albertina en mi corazón desde el umbral de mi imaginación o de mi recuerdo.» (La prisionera, 369-371). Se hace necesaria la indagación, el narrar la ocultación de ese ser; desnudarlo del disfraz, levantar el velo, descorrer la cortina, retirar la pantalla tras la que se esconde, despojarlo de la máscara; se desea con mayor intensidad lo que se esconde bajo una envoltura, es como si el secreto realzara la belleza como un maquillaje del espíritu.

Cada personaje proustiano posee su “petit tas de secrets” (Malraux). El otro, incluso el más cercano, suele ser en mayor o menor medida, un desconocido; este es uno de los temas en los que el ciclo profundiza con mayor intensidad. El conocimiento de los sujetos, incluso en su vida ordinaria, sin necesidad de descender a las honduras de su espíritu y sin pretender revelar sus arcanos profundos, tropieza con multitud de obstáculos. No se trata, y aquí esta la revolución de Proust, de esas resistencias lógicas ante la revelación del secreto que al final siempre acaban cediendo, eso sería quedarnos en la pura anécdota; se trata, más bien de una ley que rige nuestra forma de percibir el mundo en virtud de la cual nos descubrimos como seres más complejos de lo que suele confesarse. «Las acciones desconcertantes de nuestros semejantes raramente nos descubren sus motivos», comenta el narrador en La prisionera . Es este un atributo de la realidad cotidiana para el cual no hay mejor tratamiento que la investigación narrativa.

Al analizar el personaje de Albertina, Gros escribe que «Toute l’histoire de La prisonnière dit assez l’incomunicabilité des êtres, donc l’instabilité de la vision que nous avons des autres: le narrateur ne saura jamais qui fut vraiment Albertine, et nous non plus.»[19] Dicha inestabilidad de la visión es causa de que el conocimiento de los otros no pueda ser intuitivo, inmediato. La percepción actual no basta en este caso, puesto que el conocimiento de los sujetos está sometido al tiempo: la revelación será gradual o no será: «Proust procède, avec ses pricipaux héros[...] à un dévoilement differé. Ils sont d’abord perçus averc leur másques[...] qu’il baisse progressivement. Il y a révélation lente, comme on dirait en photographie, le temps était le principal revelateur. [...] En ce sens La recherche c’est l’histoire des effets de la durée sur la conaissance des personages, avec tout que cela peut comporter de changements, d’inversions, d’erreurs rectifiées»[20]. Los sujetos son plurales en el tiempo, no permanecen los mismos, sino que van mostrando sucesivamente caras distintas a lo largo de sus vidas; sólo pueden ser conocidos en la duración. La máscara es una solución al deseo inútil de los seres de permanecer idénticos a sí mismos o a la constricción exterior que los conmina a permanecer iguales, a ser percibidos tal y como fueron. El destino de toda máscara es caer del rostro, el de todo secreto ser revelado. El monolito de la subjetividad estalla cuando se cae la máscara. El resultado es “una imagen de la fascinación”, lo cercano se torna extraño, lo conocido, oscuro. La duración nos ayuda a entender que conocer a un individuo no es sino admitir que es muchos. El tiempo es un sexto sentido desconocido que se encarga de recomponer los desarreglos, las infidelidades de los otros cinco: «[...] la durée est nécesaire [...] parce que, seule, elle donne la perspective, rectifie les erreus de la vision.»[21] Sólo la percepción en el tiempo puede hacer justicia a la vida de los sujetos, a las muchas vidas que son capaces de vivir. La percepción en tiempo real de los sentidos puede bastar para aprehender los objetos, pero la facultad de conocimiento de los sujetos sólo puede residir en la memoria y su capacidad de diferir la percepción: «La realité ne se forme que dans la memoire [...]»[22]. Del instante sólo podemos esperar una perplejidad parecida a la que nos asalta al contemplar las telas de Vermeer.




[18] En su antología, dividida en temas, sobre A la búsqueda del tiempo perdido: De la imaginación y del deseo,

[19] Bernard Gros, Profil d’Á la recherche, p. 38

[20] Ídem

[21] idem

[22] idem

sábado, 5 de mayo de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 4

Proust

El autor de Á la recherche du temps perdu dejó un conjunto de textos desperdigados a lo largo de sus libros en los que queda patente su admiración por Vermeer, se puede decir que es el más célebre crítico informal del artista holandés. Su famosa declaración sobre la Vista de Delft y la visita al Jeu de Pomme estando ya muy enfermo para admirarla, cuya narración incluiría en la parte final del ciclo, son hoy lugares comunes de la crítica vermeeriana. Ahora la pregunta es si tal admiración fue puramente ociosa, recreativa o si dejó huella en la concepción proustiana de las artes en general y de su arte narrativo en particular.

Empezamos solicitando el auxilio de un especialista en Vermeer: «Proust pensaba que el arte de los holandeses y el suyo tenían puntos de contacto [...] pues ambos, Vermeer y Proust, se centran en la construcción de ese sujeto que mira, que observa y que, al mirar, crea una realidad tan cambiante y fugaz como permanente.»[12]. Esta opinión, con ser legítima, no acaba de tocar el nervio del asunto. Ese mirar común a ambos artistas tiene un sentido mucho más profundo, más hondamente constitutivo de sus poéticas que el mero crear una realidad fugaz; al contrario, lo que esa mirada consigue es penetrar en una realidad desconocida a través de aquellos instantes fugaces[13]. El sujeto se inserta en esa fugacidad para penetrar así en la pureza de lo no sentido y no pensado nunca antes, no necesita crear sino servirse de lo siempre fluyente para salir a la materia que se conserva almacenada en la memoria inconsciente, que no será lo olvidado, sino lo nunca antes experimentado y, como tal, nunca antes representado. La conexión entre ambos autores no es, ni mucho menos, de superficie. Leamos un segundo testimonio, más incisivo, ahora de un especialista en Proust: «La elección de Vermeer como tema, uno de los pintores favoritos de Proust, no es en absoluto arbitraria. Vermeer era un hombre enigmático, cuya vida se ha prestado a toda clase de interpretaciones en la historia del arte, y era un pintor de interiores, de momentos de intimidad, de personajes captados en su silencio y en su secreto. En otras palabras, era un pintor del tiempo detenido y de la memoria, como Marcel Proust.»[14]. En esa ojeada que por azar se pasea por el interior de un pequeño cuarto, que como fruto de la absoluta contingencia capta ese instante de intimidad, ese segundo de secreto para el cual no estuvo destinada jamás; esa mirada, afortunada o no, es la llave hacía lo nunca sentido y, aun así, tan presente y tan deseado. Contar lo nunca visto pero que siempre estuvo ahí, eso a lo que no puede acceder la libre voluntad porque tiene que respetar unas severas y rígidas leyes (las de la memoria), he aquí, pienso, la matriz narrativa de nuestros dos autores. Ese secreto de las telas de Vermeer que nos hace ser narradores a la fuerza es parejo al misterio que desencadena el proceso narrativo en Proust.

El Argumento de Un amor Swann es bien simple. Charles Swann, un hombre rico, culto y aficionado a las mujeres, conoce a Odette de Crècy, una demie mondaine que frecuenta los salones de la burguesía adinerada con presunción de aristocracia, y de la que acaba perdidamente enamorado; la colma de regalos y le ofrece mucho dinero. Ella lo introduce en su círculo, el salón burgués de los Verdurín, ricos pero extremadamente vulgares y con pocos escrúpulos, donde Swann no se siente cómodo desde el principio. En el fondo, ellos lo desprecian por su gusto refinado y sus capacidades intelectuales, lo que le valdrá su rápida caída en desgracia y “excomunión” del “cogollito”. Pronto comienzan a llegarle rumores sobre un supuesto pasado licencioso de Odette. A esto se une el hecho de que la relación entre los amantes se ha ido enfriando tras el alejamiento de Swann del grupo. Comienza nuestro protagonista entonces a sospechar que Odette mantiene relaciones con otros hombres además de con él, lo que le deja sumido en la jauría de los celos, factor que constituye el auténtico motor de la narración: la pasión por descubrir la vida oculta de Odette (ese pedazo de tiempo perdido, fragmento puro de tiempo) opera en Swann una transformación radical de su personalidad, y la frenética investigación que emprende para resolver el enigma (la verdad, lo no percibido, lo oculto para sus sentidos, lo perdido) de Odette, funda un modelo a escala de lo que será el ciclo de A la búsqueda del tiempo perdido y ensaya la primera fórmula detectada de recuperación de la memoria sepultada.

El mismo narrador confiesa en El tiempo recobrado que Swann es el personaje catalizador del ciclo: «La materia de mi experiencia, que iba a ser la materia de mi libro, me venia de Swann...» (Tiempo recobrado, 221). Swann es el eterno aspirante a artista, ama el arte y es un gran especialista en pintura; mantiene el proyecto, siempre diferido, de escribir sobre Vermeer (a esta circunstancia tendremos que referirnos más adelante). Edwards sostiene la analogía entre el Swann atormentado por los secretos de Odette, que abandona su búsqueda artística, con el joven Proust en su continua búsqueda y experimentación antes de dar con la clave de su novela: «A pesar de moverse en su juventud en un mundo lujoso, Marcel Proust, enfermizo, judío, homosexual, partidario a contracorriente del capitán Dreyfus, se convierte de modo inevitable en un marginal, como le sucede a Swann, y eso lo lleva a captar otros mundos, o, si se quiere, un mundo que se agita por debajo de las apariencias. En todo este enorme cuadro, Charles Swann es el artista sin la obra de arte, es Proust antes de la Recherche, en la época de su exploración desesperada y al parecer infructuosa. En otras palabras, Swann es el Proust de la prehistoria, el Proust que todavía no ha encontrado la pequeña frase inicial, el tono narrativo preciso para que su obra novelesca pudiera germinar y desplegarse frente a nuestros ojos.»[15]. Swann abandona una investigación por otra, cambia la indagación sobre Vermeer por la averiguación sobre Odette. Se ve arrastrado como en un rapto a cambiar de objeto, aunque sigue siendo un buscador de la verdad, si no de la verdad artística, sí la verdad de su pasión (tanto o más fuerte que la artística); pero incluso esas escalas en el “mundo que se agita por debajo de las apariencias” acaban siendo una clave artística en el caso del narrador de la Recherche. En este sentido sí debe considerarse a Swann un precursor en toda regla, y un artista que, aunque sin obra, ha señalado el camino.

La experiencia de los celos tiene un carácter transformador para nuestro protagonista, como si de una experiencia iniciática o un rito de paso se tratara (con sus fases dramáticas y sus etapas preestablecidas), pero ya empieza a ser otro desde el momento mismo en que alcanza a comprender que está enamorado de Odette: «Se vio obligado a admitir que en aquel mismo coche que le llevaba a la chocolatería Prévost ya no era el mismo, y que tampoco estaba solo, que un ser nuevo estaba allí con él, pegado, fundido a él, alguien de quien tal vez ya no podría desembarazarse nunca más, con quien se veía obligado a tener miramientos, como con un amo o con una enfermedad. Y, no obstante, desde que advirtió que otra persona se le había agregado así, su vida le parecía más interesante» (Un amor, p. 71). Más adelante, cuando comience a interpretar el cuadro dramático de los celos, ese interés del que habla el narrador, sufrirá un desplazamiento y su vida no le parecerá interesante a Swann por ser su vida de enamorado (por ser un otro-doble), si no por estar enteramente partido en dos (como el andrógino platónico). La sed de saber sobre Odette le abrasará el espíritu hasta el extremo de considerar la vida vulgar de la vulgar cocotte (su vida oculta), como algo de lo que no puede prescindir para estar completo; la intensidad de su vida está ligada al conocimiento del secreto de Odette, esa cantidad de tiempo perdido es lo único que puede llenar a un Swann atomizado en miles de fragmentos. Vivir su vida a través de la de ella será su único alivio; él, un hombre de mundo cuya experiencia vital a priori se presume mucho más rica que la de Odette, siente a partir de determinado momento que su vida y su experiencia no valen mucho si no puede acercarse a la verdad de ella, si no puede fundirse con su experiencia. Tal es la fuerza del momento en que Swann descubre que la mujer que ama no es sino un ser imaginario, una especie de fantasma que sólo existe en su percepción y en su mente; que no concuerda con lo que ella misma y los que la rodean sienten, piensan y saben sobre ella.

Ya se han dado algunas pistas sobre el sentido en que se usa aquí la noción de “tiempo perdido”, propondremos una definición (con la ayuda de Gilles Deleuze), a modo de hipótesis de trabajo: «[...] el pasado que Proust busca en La recherche es justamente el “tiempo perdido”; y no perdido solamente en el sentido de “desperdiciado” o “derrochado” sino en el de “dejado pasar” por la percepción consciente de lo actual; el pasado cuya búsqueda se experimenta es justamente el pasado puro, el que no ha sido jamás vivido ni experimentado por la conciencia, el que nunca ha sido presente ni ha sido percibido, la mitad faltante de los objetos que se conservan en el aparato psíquico subjetivado, y que no puede ser traída voluntariamente a la conciencia»[16]. La recherche, de la que es objeto este tiempo perdido, tiene en francés una riqueza de matices a la que no suelen hacer justicia las traducciones. Nuestra “busqueda” parece hacer referencia a una revisitación ingenua o recuerdo del tiempo perdido en el sentido de lo que “pasó” y ya no está: la infancia, etc. Pero la memoria proustiana, como se acaba de señalar, es un mecanismo complejo que obedece a sus propias reglas y no cabe intuir tras ella a un sujeto dirigiendo su foco a voluntad hacia un pasado más o menos feliz que el presente. La recherche será más bien un investigación. Este sentido respeta a la vez la idea de tiempo perdido como aquello que está oculto a la conciencia, y la concepción del hecho narrativo como indagación (de aquel tiempo perdido, precisamente). Tanto la investigación científica como la inquisición detectivesca de, por ejemplo, un crimen, se nombran en francés con la palabra en cuestión[17]. Su sentido etimológico es, en efecto, el de una búsqueda, pero una búsqueda de un tipo especial: cuidadosa, metódica, ordenada; pero a la vez sujeta al tanteo, la experimentación, sin un resultado cierto ni camino seguro. Una búsqueda durante la cual tal vez sea necesario desandar el camino recorrido, volver a pasar muchas veces por un mismo lugar (re-chercher) para, al fin, reparar en algo que pasó desapercibido en tránsitos anteriores. Una búsqueda, en definitiva, concienzuda pero también un poco a ciegas en la que uno no sabe en qué momento un signo que poseemos desde el principio, va a desplegar de repente todo su significado hasta deslumbrarnos.




[12] Bozal, op. cit., p.p. 52-53

[13] Asoman aquí ya las nociones capitales de “tiempo perdido” y “tiempo puro”, de las que se hablará más adelante: “... un minuto liberado del orden del tiempo... un pedazo de tiempo en estado puro”.

[14] Jorge Edwards, “Antes y después de Swann”, Prólogo a Un amor de Swann, p. 12.

[15] Op. cit., 19. El subrayado es mío.

[16] José Luis Pardo, Deleuze: violentar el pensamiento, p.p. 35-36.

[17] La regla de oro de la novela policíaca (pensemos en un Hamett): Salvando las distancias, es posible la analogía. Cambiemos los personajes y actitudes del hampa por el ambiente de la frivolidad burguesa; la investigación criminal par la intriga pasional. El hecho es que a diferencia de la novela negra, el relato de Proust no avanza como una intriga, se limita a mostrar seres intrigados (a menudo en su confrontación con seres intrigantes). No existe un progreso de la acción basado en un desvelamiento progresivo de circunstancias pasionales, el único argumento es la revelación, mediante una secuencia de imágenes, de un sujeto plural en el tiempo, y la fascinación provocada en el narrador.