miércoles, 13 de junio de 2007

Una estática narrativa: cómo ir más allá de la experiencia en el tiempo y en el espacio

La experiencia se da en el tiempo y en el espacio (formas a priori de la sensibilidad kantiana); si sustraemos el tiempo de la narración nos queda una instantánea, como en una fotografía o en un cuadro de Vermeer. Así, el instante es la forma espacial de una historia. [el instante es al tiempo lo que el punto al espacio: lo que no tiene partes o dimensiones (Euclides), comienzo, final o división] Pero la historia, la narración, es un arte del tiempo, con lo cual la forma espacial de una historia es una estática narrativa, lo que supone una contradicción en los términos (a no ser que nos ocupemos en narrar el inconsciente, que es una forma de experiencia desligada de las estructuras descubiertas por Kant: Ulysses); en esto consiste la audaz estrategia de Vermeer, en sustraer la variable “tiempo” a la ecuación de la experiencia narrativa quedando como resultado el instante. Todo ello tiene como consecuencia el hecho de que, a excepción de ese instante, el resto de la narración queda en la zona oscura de nuestra experiencia, en la penumbra. Nunca será total la oscuridad, sin embargo, puesto que, aunque se nos haya hurtado la posibilidad de la percepción actual habiéndonos expropiado el tiempo, el entendimiento tiende a extender sus límites y, en un movimiento inercial, alcanza a trascender el instante dando lugar así a lo que yo llamaría la percepción conjetural, que la intuición elabora a partir del instante captado. Aquí entra en juego la imaginación, pero no la imaginación fantasiosa, sino esa forma de imaginación que nos hace representarnos aquello que sospechamos a partir de las conjeturas que la contemplación de la estampa nos hace emitir.

Hemos recuperado y reintroducido a nuestra manera el tiempo que se nos había robado y hemos reconstruido aquella experiencia que se nos había perdido. Después de esto queda la pregunta fundamental: ¿en qué se asemejan y diferencian el tiempo perdido y el tiempo recuperado? Ya que podemos a firmar que no son el mismo. Y una cuestión paralela: la experiencia que quedó en la zona de sombra de nuestra sensibilidad y la que hemos logrado reconstruir más tarde, ¿son la misma? ¿qué las relaciona?

La otra parte de la pregunta será, viene de suyo, ¿qué resulta de la estructura de la percepción si esta vez eliminamos el espacio? Me refiero a ¿qué producto sensible obtendremos? Si al neutralizar el tiempo nos queda una instantánea, ¿qué nos queda si anulamos el espacio? Sospechamos que para dar una respuesta a estas preguntas habrá que revisar aquel tópico artes del tiempo/artes del espacio.

La narración, la novela en sentido amplio, es un arte del tiempo; la pintura, según parece, un arte del espacio.

La pintura es una geometría, la novela una aritmética. La pintura depende del espacio (perspectiva), la novela del tiempo (sucesión). La intuición sensible ha de darse simultáneamente en el espacio y en el tiempo, si faltara alguno de los dos polos recibiríamos un conjunto desorganizado de impresiones. Al eliminar el concepto de tiempo como orden de la sucesión obtenemos una instantánea (Vermeer); haciendo lo propio con el espacio como orden de la disposición obtenemos un objeto depositado en un campo extraño que no es el eje de las coordenadas de la geometría intuitiva euclideana: algo así como un objeto cubista. Esto por lo que respecta a la impresión pictórica de la realidad.

La novela, como narración de hechos sucesivos, es una experiencia ligada al tiempo (como los juicios en la aritmética). Como una película. Si la paramos (movimiento, tiempo), sólo queda una instantánea. Pero ¿es cierto que la novela está ligada inexcusablemente a la idea lineal de tiempo (tiempo sucesión)? No exactamente. Como se ha dicho, existen experiencias narrativas que, aunque no eliminan exactamente la idea de tiempo, sí experimentan con formas que van más allá de la sucesión: simultaneidad, círculo, el tiempo de los sueños. En la novela moderna, la experimentación narrativa ha explorado las consecuencias derivadas de la búsqueda y aplicación de formas alternativas a la concepción lineal del tiempo. El movimiento del inconsciente, tal y como fue descrito por Freud ha sido uno de los estímulos fundamentales en esta aventura. De ella se deduce que el abandono de la forma lineal del tiempo no sólo no imposibilita la narración, sino que descubre nuevas formas de narrar.

La pintura, como representación de una estampa, es una experiencia ligada al espacio (como los juicios en la geometría). Como una fotografía. Es difícil, para el ser humano, imaginar una alteración de la forma a priori espacio (desconozco lo experimentado al respecto en estados alterados de conciencia: LSD). Así como es fácil imaginar el resultado derivado de la eliminación del tiempo en una sucesión (la estampa), resulta complicadísimo, sino imposible, imaginar la desaparición del espacio en la disposición de un objeto; es más, nuestra intuición espacial depende hasta tal punto de las tres coordenadas euclideas que durante milenios se consideró a la del de Mégara como la única geometría real (incluso posible). Hasta imaginar un espacio riemanniano resulta complicado si no somos capaces de manejar un sofisticado instrumental matemático. El espacio relativista es sólo representable mediante ecuaciones. No hay duda de que el espacio siempre ha sido un concepto mucho más problemático que el del tiempo. Pero, ¿es cierto que la pintura está ligada indisolublemente a una idea de la perspectiva dependiente del espacio de tres dimensiones? No lo es. Los cubistas jugaron a representar figuras tridimensionales como si fueran planas. Las tres dimensiones en dos. Otra cosa, ¿es cierto que la pintura prescinde de forma tan radical del concepto de tiempo? No. Tampoco es esto cierto. Si pensamos en el tiempo como una condición de posibilidad de la narración, habrá que concluir que la pintura es un arte que carece de toda facultad narrativa; sin embargo, existe toda una tradición de pintura narrativa; por ejemplo, la pintura barroca italiana se sirve del símbolo y de la alegoría para contar una historia. También la pintura histórica decimonónica (David), que ya no abusa de estos recursos, sino que prefiere usar del ruido y el movimiento para introducir el tiempo en la narración (en la física antigua, el tiempo es la medida del movimiento y el ruido va aparejado al movimiento de las esferas celestes).

Por un lado, tenemos que las artes del espacio dependen del tiempo (símbolo, alegoría, ruido, movimiento) para narrar; y por otro, que las artes temporales no dejan de ser narrativas por el hecho renegar del tiempo lineal.

En la pintura de Vermeer no hay ni alegoría, ni símbolo, ni movimiento, ni ruido; sólo el instante puro, sin extensión posible. La tela vermeeriana tal cual, es un puro juicio geométrico; un volumen, no sólo literalmente, sino, también metafóricamente. Pero hay algo que nos dice que esa geometría es una geometría de las pasiones, algo que nos induce a ir más allá; un algo que está en la dirección del tiempo y que nos hace pensar en Spinoza. La única posibilidad de que esta instantaneidad sea punto de partida (o de llegada) de una narrativa estriba en ir más allá de los límites de la percepción, más allá de lo permitido al entendimiento. En resumen, actuar como actúa la razón según Kant, en un movimiento inercial hacia los límites, o ese conatus trasgresor del que habló aquel judío compatriota de Vermeer, aficionado a la óptica y a la física como él.

lunes, 4 de junio de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, y 8

Vermeer y Proust

La idea que señala esencialmente lo que une y lo que separa en tanto que artistas a Proust y a Vermeer es la noción de instante. Siguiendo en parte a Platón, Aristóteles define el tiempo como “el número del movimiento según el antes y el después” (“la imágen móvil de la eternidad” que “avanza según el número”, diría el maestro), el tiempo es, por tanto, lo numerado y numerable y, en cuanto tal, nos remite a lo numerante, aquello que numera, que para Aristóteles no es otra cosa que el alma: “si es cierto que en la naturaleza de las cosas solamente el alma o el intelecto que hay en ella, tienen la capacidad de numerar, resulta imposible la existencia del tiempo sin la del alma.” Pero el tiempo no se identifica con el devenir, el tiempo es siempre el “ahora”, pasado y futuro carecen de entidad. La esencia del tiempo la constituye el instante. Y este “es siempre puntual, nunca acumulativo, el instante es una realidad sin magnitud, sin sucesión, aunque la experiencia inmediata nos diga lo contrario.”

Aquí radica precisamente la técnica vermeeriana, en presentar escenas instantáneas, de una mudez completa si las consideramos en sí mismas. Son como enunciados transparentes y a la vez misteriosos, hablan de objetos e individuos sin historia, desde el punto de vista de la pragmática su significado está abolido. El sentido connotativo ha sido sacrificado por la falta de signos, creo que lo más exacto que se podría decir sobre el significado de estas escenas que “insinúan”, y la insinuación siempre tiene un sentido difuso, ya que no afirma ni niega, no dice “sí” ni “no”, tan sólo “avisa”. Precisamente por esto mismo, son escenas tras las cuales intuimos una verdad que ellas no declaran explícitamente pero que expresan intuitivamente. Cuando se contempla una tela de Veermer hay un conato en el que mira de continuar esa historia, lo cual no consiste más que en introducir el tiempo en el instante, rescatar hacia atrás ese pedazo de tiempo perdido. Alentar de nuevo esas almas inmóviles y quietas[25] y rememorar su experiencia. He aquí la lección que Proust a prendió del maestro holandés y que abanderó su poética y su práctica narrativas en Á la recherche du temps perdu.

El que mira intuye una historia detrás de esas escenas, una profundidad bajo la superficie vista. Es como si Proust hubiese tomado los cuadros e, introduciendo el desarrollo temporal, hubiese querido contar la historia completa a la que remiten esas escenas aisladas, explorar la posibilidad de hacernos “contemporáneos de lo pasado”. El enigma del que habla el narrador a propósito del pintor holandés, en carta a Albertina, es su propio enigma: «Me dijiste que habías visto algunos cuadros de Vermeer; puedes darte perfecta cuenta de que son todos fragmentos de un mismo mundo, que se trata siempre, cualquiera que sea el ingenio con el que se recrea, de la misma mesa, la misma alfombra, la misma mujer, la misma nueva y única belleza, enigma en esta época en la que nada se le parece ni la explica, si no tratamos de emparentarla con los temas, sino de extraer la impresión particular que produce el color.» (La prisionera, 363). Si Proust desarrolla una historia completa, un proceso de revelación cuyo ingrediente reactivo es el tiempo, Vermeer nos enseña momentos aislados de intimidad en un espacio cerrado donde no cabe el desarrollo temporal, instantes de intimidad.

Lo que uno va a ganar con todo esto no es más que un trozo de tiempo perdido y aun así, lo que atesoraremos no será más que una materia ambigua, de perfiles dudosos, extraña. El tiempo perdido es tiempo pasado, sí; pero no es el tiempo que nos pasó. No es la infancia, ni la juventud, no es nuestra historia familiar aunque esté ajustado dentro de nuestra historia personal, como no puede ser de otra forma. No es el tiempo de la historia convencional, de los acontecimientos exteriores al yo, no es tiempo de la comunidad. Ni siquiera es lo que “yo” recuerdo aunque sepa que lo que entiendo por tal sólo sea recuperable mediante la memoria. El tiempo perdido es esencialmente una construcción (podría hablar de “reconstrucción” que parece un término más en consonancia con la idea de re-cobrar, pero quiero indicar que lo que se recupera no es tal cual fue, sino que en alguna medida -quién sabe cuánto- es algo nuevo). Todo el misterio se reduce a una vulgar secuencia: hay un instante, una búsqueda en la memoria, hay un recobrar un trozo de tiempo perdido. Todo no es más que una forma cualquiera de ser otro.




[25] «Still-leven, vida detenida en un instante, así se denominaba en neerlandés en el siglo XVII a lo que desde el siglo siguiente se viene llamando naturaleza muerta, que tanta relación guarda con la representación de la fugacidad de los reificados placeres mundanos, aquellos que, por desgracia personal o por gracia divina, no podemos llevarnos al reino celestial.», Claudio Díaz, Vermeer. O la mujer naturaleza muerta, Servicio de publicaciones de la Universidad de Málaga, 2001, p. 119



Créditos de las ilustraciones

  1. Vermeer, La carta de amor, 1669-70, Rijksmuseum, Ámsterdam
  2. Vilhelm Hammershoi, Mujer cosiendo en un interior, Sin fecha, Colleción privada
  3. Han van Meegeren, Mujer leyendo música, 1935-36, Rijkmuseum, Ámsterdam
  4. Piet Bekaert, Jardín para Marcel Proust
  5. Jacques Tissot, La ambiciosa, 1883-85, Albright Knox Gallery, Buffalo
  6. Gustave Caillebotte, Día lluvioso, 1877, The Art Institute, Chicago
  7. Edouard Manet, El Bar del Folies Bergère, 1882, The Courtauld Institute Galleries, Londres
  8. Pierre Bonnard, La carta, 1906, National Gallery of Art, Washington