lunes, 24 de septiembre de 2007

Pintura abstracta, 1

Las vanguardias y el lenguaje nunca fueron buenos aliados. Muchas veces erraron y usaron mal las palabras al explicar teóricamente sus teorías artísticas y también al bautizarse con determinados nombres: abstracción, cubismo, surrealismo. Un fenómeno típico de la vanguardia histórica es el manifiesto, o al menos, el escrito teórico, dónde explicar al mundo la propuesta artística defendida (había que dar al público la oportunidad de entender); es en esta voluntad de teoría y en esos escritos teóricos donde se han cometido los mayores disparates, pero también se han abierto debates, casi siempre de forma involuntaria, que han trascendido con mucho las fronteras del arte. Que un artista no domine un cierto lenguaje y que se meta en un verdadero berenjenal al querer explicar lo que está haciendo es hasta cierto punto excusable, pero cuando ocurre con la crítica no hay que ser transigentes. El concepto de abstracción pictórica, por ejemplo, es un cúmulo de incongruencias que queremos ilustrar un poco aquí. Comparemos primero ciertos usos del término.

Pictóricamente: lo abstracto se opone a lo figurativo. En pintura hablamos de abstracción cuando no hallamos formas reconocibles desde el punto de vista visual, formas que remitir a la experiencia humana de la naturaleza, cuando no se aprecia representación de objetos naturales ni artificiales, tampoco imágenes antropomorfas.

Lingüísticamente: lo abstracto en tanto que autorreferencial se opone a lo referencial (lo abstracto es metalingüístico, como desde el punto de vista plástico se puede llamar metapictórico). Los nombres comunes pueden designar individuos o especies, ‘caballo’ puede referirse al género de animales que conocemos como tales o bien a un individuo concreto de ese género, ‘este caballo’. El primer uso del nombre común también es un uso abstracto, pero como en ese caso también se deducen implicaciones ontológicas, vamos a reservar la distinción abstracto/concreto para el apartado correspondiente. Aquí vamos a centrarnos en la dicotomía referencial/autorrerencial que también se puede entender como lingüística/metalingüística.

Cuando usamos un nombre o cualquier otro término lingüístico con intención designadora, como en la frase ‘el caballo ganó la carrera’, estamos comunicando algo, informando o describiendo un estado de cosas determinado; por el contrario, cuando usamos una palabra cualquiera como objeto de la afirmación que estamos haciendo, estamos en el terreno de lo metalingüístico: ‘caballo’ tiene siete letras’. En este segundo ejemplo, el nombre ‘caballo’ se encuentra “mencionado”, al contrario que en el primero, donde sirve para mencionar, designar. Distinguimos aquí un segundo nivel de lenguaje que supone un “lenguaje objeto” o “metalenguaje”, aquel lenguaje que nos sirve para hablar del lenguaje mismo; decimos entonces que se cumple una función autorreferencial, porque lo afirmado en la frase ejemplo no se refiere a ningún objeto del mundo exterior, del ámbito de nuestras ideas, teorías o creencias, sino que hace referencia exclusivamente al universo de lo estrictamente lingüístico. Más tarde veremos qué relación guarda esta función metalingüística con la abstracción pictórica, que a menudo ha sido descrita como un uso autorreferencial de la pintura.

Ontológicamente lo abstracto se enfrenta a lo concreto, (aunque la distinción genero/ individuo también es lingüística). Nos referimos a las implicaciones ontológicas de un problema lingüístico, el del realismo de los nombres comunes o universales. ‘Caballo’ es un arquetipo de propiedades o definición de la que participan los individuos concretos que pueden ser clasificados bajo ese género, ‘este caballo’; este tipo de abstracción se acerca a un realismo radical.

Otros usos. ‘Abstraer también significa ‘simplificar’, como en el caso de las teorías científicas. Las figuras geométricas también son una abstracción en oposición a las figuras concretas del mundo físico (en este sentido hay que recordar que la primera abstracción pictórica era figurativa, hablando con propiedad: Kandinsky, Mondrian).

El significado etimológico de abstracción es ‘separar’, como cuando se separa la propiedad esencial de algo de aquellas otras accesorias con la intención definirlo, estudiarlo o clasificarlo. Algunos pintores abstractos se proponían precisamente una misión purista de alcanzar la esencia de la forma pictórica en una especie de platonismo, o ‘plotinismo’ plástico (Rothko). La abstracción como separación consiste en seleccionar una propiedad entre muchas y es eficaz para comprender en parte la práctica de la abstracción pictórica. Entre forma y color optar por una cosa u otra, de una posible imagen de la realidad extraer formas y representar una mera yuxtaposición de manchas de color. De la leche, separar su blancura del resto de propiedades.

¿Quién piensa en abstracto? Las muchachas compasivas de Hegel. En su célebre artículo, Hegel se plantea de forma sencilla y breve la tesis de que es la gente vulgar la que piensa en abstracto y no la gente ilustrada (sale al paso de la secular acusación hecha contra los filósofos de embotamiento abstractivo). Inventa entonces una serie de situaciones narrativas extraídas de la vida cotidiana en las que otros tantos personajes arquetípicos piensan (o no) en abstracto.

El pueblo vulgar. Un asesino llevado al cadalso no es más que un asesino. Algunas muchachas compasivas pueden considerarlo guapo o interesente, observación que la gente vulgar considerará escandalosa, retorcida y digna de una mente a su vez perturbada como la del reo.

El sabio. Un hombre con experiencia en la observación del género humano analiza la vida del criminal, la mala situación familiar, la relación con un padre brutal, la falta de una madre que lo abandona en la infancia. Un primer error que lo expulsa a los márgenes de la sociedad. Algunos al oír esto afirmarán que es un mero subterfugio para disculpar al asesino. Sólo ven en él un asesino. Es esto consiste para Hegel pensar abstractamente, de todas las cualidades posible de un hombre separar una de todas las demás y tomarla como la esencial. En este caso la condición de asesino.

La belleza del suplicio. En un acto de piedad, la vieja de un hospicio disuelve la abstracción del asesino devolviéndole a su espíritu la dignidad un ser plural. La vieja contempla el sol brillando sobre la cabeza cortada del homicida expuesta en el patíbulo y exclama: ¡qué bella es! Percibe la luz de la gracia divina descendiendo sobre ella.

La vieja chismosa. La historia de la aldeana acusada de vender sus huevos podridos. Se defiende transfiriendo esa podredumbre a la familia de la acusadora. Sus padres comidos de piojos, su madre prostituta de los soldados franceses, su abuelo muere sólo y sin atención. Ella acepta regalos de los señores franceses, ya se sabe lo que eso significa. “Todo en el ella cobra el cariz de estos huevos podridos, mientras que esos oficiales de los que hablaba la aldeana - si es cierto lo que cuenta, habría que dudar mucho-, habían visto en ella sin duda otras cosas muy distintas.”

sábado, 15 de septiembre de 2007

"Pero aquello de lo que Heráclito huía continúa siendo lo mismo de lo que nosotros nos apartamos ahora: el ruido y la charlatanería de demócratas de los efesios, su política, sus novedades del Reich (de Persia, ya se entiende), su chismorrería del "hoy",- pues nosotros los filósofos necesitamos sobre todo calma de una cosa: de todo "hoy". Veneramos lo callado, lo frío, lo noble, lo lejano, lo pasado, en general todo aquello cuyo aspecto no obliga al alma a defenderse y a cerrarse, -algo con lo que se pueda hablar sin elevar la voz."

martes, 11 de septiembre de 2007

Thoré-Bürger: el hombre que inventó a Vermeer, y 8

Vermeer como figura imaginaria

A partir de Bürger buena parte de la crítica ha seguido su ejemplo de ir elaborando con respecto a Vermeer la figura romántica de un pintor excepcional aunque olvidado, acosado por todo tipo de dificultades, económicas, familiares, sociales, políticas...; la falta de información que se apoyara en documentos es sin duda en buena parte responsable de esta situación, pero ni que decir tiene que esta condición de indocumentado le venía de perlas a la figura del Vermeer maldito. La Holanda barroca es un medio excepcional para la cría de esos genios a contracorriente, en los que se concentran todas las exclusiones y transgresiones: Spinoza es la figura paradigmática, otro mito de la Holanda libre y a la vez represora del Siglo de Oro.

Sobre la escasísima información documental que existe sobre Vermeer (como deja bien el claro el título del libro de referencia de Michael Montias sobre este tema, la abrumadora mayoría de los documentos rescatados de los archivos se refieren a “su medio” no a él directamente), los historiadores del arte han intentado durante casi un siglo y medio “reconstruir” una vida, una trayectoria, unas influencias, un estilo, un maestro, un catálogo, unas relaciones artísticas en un determinado medio, la pertenencia a una escuela... que hicieran del pintor de Delft una personalidad artística catalogable, historiable. La cuestión es que lo que se ha conseguido es construir un tipo ideal que con el tiempo se ha transformado en un mito. No es la primera vez que los historiadores del arte creen rescatar a un gran maestro del olvido (¿puede haber mayor ambición que ésta para un historiador?): pasó con el maestro de Flémalle, hoy conocido como Robert Campin, gran maestro precursor que necesitaban los grandes nombres de la escuela flamenca: Van Eyck, Van der Weyden... Pasó con el no menos enigmático Georges de la Tour, contemporáneo de Vermeer, pero, como el anterior, resucitado para la pintura universal durante el siglo XX.

El mito ha alcanzado tales proporciones que el Vermeer de hoy es una figura mediática, como lo atestigua el hecho de que su mundo ha inspirado novelas que se han convertido en best-sellers, que luego Hollywood ha puesto en la gran pantalla con gran presupuesto y con los actores, a su vez, más mediáticos del momento. Las últimas grandes exposiciones han sido fenómenos de masas; estos acontecimientos se han retroalimentado, el público ha ido a las exposiciones a ver al “pintor de la película.” Vermeer entra así en el olimpo de aquellos artistas cuyas imágenes forman hay parte de la cultura visual de occidente y cuyas vidas trágicas o gozosas en forma de películas, novelas o series de televisión han sido consumidas como ficción por medio mundo, no necesaria ni exclusivamente por personas interesadas en el arte: Caravaggio, Van Gogh, Toulousse-Lautrec, Picasso, Jackson Pollock...

En el año 2003 Peter Webber llevó al cine con Scarlett Johansson como protagonista, la novela de gran éxito comercial de Tracy Chevalier La joven de la perla, donde la autora intenta reconstruir en la ficción la historia, no del cuadro, sino de la bella joven que sirvió de modelo para el retrato pintado por Vermeer. La novela no aporta nada nuevo, como era esperable, a la historia o la crítica vermeeriana, pero sí que resume de alguna forma todas las hipótesis que la crítica ha desarrollado sobre la vida del pintor. Centrándose en la figura de una guapa muchacha contratada por la familia Vermeer como sirvienta nos va mostrando la atmósfera que rodea al pintor, un ser huidizo, reconcentrado, taciturno, volcado plenamente en su tarea, apenas perturbado por las dificultades económicas o familiares que golpean a la familia con excesiva frecuencia. La película se hace eco de la idea según la cual Vermeer retrata su propio cosmos doméstico. Su estudio, su casa, su calle. Las modelos serían su mujer, sus sirvientas o sus hijas; sus muebles, sus tapices, sus mapas, constituirían el mobiliario visible en sus telas; las joyas y los vestidos de su mujer. Sus amigos: van Ruijven o van Leeuwenhoek. Se nos presenta un universo formado por su familia, la multitud de hijos, las sirvientas, la suegra encarnada como “vieja bruja católica”, el patrón van Ruijven, viejo verde prepotente ocupado en preñar sirvientas y modelo de las composiciones festivas. La licencia poética consiste (decimos) en la reconstrucción ficcional del origen del retrato de la muchacha de la perla. Vermeer adopta como ayudante de taller a una sirvienta especialmente sensible y bella, enseña a la muchacha prodigios como el funcionamiento de la cámara oscura (así cubre la película su cupo didáctico), la adiestra en preparar y mezclar los pigmentos, le explica su ciencia, ejemplificada en la técnica de la veladura; finalmente la toma como modelo. Por su supuesto, los celos de la esposa no se hacen esperar, de esta forma el film incorpora la referencia obligada al secretismo y el misterio erótico de las escenas vermeerianas: la esposa atormentada por un marido constantemente encerrado en el estudio con las modelos. Desde el punto de vista de la fotografía (Eduardo Serra, El marido de la peluquera), cada plano del filme es un cuadro de Vermeer o bien de la pintura de género holandesa del siglo XVII. Efectivamente, todas estas reconstrucciones o versiones de un Vermeer posible han sido defendidas por en algún momento por la crítica que ya cuenta más de siglo y medio.

La atmósfera de tensión sexual que incorpora la película tiene su climax en el momento en que Vermeer perfora el lóbulo de la oreja de Griet para colocarle el pendiente de perla con el que la va a retratar. Este hallazgo resume la interpretación contemporánea del Vermeer perverso, pero también es un homenaje del film a esa costumbre de la alegoría suave que constituye la esencia de la pintura de género holandesa. Así, la infidelidad queda significada por el hecho de que los pendientes hayan sido tomados a la mujer del pintor sin su conocimiento y entregados a él por la suegra, una mujer codiciosa que presiona todo lo que puede a su yerno para que termine los encargos y así poderlos cobrar. Es una referencia directa a La alcahueta. La doncella ha sido desflorada.

Ocurrencias aparte, el enigma sobre quién fue Vermeer es insoluble. La esfinge de Bürger, al contrario que la del mito, permanecerá muda para siempre. Aparte de un mito creado para la sociedad de masas por la industria del entretenimiento, estamos ante un mito en el sentido en el que los filólogos se refirieron al hipotético creador de casi todos los mitos de occidente. Vermeer como Homero, es un esquema más que un hombre; un punto de intersección de líneas de fuerza más que una biografía reconstruible. Vermeer es lo que muestran las treinta y tantas pinturas: imposible manifestar mayor variedad en legado más escaso, temas, géneros, técnicas. Por otro lado, hay un sentido en el que Vermeer es un pintor absolutamente falto de originalidad: pintó lo mismo que los doscientos o doscientos cincuenta pintores que en su época alcanzaron cierta notoriedad en el género. Los mismos interiores, las mismas calles, las mismas escenas alegres, el vino, los soldados, las muchachas, los tapices venidos del Turco, el mobiliario español, los mapas a través de los cuales Holanda se enorgullece de sí misma (es un claro símbolo nacionalista) tras la guerra de independencia contra el español intolerante. Las ventanas vidriadas, los suelos ajedrezados, las cortinas corridas, el pan, la leche, los hilos de las encajeras, las cartas, el dinero... ¿Por qué entonces está considerado Vermeer el más grande todos ellos? Es una pregunta que sólo puede responderse a partir de criterios pictóricos, puramente pictóricos. El tópico nos hace hablar de la luz, de la composición... Pienso que esta pregunta puede responderse (no lo vamos a hacer aquí) mirando un cuadro como La callecita; ruelles como ésta se pintaron cientos en la época, pero ninguna como ésta. Al juntar cada cuadro como si de una pieza de puzzle se tratase surge un nombre; Thoré-Bürger lo llamó Proteo y no creo que se le pueda negar razón. Lo que queremos decir es que “Vermeer” se dice de muchas maneras y que muchas son las maneras de ser Vermeer. Es probable que el hombre sea producto de nuestra imaginación como lo es sin duda su biografía, inducida tras ciento cincuenta años de crítica.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Thoré-Bürger: el hombre que inventó a Vermeer, 7



El catálogo de Vermeer según Thoré-Bürger

La venta Dissius. El 1696 se ponen a la venta en Ámsterdam más de cien pinturas de grandes maestros, entre ellas veintiuna se atribuyen a Vermeer. Aparte del lugar y la fecha en que se celebró, Thoré no sabía nada acerca de esta subasta: ni la procedencia de los cuadros ni la identidad del propietario ni cómo se había formado la colección... Como sabemos, el crítico llegó a especular con la posibilidad de que se tratase de la venta de la herencia del propio Vermeer; en la actualidad, y gracias a los archivos, se saben con seguridad algunas cosas más. El propietario de la colección era Jacob Dissius, un impresor de Ámsterdam. Éste se había casado años antes con la joven Magdalena, que resultó se la hija de Peter van Ruijven, un conocido coleccionista que figura como relacionado con Vermeer y su familia en algunos documentos y de quién se especula que pudo ser uno de los primeros atesoradores de la obra del de Delft. La muchacha murió en 1682, heredando su marido la imponente colección de pinturas que había reunido su suegro. Es ésta la hipótesis más probable acerca de la formación de la colección Dissius.

Es a partir del catálogo de esta venta que Thoré-Búrguer comienza a elaborar su propio catalogue raisoné, donde suma a las 21 pinturas subastadas, de las que apenas once han podido ser identificadas, considerándose el resto bien obras perdidas, bien atribuciones equivocadas, casi ochenta cuadros más en un verdadero arrebato de entusiasmo.

Vistas urbanas. Para Thoré, Vermeer no tiene igual en la pintura de vistas urbanas. A nosotros, los vermeerianos de hoy, esta afirmación nos parece cuando menos problemática, en tanto que sólo conocemos dos ejemplos de este género en la obra establecida del pintor, La vista de Delft y esa otra vista de la fachada de una casa tomada desde la calle, que se como La callecita. Solución: nuestro crítico le atribuye obras que él no ha pintado. Pone como ejemplo genial del género un cierto Cottage cuyo grabado reproduce en su artículo, la vista de una granja entre árboles, composición que chirría en el seno del plantel vermeeriano y cuyo verdadero autor fue Dirk van Laan, un pintor del siglo XVIII que, entre otras cosas, realizó algunas “versiones” de Vermeer que fueron tomadas por auténticas. Otro ejemplo de la maestría de Vermeer como pintor de calle es una supuesta Ruelle, propiedad del propio Bürger[16], cuya mera descripción la descarta como probable obra vermeeriana: a la izquierda una panadería, con pequeños panes sobre el mostrador; a la derecha, un taller de herrero; después algunas casitas, con una enseña de barbero; un cruce, tres pequeñas figuras; dos hombres y una mujer que porta un gallo; algunos pollos picotean sobre el pavimento. El cuadro es de Jacobus Vrel especializado en escenas callejeras todas muy parecidas. Se trata del clásico error burgüeriano, máxime cuando a continuación elogia La callecita, un cuadro que por su composición, austeridad, tratamiento del espacio, de las texturas, estudio de los matices de luz, juegos de perspectiva, supera en todo a las escenas costumbristas de Vrel.

Escenas de calle ha entrado Bürger como una docena, un par de ellas, (entre ellas la suya) están firmadas como Vermeer, así como L’interior de béguinage que reproduce en el frontispicio de su primer artículo y que supone otro error de atribución. Cómo llegaron esos cuadros a ostentar la firma de Vermeer es otro problema con el que nos encontramos. Nuestra opinión es que el autor verdadero de algunas estas piezas podría ser Van der Heyden o, tal vez, el propio Vrel.

Los paisajes. De la investigación de monsieur Thoré se deduce que los mercados de arte europeos rebosaban de obras que ostentaban falsamente la firma de Vermeer. El análisis de esas firmas ocupa un buen trecho de su artículo. En el caso de los paisajes tenemos varios ejemplos. Tomando la firma de La vista de Delf (hoy se sabe que es falsa) como modelo con la que comparar las firmas dudosas, señala los siguientes cuadros como auténticos. El Cottage de Dirk van Laan, Las dunas de Vermeer de Haarlem mencionadas más arriba, varios paisajes más de Ruysdael o Konink. El extraño criterio de Bürger da por auténticas y del mismo autor una cantidad de firmas que difieren enormemente entre ellas.

Thoré afirma tener la mala costumbre de juntar pasión y escepticismo; sus conclusiones muestran estar fundamentalmente motivadas por la pasión, algún tipo de pasión. Vermeer es un autor proteico, nos dice: pocos cuadros, estilos dispares, géneros, temas variados. Esta variedad es visible en los cuadros sólidamente atribuidos: La lechera, La callecita, Vista de Delft, Muchacha al virginal, La alcahueta. Aquí acierta por fin, pero su pasión desatada le empuja a tomar esta riqueza estilística como justificación para atribuir a Vermeer decenas de cuadros sin criterio suficiente para ello. El último artículo de la Gazette lo integra el catálogo “reconstruido” del de Delft, casi una centena de obras.

Últimas curiosidades. Thoré dice haber encontrado dos dibujos de Vermeer. El primero, nada más y nada menos que el que habría servido de estudio para La vista de Delft, algo que hubiese resultado verdaderamente revolucionario para conocer la técnica del pintor. El segundo, un dibujo del natural de una joven sentada. ¿Cual es el origen de estas noticias? Los catálogos de subasta, como es lógico. Los dibujos fueron vendidos en dos ventas diferentes en Ámsterdam en 1833. El primer dibujo fue puesto a la venta de nuevo en 1866 (recordamos, el año en curso de la publicación del texto de Bürger), ¿daría su opinión de experto nuestro hombre en su tasación?

También han aparecido por obra de la encuesta detectivesca de Thoré algunas piezas de la célebre cerámica azul de Delft con diseño de Vermeer. No se trata de que ningún taller ceramista haya fabricado estos azulejos a partir de imágenes suyas, sino que él mismo habría pintado de su puño y letra estas placas a partir dibujos o pinturas suyas.

Un catálogo de 1783 consigna un cuadro (del estilo de Netscher) de una tal “Catrina Vermeer”, la sorpresa de Thoré no es pequeña, teniendo en cuenta que no dispone de ningún dato sobre la familia Vermeer. Catharina Bolnes era la mujer del pintor, su madre, una mujer adinerada, poseía una notable colección de pintura (Vermeer pintó algunos de estos cuadros dentro de sus cuadros). Si duda se trata de una confusión, alguien tomó a la propietaria por la autora.




[16] No pretendemos sospechar mala fe en Thoré-Bürger, pero tampoco podemos ignorar que se ganaba la vida en parte como marchante y perito en arte, que tenía su propia colección de vermeers y que un vrel atribuido a Vermeer subía considerablemente su precio en el mercado. Trataremos este tema con más extensión una vez revisada la correspondencia del crítico francés en un artículo futuro. ¿Influyó esta circunstancia en su catalogación de la obra del de Delft?