martes, 23 de junio de 2009

Soleares del Soho


Créditos de la foto
Tras más de seis meses de experiencias fugaces, empecé a sentir una mañana la necesidad de algo profundo. En esta ciudad todo parece ir y venir para no quedarse: amigos, conocidos, trabajos, casas ... El devenir se siente como algo cotidiano y las relaciones con cosas y personas se quedan muchas veces al nivel de la superficie. Ocurre con lugares, acontecimientos ... No creo ser el primero que ha sentido aquí un pequeño vacío. Es esta es una ciudad apasionante, pero tras el deslumbramiento de los primeros meses llega una mañana en que te levantas sintiendo que "falta algo" ...

En esas estaba cuando una mañana, mi amigo Xavi y yo nos aventuramos en el Soho. Sin rumbo fijo, sólamente una escala estaba prevista en nuestro peregrinar, Grant and Cutler, la librería de lenguas extrajeras, donde Xavi tenía que descambiar un diccionario al que le faltaban páginas; el resto lo libramos al olfato del que sabe dónde está pero no conoce el camino. Empezamos con una pinta en el White Horse, un bar que me recuerda a Sevilla, a los bares de Sevilla,en primer lugar porque es un "Bar", después porque no tiene moqueta sino una especie de parqué que imita las losetas (el primer día las creí aunténticas) y finalmente porque sus mostradores de madera ennegrecida me recuerdan algunos cafés o bodegas de Sevilla.

En Grant and Butler, dónde yo también pensaba comprar un diccionario, mirando las estanterías de literatura española me encontré con un libro que ya había leído años atrás; uno de esos libros que más que una lectura reconfortante para unas horas o unos días suponen, por el contrario, una gran colección de ideas que sirven para crear nuevas ideas, una caja de repleta herramientas que sirven para "hacer cosas" y, aún, para crear nuevas herramientas. Unos de esos libros que van contigo sin despegarse ya para siempre a partir de la primera lectura, unos de esos libros que se rumian contínuamente e incluso se recuerdan sin cesar cuando ya no están físicamente contigo (tal es mi caso, leí ese libro, lo estudié, subrayé, tomé notas; pero no lo conservé). Uno de esos libros que, al igual que La obra de los pasajes de Walter Benjamin o Las palabras y las cosas de Foucault, La vida, instrucciones de uso de Perec ... resultan ser más una biblioteca que un libro sólo. Ese libro es la Memoria del flamenco, del poeta manchego Félix Grande. En eso he estado las últimas dos semanas en las que, abducido de nuevo por la lectura de sus casi 800 páginas, he hecho gala de un humor huraño y una actitud monacal, inundado por semejante chute de autenticidad e intimidad. Hoy he terminado de leerlo y en los próximos días quiero escribir sobre algunas de las cosas que ese libro dice:
En parte, lo sabemos. En parte inmensa, no. Sabemos, sí, que el flamenco nos dice lo que nos dijo Manolito María [¿Por qué cantas tú, Manolito María?]: "Porque me acuerdo de lo que he vivido". ¿Pero qué es lo que esto nos dice? Nos dice que los gitanos aparecieron -medio como un enigma- en algún lugar de la India y en un pliegue del tiempo, hace miles de años; que anduvieron por el oriente y por Europa, que llegaron a Andalucía, que encontraron quién sabe qué, que les sigue faltando algo que es suyo, y que en esa falta esencial nos encontramos todos: porque a todos nos falta algo que es nuestro. Por ejemplo: nuestros antepasados, nuestros intermediarios con la necesidad de eternidad. También nos faltan nuestros descendientes: nuestros intermediarios con la necesidad de la inmortalidad. Lo que nos falta, en suma, es nuestra eternidad. Y el flamenco parece que lo sabe.

Félix Grande, Memoria del flamenco, Punto de Lectura, Barcelona, 2007, p. 615