sábado, 28 de abril de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 3

Pero lo que no debe perderse nunca de vista con respecto a Vermeer es que, en ningún caso, puede establecerse una dirección interpretativa a partir de los meros elementos pictóricos de las composiciones. No olvidemos que de los solos signos de los cuadros no se puede establecer nada cierto (sirva esto sólo para las telas donde aparecen mujeres solas). Con la mera visualidad como criterio no es posible “representarse” lo que está ocurriendo, hay que correr el riesgo de narrar para saber, lo que garantiza que la verdad se ha esfumado para siempre. La verdad es hija de la vista, sentido que, grandísima paradoja vermeeriana, aquí no tiene mando ni autoridad. Si se quiere ser riguroso, habría que decir que los cuadros de Vermeer no tienen tema. Pertenecen a un género, ciertamente (o a lo que fue un género, antes de él), un género que tenía su código, que a su vez tenía la función de contar determinadas historias ya sabidas; nuestro autor filtró ese código hasta dejar esas escenas completamente mudas. Nos hemos referido un poco más arriba al hecho de que existe en nuestro autor un, digámoslo así, metatema que se superpone y a la vez posibilita el resto de pretendidos temas que reflejarían las telas según el criterio de cada crítico. Nos encontramos siempre ante la imposibilidad de saber qué cuentan realmente las escenas a partir de los elementos pictóricos puros. Es la neutralización que sufre el código alegórico[11] en la pintura del maestro de Delft lo que desencadena la especulación del crítico (y del espectador convertido en crítico). Así se hermana nuestra condición de buscadores de la verdad artística con la del mirón que se esconde dentro del cuadro, él también busca resolver un misterio, aunque de otro tipo. La información limitada, parcial, fragmentaria que recibimos a través del sentido de la vista no es suficiente para despejar unas incógnitas de las que sólo el delirio especulativo se hará cargo. La tercera figura del cuadro somos cada uno de nosotros espectadores; falta algo, un ingrediente esencial que remedie la impotencia de nuestro mirar. Como se verá al final, ese ingrediente es el tiempo. Pero no un tiempo cualquiera.

También escribir es una forma de tejer. Ya se sabe que las palabras que se refieren a lo textual y lo textil tienen la misma raíz (textus= tejido, en latín). Las damas escriben lo mismo que tejen y escribir es una de las actividades propias del sujeto expectante (la distancia se pretende abolir mediante la comunicación), lo mismo que la música y la habilidad tejedora. Se trenzan palabras hilos o melodías. Pero también el acto de tejer es una metáfora del acto de narrar. La hilandera construye una trama de hebras a la vez que entona la melodía triste mientras espera (“da forma a la ausencia”); el narrador enhebra una trama con palabras. Los dos oficios comparten léxico, efectivamente. La trama según el Diccionario, puede ser el «Conjunto de hilos que, cruzados y enlazados con los de la urdimbre, forman una tela», pero también, la «disposición interna, contextura, ligazón entre las partes de un asunto u otra cosa, y en especial el enredo de una obra dramática o novelesca». Lo mismo que el entretejido de los hilos de la trama forman el haz y el envés del tapiz o la tela, paralelamente toda trama narrativa tiene su reverso. El espectador vermeeriano se encuentra ante el compromiso de deducir la trama a partir de la escena que está viendo. La inocencia del cuadro, pervertida por el juego de ausencias que se despliegan bajo su geometría, delata la latencia de una superabundancia de significado. La trama del cuadro no es sino su reverso, no hay método crítico eficaz para su revelación que no sea la sospecha. Tú esperas mientras tejes la historia deshilachada que el pintor pone a tu disposición; partes así a la búsqueda del significado (tejes y destejes), lo mismo que las damas escriben, tocan música o hacen encaje de bolillos. Aquel otro, que espía en la penumbra a esas mujeres que ejecutan actividades que nunca son lo que parecen, comienza a escribir una historia. Está ausente como el significado, como el Amante. La trama florece en este diálogo de ausencias.




[11] «Cuando Mieris, Maes, Ter Borch o Netscher exponen el estado emocional de sus protagonistas, nos permiten identificarnos (o no identificarnos) con ellas, conocerlas y reconocerlas, se comportan respecto del espectador a la manera en que lo hace para el lector el narrador en tercera persona: permiten entrar en su interior. Por el contrario, Pieter de Hooch y, sobre todo Vermeer, nos dejan fuera, nos indican con claridad que estamos fuera, quizá porque la visión lo es siempre de un exterior. En los casos más extremos De Hooch coloca motivos simbólicos que, mediante ese “rodeo”, nos permiten introducirnos en los personajes, pero Vermeer es mucho más “duro”, incluso cuando introduce, también él, elementos de carácter simbólico (sobre cuya naturaleza simbólica dudamos, ya sea por la condición del motivo, ya por su situación ...). Podemos identificarnos con la dramática expresión de la Betsabé rembrandtiana, admirar la osadía de la mujer que en la estampa mira su cuerpo, ninguna de ellas nos rechaza, nos deja fuera..., no sucede lo mismo con las mujeres de Vermeer.» (Bozal, op. cit. p.p. 188-189).

martes, 17 de abril de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 2

Es inútil buscar en el cuadro elementos simbólicos que nos proporcionen los detalles de la historia que éste nos muestra. Hay una obligación total a la conjetura, a la imaginación, a narrar y narrarnos lo que puede estar ocurriendo. El pintor ha seleccionado expresamente las unidades que integran la composición para que el espectador no logre información suplementaria (una explicación) sobre lo que tiene delante. Ha depurado la tela de todo rastro alegórico, apartándose definitivamente del resto de los autores de la pintura de género, en la que cada historia quedaba explicitada hasta en sus últimos detalles (con un sentido a menudo moralizante sobre escenas cotidianas)[4], gracias al juego de símbolos que la composición ponía en circulación. El propio Vermeer se fue desprendiendo a lo largo de su trayectoria de los restos alegóricos que quedaban en su pintura (el análisis radiográfico de Lectora frente a la ventana, que muestra a otra mujer leyendo una carta, descubrió que originalmente había en la pared del fondo un cuadro que representaba a Cupido). No se trata aquí de poner el refranero en imágenes, nuestro autor busca que cada espectador integre, lo mismo que el voyeur en la sombra, el mínimo fragmento que está contemplando, en la historia general (propia o ajena) que se adivina fuera de los límites del marco; para lo cual nos reserva, incluso, un lugar en la penumbra, ahí junto a la cortina descorrida. Allá dentro es nuestra propia vida la que se pone en escena y el cuadro comienza a contar una historia de nuestra cotidianeidad. Ante una pintura suya no nos queda otro remedio que transformarnos en artistas, en narradores. Esto es lo que hace de Vermeer un grandísimo artista, ha transformado la hipercodificada pintura de género en algo abierto, múltiple, desnudo de significado y, por ello, capaz de albergarlos todos. Es esta desnudez simbólica la que hace posible la proliferación al infinito de las interpretaciones.

La música y el ausente

Hablemos de las ausencias del cuadro. Son dos: el que escribe y el que mira. El mensaje señala irremediablemente la ausencia del que lo remite, pero también su presencia que se materializa en la carta. Luego, es como si alrededor de la figura del mirón se desplegasen no una, sino una serie de ausencias-presencias: el Encubierto, el Artista y, por último, nosotros mismos: presentes en el cuadro con nuestra mirada, ausentes de la escena y de la mirada de los personajes. Vermeer nos ha transformado a todos en mirones, en una última concesión a una vieja técnica repudiada, como en una alegoría de nuestra condición. Esa cualidad la compartimos con el artista (él ha querido que todos seamos artistas, pues todo artista es un mirón y todo mirón es un artista).

«Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, Viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa). Es la mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas). Se sigue de ello que en todo hombre que dice la ausencia del otro, lo femenino se declara: este hombre que espera y que sufre, está milagrosamente feminizado».[5] La dama de La carta de amor cantaba la ausencia del amante cuando éste se hace presente en forma de mensaje, pero ya su canto lo hacía rondar por la pieza[6] (como ronda el protegido por las sombras más allá del dintel; tal vez sea más exacto decir “merodea”); la melodía no solo “dice la ausencia” sino que también trae a la presencia. Ella opta por un discurso no representativo[7] para expresar un dolor, un lenguaje que cura más que nombra (o que cura nombrando), en su materialidad. Un lenguaje que añade tristeza a la tristeza para así conjurarla[8].

Penélope, la esposa de Ulises, es el arquetipo de mujer tejedora-espectante. También hay una tejedora en la producción de Vermeer. Se trata de un lienzo conocido como La encajera y podría ser una variación sobre el tema de la espera; la mujer quieta que “da forma a la espera” tocando, tejiendo, escribiendo y cuya inmovilidad no puede velar una lucha esforzada contra la pena. Si la ausencia fuese el tema de sus cuadros de mujeres solas (¿no lo indica ya la denominación del subgénero?), sería perfectamente coherente considerar a la encajera como su Penélope. La recreación a lo mundano del mito homérico estaría en perfecta sintonía con el resto de su producción ( a excepción de las dos célebres alegorías), una composición en la que no hay rastro de símbolo o peripecia heroica, ni hilo narrativo alguno[9]. Tan sólo la atmósfera saturada de quietud en un silencio tan denso que pareciese amenazar con curvar el espacio, los objetos cotidianos representados con la acostumbrada precisión verista, objetos que nos son familiares y que no revisten el más mínimo halo aristocrático. Las manos de la mujer mostrando piel y uñas habituadas al trabajo. La textura fluida de la hebra de hilo rojo que sale de un cojín, cual chorro de sangre que fluyera de un corazón... Mujeres que tañen melodías tristes, que reciben mensajes inciertos[10], que tejen en soledad...



[4] Hay, sin embargo, en nuestra tela ecos de aquel costumbrismo moralizante. Está clara la división en el empleo del tiempo de las dos mujeres. El tiempo de trabajo de la sirvienta es tiempo de solaz para la dama. En el espacio de la instancia se mezclan la obligación y el ocio, simbolizados en la escoba y la cesta de ropa por un lado, y el instrumento musical, por otro. El amor (si fuese esta la clave de interpretación que, en todo caso, es algo puesto por nosotros, espectadores) se muestra aquí como una perturbación del orden; la moraleja apuntaría a lo inadecuado de descuidar la propia hacienda para entregarse a ensoñaciones estériles. Claro que, la sensibilidad moderna nos recuerda el carácter subversivo del amor, algo perfectamente coherente si se quiere mantener la hipótesis de la intriga.

[5] Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, p. 57

[6] «Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor.[...] has partido (de ello me quejo), estás ahí (puesto que me dirijo a ti).» (Ídem, p.p. 59-60).

[7] «[...] la música situada a parte frente a todas las demás artes, la música como el arte independiente en sí, no ofreciendo como aquellas, reproducciones de la fenomenalidad, antes bien hablando el lenguaje de la voluntad misma, brotando directamente del “abismo”[...]» (Nietzsche, La genealogía de la moral, p. 134). El párrafo tiene en su contexto cierto tono de invectiva contra la concepción schopenhaueriano-wagneriana de la música, que contrapone lo sensible (“fenomenalidad”) al espíritu(“voluntad”), pero no deja de estar en sintonía con el propio sentimiento nietzscheano la idea de un arte no destinado a la representación del sustrato último de lo real (la novela y la pintura clásicas, por ejemplo), sino a la expresión en el sentido que tiene este concepto en el arte contemporáneo. La música no es un arte (ni discurso) figurativo que pueda representar estados de cosas o fotografiar sentimientos, como lo puedan ser la pintura o la narrativa, su arma es la expresión, que tiene la facultad de hacer vivir esos sentimientos. Consideremos la diferencia entre fotografiar (contemplar) o narrar(leer) un sentimiento (tristeza) y hacerlo vivir (experimentarlo).

[8] “Merced a la música las pasiones gozan de sí mismas” (Nietzsche).

[9] Los críticos, de nuevo, han relacionado esta pieza con la pintura moralista de género. Se trataría de una santificación del trabajo doméstico, explicitada por el libro que aparece junto a la mujer encima de la mesa; se lo supone un libro de oraciones, aunque no hay dato que lo indique a las claras.

[10] Nosotros no podemos leer esas cartas, eso forma parte de la historia. Tampoco escuchar esa música. La última gran exposición sobre la escuela de Delft realizada en la National Gallery de Londres en el verano de 2001, ha querido, sin embargo, especular sobre esta cuestión con la edición de un cd que registra composiciones de Constantijn Huygens y su círculo con el título de Music from the time of Vermeer: “What is the music Vermeer’s beautiful young women are playing?”, es el enigma que se plantea en el libreto y la respuesta parece estar en Huygens. El hombre fue un diplomático y polígrafo holandés (su hijo fue el célebre científico Christiaan Huygens, que propuso la primera teoría ondulatoria de la luz, inventó el reloj de péndulo y de paso descubrió los anillos de Saturno), músico y luthier prolífico como pocos, aficionado a la pintura, etc. Fue amigo, protector, marchante y cliente de Vermeer (parece que fue él quien proporcionó la cámara oscura a nuestro autor). Compuso una infinidad de piezas y gustaba de tocar las de sus amigos y corresponsales músicos. Prefería ante todo la música vocal y él mismo escribía las letras para dichas obras. Ni que decir tiene que la mayoría de esas canciones habla de la enfermedad de amor (todos los temas vocales del disco exceptuando tres breves Salmos): “Elle s’en va, je la voy qui sommeille:/ Adieu clarté des cieux...”. Antoine Boesset: “N’esperez plus mes yeux,/ De revoir en ces lieux la bauté que j’adore:/[...]/ C’est en vain soupirer,/ C’est en vain esperer/ Le secours que j’implore.”

lunes, 2 de abril de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 1

“La pintura holandesa de nuestra memoria”

«Tenemos algunos recuerdos que son como la pintura holandesa de nuestra memoria, cuadros de estilo en que los personajes son a menudo de condición mediocre, sorprendidos en un momento muy sencillo de su existencia, sin acontecimientos solemnes, a veces sin acontecimientos en absoluto, en un cuadro de ninguna manera extraordinario y desprovisto de grandeza. La naturalidad de los caracteres y la inocencia de la escena, constituyen su encanto, la distancia pone entre ella y nosotros una luz dulce que la baña en belleza.» (Proust, Los placeres y los días, “Cuadros del estilo del recuerdo”).

Vermeer

Hay un cuadro de Vermeer que se llama La carta de amor. En él se puede ver en primer plano una habitación en penumbra, cuya puerta, franqueada por una silla vacía sobre la que descansan unas partituras, se abre a una segunda estancia iluminada, más al fondo. Allí se ve a dos mujeres, una dama y su sirvienta. Ésta ha interrumpido un instante el trabajo del hogar para entregar a la dueña una carta que acaba de llegar. La cesta de la colada está en el suelo y también una escoba. La dama, sentada, tocaba el laúd cerca de la chimenea. De la pared del fondo, detrás de las mujeres, cuelga un cuadro que representa un paisaje marino con un barco. El punto de vista se sitúa en la zona de sombra, de forma tal que la mirada del espectador avanza de la oscuridad hacia la luz, pero el espectador mismo se queda inmerso en la penumbra. Aunque la cortina está descorrida, la sombra vela nuestra presencia. No hay duda de que contemplamos sin ser con templados.

El título del cuadro no hace más que enunciar una hipótesis. Nadie sabe, ni puede saber, si esa carta es realmente de amor. La tela tiene una historia mercantil larga y agitada, cambió de manos en un buen número de ocasiones hasta quedar depositada en su lugar de reposo actual en el Rijksmuseum de Ámsterdam. Alguien desconocido lo anotó con el nombre con el que se lo conoce popularmente al ser catalogado para una de sus múltiples ventas. Fuese su propietario o no, debía tratarse de una persona que había vivido cercana al lienzo y que había dedicado muchas horas a reflexionar sobre él; semejante título ya condensa en sí mismo toda una compleja interpretación y no puede ser sino fruto de un riguroso y continuado esfuerzo de dedicación a la pintura de Vermeer de Delft. Nunca hubiese pensado el autor en titularlo así y no hubiese osado siquiera titularlo. No sabemos si en su época era costumbre colocar un nombre a las telas, pero aunque así fuese, sospechamos que ninguno le podía venir mejor que el Sin título que ha proliferado a partir de la vanguardia. Sólo esa apuesta irónica por el anonimato de la pintura podía hacer justicia a su búsqueda y su revolución, logros que hubiese dejado en suspenso una inoportuna voluntad de nombrar (aquí, sinónimo de juzgar). Lo que sigue es un argumento en favor de esta conjetura.

Ni un sólo indicio se nos ofrece en el cuadro que indique a ciencia cierta que lo que recibe la dama de manos de su sirvienta sea una carta de amor; como tampoco podemos saber a partir de los elementos que integran la composición a qué tipo de historia remite la escena que contemplamos. Vamos, en principio, a dar por bueno el título del catalogador apasionado y, dando un giro perverso a la escena de amor, a imaginar que somos testigos de un mínimo fragmento de una intriga amorosa y que, en consecuencia, lo que la dama sostiene entre sus manos es, efectivamente, una carta de amor. Sobre esta clave se pueden interpretar los signos desperdigados por la tela en una determinada dirección: la carta, el laúd, el cuadro a espaldas de las mujeres... Sin olvidar una presencia capital: la del contemplador oculto; es él el tercer personaje del cuadro. Su presencia larvada y silenciosa es también una forma de ausencia, pero sabemos que está ahí y que también es el pintor y que somos nosotros mismos, contemplando la escena desde el mismo lugar y también, con toda seguridad, en silencio.

La recepción de un mensaje interrumpe la música. La señora deja de tañer para tomar la carta. No sabemos qué duración tendrá la interrupción (sospechamos que depende del contenido de la misiva). Conjeturamos que el mensaje lo envía un amante de la mujer, que tal vez está casada o comprometida. Algunos críticos interpretan la marina que está en el fondo de la sala, representando un barco que surca el mar, como un símbolo de la partida del amante. Tenemos entonces a una mujer que recibe una carta del hombre al que ama, que se encuentra lejos, muy lejos tal vez. Ella es presa de la melancolía que le produce la ausencia e intenta dar salida a su pena tocando y cantando melodías que recuerdan esa ausencia.[1] El contenido de la carta es un misterio para nosotros, pudiera ser una despedida, tal vez el anuncio de un reencuentro. Solo podemos atenernos al pequeño fragmento que revela el cuadro y, precisamente por su condición de “instantánea”, su revelar es un no-revelar. De forma análoga a lo que nos ocurre con un mosaico del que sólo poseemos una pieza, la historia en la que se proyecta el instante que estamos mirando queda fuera de nuestra experiencia, fuera de nuestra mirada.

La elección del punto de vista puede proporcionarnos alguna clave para despejar la incógnita de si estamos o no ante una intriga amorosa. Sabemos que la escena es contemplada desde una habitación en penumbra, imaginemos la situación de ese tercer personaje del cuadro (que, recuérdese, también somos nosotros) que mira sin ser visto (el voyeur, soberano del universo de las celosías), sin ser notado. Digamos que se trata de alguien cercano a la dama (su marido, pongamos), que ha sorprendido la acción y decidido no intervenir y ver qué pasa. Digamos que nosotros conocemos la historia como si disfrutásemos del punto de vista de un narrador omnisciente; a diferencia del encubierto, conocemos lo acontecido antes y después. Hemos abierto una clave de lectura (la celosía), pero él carece de los datos que nosotros hemos puesto en juego, tan sólo puede mirar sin comprender. Un célebre crítico[2] ha estimado oportuno resaltar que la pintura de nuestro autor coloca al mirón en una situación de perplejidad y extrañamiento: «La mirada es el “instrumento” del que nos servimos para entrar en el espacio privado de las mujeres. Al hacerlo somos verdaderos mirones, mirones, sin embargo, fracasados, pues no logramos penetrar su intimidad. Las pinturas con cartas de Vermeer “ponen al mirón en su sitio”». No alcanzar a conocer el significado de la acción (pero, ¿acaso hay acción?), este es el destino de todo posible espectador del cuadro/escena.

Continuemos con la hipótesis. Concedamos que el marido de la dama ha sorprendido la entrega de la carta, por puro azar, y ha decidido quedarse a mirar furtivamente. Nunca antes ha sido testigo de un movimiento sospechoso de su mujer, es más, nunca ha concebido siquiera que un acto suyo pudiera tener un sentido oculto. Pero lo que acaba de ver es revelador; esta acción ambigua acaba de poner en marcha su facultad de sospecha. Ya no recela sólo de lo que acaba de ver, sino de lo que vio en el pasado y de lo que verá en el futuro. En ese instante, pequeños signos y detalles pretéritos que no tuvieron relevancia alguna, obtienen una interpretación suspicaz. Desde este momento el marido se transforma en un sufrido cazador de signos; el hombre comenzará a hilvanar una historia, un significado posible a la escena de acaba de contemplar sir ser contemplado.

Sea pertinente o no la presente interpretación de la escena, ¿difiere la situación del sujeto que mira en el interior del cuadro de la nuestra como meros contempladores exteriores? ¿Difiere de la del propio artista que lo compuso? En las artes el punto de vista de la composición y de la recepción coinciden. En nuestro caso, el pintor no es más que el primer espectador de la escena; su punto de vista es idéntico al nuestro, su ojo es el mismo que el nuestro. Tal vez sea esto mismo lo que Vermeer quiera representar: la incapacidad de conocer con certeza lo que está ocurriendo mientras está ocurriendo, cuando no se goza de una perspectiva total, omnisciente; y la consecuente necesidad de construir una historia hipotética que dé razón de lo que acontece. El sujeto se siente coaccionado a buscar un sentido a lo que escapa a sus sentidos y a su campo de visión. Y esta situación no es excepcional en nuestra vida cotidiana, al contrario, constituye la regla[3].




[1] En otro cuadro de Vermeer, titulado La lección de música y que representa a una muchacha de espaldas tocando el virginal junto a un caballero que marca el tiempo con un bastón, se puede leer sobre la tapa del instrumento la siguiente inscripción: “La música, compañera para el placer, medicina para el dolor”.

[2] V. Bozal, Johannes Vermeer de Delft.

[3] «Vermeer supone un observador fugaz, temporal y, así, si se quiere, más real, pues en el mundo empírico somos nosotros esos observadores. Fugaz no porque esté en movimiento, sino porque la fugacidad, la temporalidad, forma parte sustancial de la mirada: no hay mirada sin tiempo ni fuera del tiempo, no hay experiencia visual al margen de la temporalidad»(Ídem, p. 235).