jueves, 28 de junio de 2012

Sobre cantes y peregrinajes

Canto del Oeste coreano, Yi Chongjun, Trotta, Madrid, 2004


Este es un libro sobre cante, sobre fondas, aguardiente, sobre caminos recorridos a pie; sobre una búsqueda, en definitiva, la mayoría de las veces feliz. Es un libro que recopila algunos relatos publicados originalmente en los años 70 y 80 del siglo pasado. Parece que la narrativa coreana de la posguerra civil acogió una profunda preocupación por la desaparición de un mundo, el rural, que inevitablemente acarrearía la desaparición de algo cuyo profundo valor irradiaba precisamente del sentimiento de profundidad experimentado al acercarse a ello: el cante tradicional, aun conservado entonces en la más precaria de las condiciones en algunos escogidos y escondidos rincones de la península coreana. Sabiendo que muy pronto de ello no quedaría más que el relato o la crónica, narradores como Yi Chongjun hicieron de esa búsqueda su lucha literaria. No por un afan absurdo de conservar unas raíces nacionales que un arte esencialmente marginal era incapaz de satisfacer sin cuestionar, sino por un afan de conservar lo que se pudiera de esa profundidad recién aludida. 


Los seis relatos de este pequeño volumen vienen a contar todos la misma historia con pequeñas variaciones: como si de la misma canción se tratara seis veces repetida y a la vez seis veces profundamente distinta (uno de los muchos milagros qué sólo la canción puede operar). Recorriendo preferentemente a pie los caminos del suroeste coreano, un viajero busca en las fondas ocultas y olvidadas intérpretes del cante tradicional que sólo él parece conocer o, más bien, recordar. La canción es habitualmente interpretada por una mujer, mientras un hombre la acompaña al tambor. Casi siempre humildes tenderas en olvidadas ventas de camino. La interpretación, como suele ocurrir con el cante jondo de todas las tierras, va acompañada de una lenta pero continuada ingesta de alcohol (en este caso vino de arroz), que ayuda al intérprete a alcanazar el tono y el temple que el cante demandan. Los temas de los cantos van, de viejos romances históricos, a lamentos de destierro; de  tragedias de amor a quejas contra la autoridad opresora.

"Tengo más de cuarenta años y, como ya te dije, así, como un vagamundo, he recorrido el sur en busca de canciones. En cuanto he oido las tuyas esta noche, me he convencido de que mi peregrinaje no ha sido en vano."







A way of life, D. E. Pohren, The bold strummer, Westport, 1999


Uno se pregunta por qué un arte tan fecundo como el cante jondo andaluz no ha dado como uno de sus frutos primeros una marea narrativa equiparable a la producida por el folk y el blues norteamericanos o, en oriente, el pequeño ejemplo comentado arriba. Hubo un momento en que escritores, narradores y poetas se quisieron ensuciar las manos en la tarea necesaria de documentar aquel cante herido de muerte y a punto de su extinción definitiva, que a finales de los años 70 tan sólo practicaban unos pocos viejos. Se grabaron cantes, se filmaron y fotografiaron escenas de juerga, se escribieron ensayos, incluso una cantidad no despreciable de poetas se ocupó en poetizar con desiguales resultados acerca del cante. Pero no existió ni existe, una narrativa del cante. Lo más cercano a esto que tenemos son las biografías o libros de memorias de algunos de aquellos grandes artistas (a menudo no más que una acumulación de anécdotas vitales) y los libros que han escrito algunos protagonistas más o menos ilustrados de aquellos últimos coletazos del flamenco cabal. A way of life es un ejemplo de estos últimos. Pohren es autor de una célebre trilogía acerca del cante jondo que cierra este último título. Hay poca intención de hacer teoria aquí, estamos ante el rendimiento de cuentas de los últimos años del cante jondo de Morón, un lugar peculiar por haber dado un estilo de guitarra único y uno de los grandes artistas de la historia del toque: Diego del Gastor. Pohren conpró una finca en Morón a mediados de los 60 y hasta el año 73 organizó juergas (la "juerga" es la reunión de artistas en la que el cante eclosiona) para una clientela más o menos acomodada de extranjeros, que permitió a los artistas de Morón y alrededores prolongar unos años una forma de vida condenada. Además, caso de Diego del Gastor,  de convertirse en profesores de una inesperada caterva de estudiantes extranjeros. 


El libro pretende narrar esa forma de vida que hizo posible el cante jondo y que murió con él, pero se queda en una relación, a veces innecesariamente detallada, de las actividades de la finca durante sus años de funcionamiento: restauración del edificio, problemas financieros, dificultades de abastecimiento, tipo de clientela, problemas entre clientes y artistas, amores entre clientes y artistas, breve biografía de los artistas más destacados y su inevitable desaparición, con la consabida decadencia y abandono del proyecto. Sin duda, las mejores páginas las constituye el emocionado y sincero retrato de Diego del gastor, de quien el autor fue amigo íntimo además de alumno.

Otro punto de interés del libro es que es un texto escrito para extranjeros por un extranjero y aunque existe una edición española, merece la pena el ejercicio de leerlo en el original. Hay una especie de retrato tópico del gitano andaluz que difícilmente será legible es las crónicas hechas desde dentro: machismo, el gusto por la burla violenta de débil, el fraude y el engaño en cuestiones pecuniarias, etc. Pero también existe un intento sincero por traducir a una lengua extranjera y hegemónica esa forma de vida que se expresó en una lengua menor, dialectal y tan a menudo denostada.

viernes, 22 de junio de 2012

Ascetismo, filosofía y casas de huéspedes


Hay un par de cosas que Ramón Pérez de Ayala comprendió muy bien acerca del espíritu filosófico: el carácter ascético y el trabajo del concepto. Sobre éste ultimo hablaremos más adelante, de momento nos centraremos en el primero.

En una casa de huéspedes madrileña encuentra el narrador de Bellarmino y Apolonio al hombre que le referirá la sorprendente historia de Belarmino, zapatero de profesión que, nadie sabe cómo, recibe un día la vocación filosófica, volcando desde entonces en la meditación cada gota de su espíritu. Antes, en la misma pensión, se produce otro encuentro también del narrador con un personaje que le introduce en la filosofía de las casas de huéspedes, estableciendo la relación esencial, que ya sintieran Spinoza y Nietzsche, entre la dedicación filosófica y su necesario ascetismo y un cierto nomadismo. Este agraciado encuentro se produce en el prólogo a la novela de Ayala, que se titula precisamente, “El filósofo de las casas de huéspedes.” (Recuerdo ahora que hay otra filosofía de las casas de huéspedes en las primeras páginas de El lobo estepario, de Herman Hesse).

Tal vez no haya mejor manera de estar solo que viajar. Nietzsche hace recuento en Ecce homo de los lugares donde compuso el Zarathustra: Niza, Sils-María, Eza, Roma … En su biografía de Spinoza, Lucas narra cómo el filósofo se va alejando de la ciudad, de suburbio en suburbio, de aldea en aldea: Rinjsburg, Voorburg; buscando la soledad que la meditación y la escritura demandan … para regresar al final a La Haya y reencontrarse con los amigos queridos.

El socrático Don Amaranto de Fraile, que por profesión de fe ha vivido toda su vida en pensiones y que ha recorrido las casas de huéspedes de media Europa afirma que se trata del lugar dónde los modernos pretendientes a la sabiduría buscan lo que los clásicos buscaban en la Academia, el Liceo o la Estoa: “Ahora, que para morar de por vida en casas de huéspedes, como para profesar en una orden religiosa, necesítase asimismo una cualidad rara, aunque no tan rara entre españoles: vocación ascética.”

viernes, 15 de junio de 2012

El concepto de literatura en el último Deleuze


Los cuatro principios enunciados en Crítica y clínica:

Estas cuatro tesis son para Deleuze “criterios” que debe cumplir un verdadero escritor: “Si consideramos estos criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.”

Primer criterio: “escribir es devenir” Escribiendo, dice Deleuze, se deviene, no cualquier cosa, sino que se deviene, mujer, animal o vegetal, molécula. Es decir, entidades menores u oprimidas. No se deviene hombre porque esa es precisamente la posición de poder, en el devenir hombre se reconoce la hegemonía del significante. La idea de devenir se opone a toda mímesis.

Segundo criterio: “Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios”. Hay una mala literatura que transforma en personal todo lo indefinido, que encuentra un yo detrás de cada pronombre indefinido: “Pegan a un niño” se transforma en “mi padre me pega”. Se trata de la típica triangulación edípica del psicoanálisis. Sin embargo, la gran literatura se basa en la potencia de lo impersonal, lo indefinido. Opera de forma inversa, de lo personal a lo indefinido.

Tercer criterio: Escritura, literatura, es salud; y esa salud consiste en inventar un pueblo que falta. “No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias.” La traición, sin embargo, es lo que hace libre en literatura. Un pueblo impotente se convierte en potente gracias a la traición. Se trata, por supuesto, de traicionar la propia novela familiar. Se toman los elementos familiares y se los utiliza en la construcción de ese pueblo menor y bastardo destinado a destruir el triángulo edípico.

Cuarto criterio: Esta tesis está recogida directamente de Proust: “toda gran obra literaria está escrita en una lengua extranjera”. Parece poco probable que la creación de ese pueblo que falta pueda hacerse en la lengua del enemigo. Escribir por el pueblo que falta exige acuñar una nueva lengua, distinta de la materna aunque construida sobre ella. Así como se traiciona la novela familiar es necesario hacerlo también con lo maternal de la lengua; abrazar en ella una lengua extranjera. Una sintaxis misteriosa grabará en la superficie de la lengua materna una lengua nueva que no por entendida dejará de ser completamente extranjera. 

miércoles, 13 de junio de 2012

Un par de pistas nietzscheanas sobre el carácter de la tragedia griega


Los dioses trazan el destino de los hombres. Este axioma de la cultura griega puede ser formulado de una manera menos chocante para nuestra sensibilidad moderna: lo que los griegos llamaban destino, nosotros lo llamamos azar. Al contrario de lo que ocurre con los dioses, el sufrimiento es connatural a la vida del hombre. Este segundo axioma que parece independiente del primero, está sin embargo relacionado con él, es más, es un corolario o una consecuencia del anterior y hay un elemento que los une en esta relación de consecuencia: el tiempo. El combate entre el destino y el azar brilla especialmente en Edipo Rey, la obra maestra de Sófocles, en donde leemos: “Te descubrió, pese a tu oposición, el tiempo que todo lo comprueba.(251)”  Edipo es un hombre piadoso, pero que ha cometido impiedad sin saberlo. Todo en Edipo tiene que ver con el azar, que otros llamarán destino:

¿Quién que conviva más que tú con desastres salvajes,
quién que conviva más que tú entre penalidades,
por un revés de fortuna? 251

El tiempo transforma el azar en destino y el destino se cumple en el tiempo a veces en la forma del azar. La principal causa del sufrimiento humano es precisamente el estar, al contrario que los dioses, sometidos al tiempo; la caducidad, lo efímero de la vida, la decadencia del cuerpo y los sentidos y la inevitable muerte, temas ya presentes con fuerza en la lírica arcaica. Arquíloco nos recuerda: “Todo al hombre, Pericles, se lo dan el azar y el destino.” La existencia oscila entre la fortuna y la desgracia, sin que la voluntad humana tenga mucho que decir. Por ello es recomendable, ya sea en la fortuna o en el fracaso conservar el temple:

Corazón, corazón, de irremediables penas agitado,
Alzate! Rechaza a los enemigos oponiéndoles
el pecho, y en las emboscadas traidoras sostente
con firmeza. Y ni, al vencer, demasiado te ufanes,
ni, vencido, te desplomes a sollozar en casa.
En las alegrías alégrate y en los pesares gime
sin excesos. Advierte el vaivén del destino humano.1

Al contrario de lo que un acercamiento apresurado a la tragedia griega podría sugerir, la experiencia trágica que las obras reflejan no es excepcional o extraordinaria, por muy excepcional o extraordinaria que sea la historia o la trama, sino que plantea los términos de la vida humana tal cual es. En este sentido las tesis de Nietzsche, si bien escandalosas desde el punto de vista de la filología ortodoxa, contienen una valiosa enseñanza acerca del carácter esencial de la tragedia. La cuestión no es si la tragedia pone en escena el dolor humano, o los momentos cruciales de una vida, sino porqué en un momento dado de su historia un pueblo comienza a escenificar esas pasiones como recreación, en el curso de una fiesta popular con un componente ritual y religioso, como manifestación de una comunidad, como celebración lunar de la pasión, en un regreso cíclico, en el que el público otorga premios y cubre de gloria a los autores. La celebración de los certámenes trágicos durante las Grandes Dionisias que tenían lugar en la época del año que coincide más o menos con lo que nosotros llamamos Semana Santa, nos recuerda a los espectáculos colectivos de nuestra “semana de pasión”. Para Nietzsche, la tragedia no está para imitar una realidad humana sufriente, ni siquiera con un interés pedagógico, si no que, en tanto arte, busca transfigurar esa realidad: “Pues el hecho de que en la vida los acontecimientos se desarrollen de una manera tan trágica es lo que menos explicaría la génesis de una forma artística; ya que el arte no es solo una imitación de la realidad natural, sino precisamente un suplemento metafísico de la misma, colocado junto a ella para superarla. En la medida en que pertenece al arte, el mito trágico participa también plenamente de ese propósito metafísico de transfiguración, propio del arte en cuanto tal: qué es lo que el mito trágico transfigura, sin embargo, cuando presenta el mundo apariencial bajo la imagen del héroe que sufre? Lo que menos, la “realidad” de ese mundo apariencial, pues no dice precisamente: “Mirad! Mirad bien! Esta es vuestra vida! Esta es la aguja del reloj de vuestra existencia!” (Nietzsche: p. 186.)

Se llamó tiempo axial2 a la época en la que aparece la especulación racional sobre determinados temas desde Grecia a China, pasando por Judea, Persia y la India, hacia el siglo VI antes de Cristo. Algunos de esos temas fundamentales son los conceptos de “justicia”, “ley” y “necesidad”. La tragedia griega es también hija de esa época, al menos en sus formas más arcaicas. Podemos decir que Nietzsche tomó su concepto de “vida” de la tragedia griega, lo cual muestra la importancia fundamental que sus tempranos estudios trágicos tuvieron para su filosofía. Pero también es cierto que el concepto nietzscheano de “vida” tiene un componente budista inequívoco que al alemán le llega a través del tamiz schopenahueriano (no pocas veces aquél afirma que la patria primera de Dionisio se encuentra en oriente). En particular, la historia inicial de Buda que narra cómo éste descubre el dolor, la enfermedad, la muerte y el crimen como componentes esenciales de la vida, la reencontrará Nietzsche en la tragedia griega3, sobre todo en Esquilo quien, además, le proporcionará el componente que falta para completar y redondear este concepto de vida: la música. Gracias a ello, el pensamiento trágico, al contrario que el nihilismo budista que optará por mantener las funciones vitales al mínimo, podrá manifestar su gran sí a la vida incluidas todas las calamidades que los seres finitos están condenados a experimentar, al contrario que los dioses; la vida que ha de ser celebrada en la música, en el cante y el baile, es la mera intensidad de estar vivo a la que corresponde ese gran sí. Bajo su punto de vista, este era el porqué de la existencia de la tragedia y el porqué de su celebración común bajo la advocación de Dionisio: “De igual manera, creo yo, el griego civilizado se sentía a sí mismo en suspenso en presencia del coro satírico: y el efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca es que el Estado y la sociedad y, en general, los abismos que separan a un hombre de otro dejan paso a un prepotente sentimiento de unidad, que retrotrae todas las cosas al corazón de la naturaleza. El consuelo metafísico – que, como yo insinúo ya aquí, deja en nosotros la verdadera tragedia – de que en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera, ese consuelo aparece con corpórea evidencia como coro de sátiros, como coro de seres naturales que, por así decirlo, viven inextinguiblemente por detrás de toda una civilización y que, a pesar de todo el cambio de las generaciones y de la historia de los pueblos, permanecen eternamente los mismos.” (Nietzsche: p. 77). Lo trágico se enmarca en ese contraste entre dioses y hombres. Sufrir como un hombre, y sin embargo amar la vida como un dios. La vida tal cual es, con sus azares y desastres, sin cosméticos que disimulen sus fealdades o narcóticos que mitiguen sus dolores; la vida en su tremendismo es el tema de la tragedia griega. Sólo expuesta en su máxima crudeza puede la conciencia decir sí a la vida con todas sus consecuencias. El caos y lo absurdo y doloroso de la existencia es lo que nos recuerda Dionisio. Nos pone frente a todas las singularidades de la naturaleza de las que parten ese horror y ese dolor. Luego Apolo recubre todas esas grietas con una apariencia de regularidad en la que el hombre acaba ingenuamente por confiar hasta que la catástrofe de la singularidad revela su rostro de nuevo. Eurípides pone en boca de Casandra en Las troyanas unos versos que reivindican ese ánimo complaciente en medio del desastre:

Es mejor silenciar las ignominias.
Ojalá mi musa no recuerde jamás
en sus canciones los desastres! (384-385)

Es precisamente la filiación dionisíaca, por lo que el culto a Dionisio significa, lo que da para Nietzsche a la tragedia su carácter esencial, estableciendo con sus principios una relación profunda que se mantiene hasta el final para el género trágico, como nos muestra Eurípides con Las bacantes, su última gran creación: “En esta polaridad de paz y tumulto, de sonriente encanto y destrucción demoniaca, Eurípides vio el culto dionisíaco como espejo de la naturaleza y aun posiblemente como espejo de la vida” (Lesky: 428).

1Arquíloco en Antología de la poesía lírica girega, Edición de Carlos García Gual, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 27
2Concepto introducido por Karl Jaspers en su obra Origen y meta de la historia, cuya edición original apareció en 1949.
3 “Debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a penetrar con la mirada en los horrores de la existencia individual” (Nietzsche: 138).