miércoles, 28 de noviembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 5


Queda completada la definición de la estructura de la excepción soberana: “La violencia soberana no se funda, en verdad, sobre un pacto, sino sobre la inclusión exclusiva de la nuda vida en el Estado. Y, como el referente primero o inmediato del poder soberano es, en este sentido, esa vida a la que puede darse muerte pero que es insacrificable, vida que tiene su paradigma en el homo sacer, así, en la persona del soberano, el licántropo, el hombre lobo para el hombre, habita establemente en la ciudad.” (Agamben: 1998, pp.138-139). Pero queda todavía una cuestión importante por aclarar, ¿de que clase de vida estamos hablando?, ¿en qué consiste esa nuda vida vinculada al poder soberano?: “ [...] pero esta vida no es simplemente la vida natural reproductiva, la zoe de los griegos, ni el bíos, una de forma de vida cualificada; es más bien la nuda vida del homo sacer y del wargus, zona de indistinción y de tránsito permanente entre el hombre y la bestia, la naturaleza y la cultura” (íbid. p. 141). Lo que se entiende por nuda vida no coincide exactamente con la zoe. Es por esto que no se debía entender al poder soberano como una versión ampliada de la autoridad del pater familias. La nuda vida de Agamben es la vida atrapada en el marco de la excepción soberana, mientras que la noción con la que trabaja Foucault es la simple vida natural administrada por el poder soberano tras la emergencia de la biopolítica. El italiano puede afirmar que esta última es tan antigua como la excepción soberana, sólo a condición de que admitamos que no habla de los mismos conceptos (soberanía, vida) de los que habla el francés. La diferencia fundamental estriba en que para aquél, y a pesar de que usa abundantemente el término, la idea básica es excepción y no biopolítica. (Más adelante, sin embargo, tendremos la ocasión de exponer cómo en el trabajo de Foucault, la tecnología disciplinaria puede ser entendida como un mecanismo de excepcionalidad, algo que parece haber pasado desapercibido para Agamben).

En el seno del modelo de la excepción los fundamentos teóricos de la teoría política clásica sufren un vuelco sin precedentes. Al entender a la comunidad política como una mezcla de norma y excepción, la teoría del contrato social salta en mil pedazos: “Es preciso despedirse sin reservas de todas las representaciones del acto político originario que consideran a éste como un contrato o una convención que sella de manera precisa y definitiva el paso de la naturaleza al Estado. En lugar de ello, lo que hay aquí es una zona de indeterminación mucho más compleja entre nómos y physis, en que el vínculo estatal, al revestir la forma de bando, es ya siempre, por eso mismo, no estatalidad y seudo naturaleza, y la naturaleza se presenta siempre como nómos y estado de excepción.” (íbid. p. 141). Dicho esto, el bando se transforma en el mecanismo político esencial; la capacidad de dictarlo y de incluir a la vida en él, en ello consiste la praxis soberana: “El bando es propiamente la fuerza, a la vez atractiva y repulsiva, que liga los dos polos de la excepción soberana: la nuda vida y el poder, el homo sacer y el soberano. Y sólo por esta razón puede significar tanto la enseña de la soberanía [...] como la expulsión de la comunidad.” (íbid. p. 143). Y, por último, como clave no sólo metodológica o estratégica, sino también pedagógica: “Es esta estructura de bando la que tenemos que aprender a reconocer en las relaciones políticas y en los espacios públicos en los que todavía vivimos.” (íbíd.). Es bajo esta óptica que veremos disolverse ante nosotros las falsas dicotomías y diferencias de nuestras categorías políticas (derecha/izquierda, totalitarismo/democracia) mientras se abre la posibilidad de, mediante la nueva herramienta, reconstruir dichas diferencias en un marco más apropiado para la autonomía política (hay quien lo llama “regeneración democrática”, aunque las medidas propuestas sean insuficientes, por quedarse en una mera cuestión de procedimiento y norma, sin atender al “hecho”, es decir, el Afuera del derecho): “Las distinciones políticas tradicionales (como las de derecha e izquierda, liberalismo y totalitarismo, privado y público) pierden su claridad y su inteligibilidad y entran en una zona de indeterminación una vez que su referente fundamental ha pasado a ser la nuda vida.” (íbid. p.155).

“[Foucault] no transfirió su instrumental de trabajo, como habría sido legítimo esperar, a lo que puede aparecer como el lugar por excelencia de la biopolítica moderna: la política de los grandes estados totalitarios del siglo veinte. La investigación, que había iniciado con la reconstrucción del grand enfermement en los hospitales y en las prisiones, no concluye con un análisis de los campos de concentración.” (Íbid. p. 152). El campo de concentración es el espacio por excelencia de la excepción, constituye un paradigma de todo lo que Agamben ha venido describiendo como la estructura de la excepción soberana, el “nomos biopolítico de lo moderno”; es por ello que todo análisis radical del hecho político debería dedicar al menos un capítulo a su estudio. El campo es aquel lugar experimental donde es posible observar las relaciones políticas en su desnudez esencial, relaciones que en los sistemas democráticos quedan recubiertas por capas y capas de elementos enmascaradores, fundamentalmente todo el paquete de normas jurídicas que rigen el funcionamiento de las instituciones y las legitiman como instrumentos igualitarios. No se trata, pues, de que haya una diferencia sustancial entre democracia y totalitarismo, sino que la comunidad política (concepto fundamental), puede mostrar con mayor o menor nitidez sus dispositivos reales de funcionamiento. El campo de concentración constituye el grado extremo de la transparencia política, mientras el modelo democrático guarda en su interior la mezcla entre norma y excepción. Pero aunque Foucault no estudiase directamente los campos, sí que analizó otras instituciones que reflejaban el hecho básico que constituye lo esencial político: el espacio de la excepción y su lógica. Al describir la tecnología disciplinaria y desarrollar la lógica del panoptismo en Vigilar y castigar, quedan explicitados de forma incuestionable esos espacios de excepcionalidad que quedan atrapados en el seno del estado democrático, constituyendo burbujas de suspensión de la norma jurídica. De forma que, es cierto que Foucault no decidió estudiar los campos de concentración, pero supo ver en nuestras democracias la desnudez política que aquellos exhiben. En el análisis de las tecnologías disciplinarias es fácil apreciar la importancia que alcanza un cierto concepto implícito de “excepción” en el planteamiento foucaultiano. La diferencia entre el campo y la fábrica o la cárcel es de grado; el francés optó por analizar el sentido político de las disciplinas en una perspectiva histórica centrándose en los dos últimos, pero ello no obsta para que la lógica interna de la excepción quedase explicitada. De la lectura de Vigilar y castigar se extrae a las claras la conclusión de que lo político es una mezcla de norma y excepción cuya esencia se encuentra en la excepción. Justo la clave de bóveda, a mi juicio, del libro de Agamben.

Las disciplinas, como arte de control y ortopedia social, tienen su inspiración en el arte militar, en la instrucción cuartelaria. Se trata de unos “[...] métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad- utilidad [...]” (Vigilar y castigar, p. 141). En primer lugar, ya estamos viendo que las tecnologías disciplinarias se inspiran directamente en el arte militar; y es la guerra, precisamente, el estado de excepción por excelencia (la “ley marcial” es la ley que prevalece cuando toda garantía institucional ha quedado rota; la “ley de la selva”, la “ley del fuera de la ley”).

Hay un significado económico y un significado político indisolublemente vinculados en las tecnologías disciplinarias: “La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia).[...] Si la explotación económica separa la fuerza y el producto del trabajo, digamos que la coerción disciplinaria establece en el cuerpo el vínculo de coacción entre una aptitud aumentada y una dominación acrecentada.” (Íbid, p. 142). Las técnicas de optimización del cuerpo pasaron del ámbito militar al fabril, al pedagógico y al penal con el ascenso del capitalismo. En un sentido metafórico podríamos decir que se pasa así de la economía de guerra a la economía civil o política. Con la transferencia de las técnicas de maximización del beneficio corporal desde el oficio de la guerra a la sociedad civil, también quedan transferidas las formas de obediencia indisolublemente vinculadas a dichas técnicas. La política administrativa del arte militar dará forma a la sociedad política a partir del siglo XVIII. Es en este contexto donde Foucault ensaya la inversión de la célebre frase de Clausewitz: “Es posible que la guerra como estrategia sea la continuación de la política. Pero no hay que olvidar que la “política” ha sido concebida como la continuación, sino exacta y directamente de la guerra, al menos del modelo militar como medio fundamental para prevenir la alteración civil. La política, como técnica de la paz y del orden internos, ha tratado de utilizar el dispositivo del ejército perfecto, de la masa disciplinada, de la tropa dócil y útil, del regimiento en el campo y en los campos, en la maniobra y en el ejercicio. En los grandes estados del siglo XVIII, el ejército garantiza la paz civil sin duda porque es una fuerza real, un acero siempre amenazador; pero también porque es una técnica y un saber que pueden proyectar su esquema sobre el cuerpo social. Si hay una serie política- guerra que pasa por la estrategia, hay una serie ejército-política que pasa por la táctica. Es la estrategia la que permite comprender la guerra como una manera de conducir la política entre los estados; es la táctica la que permite comprender el ejercicio como un principio para mantener la ausencia de guerra en la sociedad civil.” (Íbidem, p.p. 172-173). La doble faz de la época se manifiesta en la emergencia simultánea de los principios teóricos del Estado democrático, por un lado, y de las técnicas disciplinarias, por otro: “Los historiadores de las ideas atribuyen fácilmente a los filósofos y los juristas del siglo XVIII el sueño de una sociedad perfecta; pero ha habido también un sueño militar de la sociedad; su referencia fundamental se hallaba no en el estado de naturaleza, sino en los engranajes cuidadosamente subordinados de una máquina, no en el contrato primitivo, sino en las coerciones permanentes, no en los derechos fundamentales, sino en la educación y formación indefinidamente progresivos, no en la voluntad general, sino en la docilidad automática.” (Íbidem). Tales técnicas constituyen mecanismos de suspensión de la norma emergente y están inspiradas en la guerra (estado de excepción por excelencia): “Mientras los juristas o los filósofos buscaban en el pacto un modelo primitivo para la construcción o reconstrucción del cuerpo social, los militares, y con ellos los técnicos de la disciplina, elaboraban los procedimientos para la coerción individual y colectiva de los cuerpos.”(Íbidem, p. 174). No estamos tan lejos, pues, de la posición de Agamben que considera la estructura de la excepción como un principio interno de la comunidad política surgida del contrato fundacional. La tecnología disciplinaria realiza esa posibilidad: son técnicas de suspensión de la norma, una necesidad del proceso capitalista. No surgen en el interior del Estado (se verá a continuación) pero será el estado burgués el que los asuma como mecanismo de defensa. ¿Para defenderse de quién? De los que niegan la organización capitalista de la comunidad política .(En este punto es de justicia recordar a Marx, que ya estudió el modelo disciplinario en el marco fabril, bien es cierto que sin explicitar su lógica, sin extenderlo a otros ámbitos y sin desarrollar su genealogía, como hace Foucault; y esbozó las condiciones histórico-políticas de su emergencia en el capítulo de El capital dedicado a la acumulación originaria. Estamos convencidos de que, en parte, Vigilar y castigar es una re-escritura de El Capital).

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 5

lunes, 19 de noviembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 4

La noción de Homo sacer, una oscura figura del derecho romano que Agamben retoma de Festo, permitirá cerrar y redondear su concepto de soberanía: «Hombre sagrado es, empero, aquél a quién el pueblo ha juzgado por un delito, no es lícito sacrificarle, pero quien le mate, no será condenado por homicidio. En efecto, en la primera ley tribunicia se advierte que “si alguien mata a aquél que es sagrado por plebiscito, no será considerado homicida”. De aquí viene que se suela llamar sagrado a un hombre malo e impuro.» (Agamben: 1998, p. 94, n. 1). Las aparentes contradicciones que encierra la definición han dado lugar a múltiples polémicas a lo largo de más de un siglo sobre el tema de la ambivalencia de lo sagrado, en las que participaron algunas de las cabezas visibles de la teoría social como Freud, Durkheim, Kerenyi, Mauss, Benveniste, etc. Se trata de una discusión que excede el interés inmediato de este trabajo. Nos limitaremos a ofrecer la solución que propone Agamben para el enigma; solución que contribuye a dar a luz su concepto de soberanía: «Soberana es la esfera en que se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio; y sagrada, es decir, expuesta a que se le dé muerte, pero insacrificable, es la vida que ha quedado prendida en esa esfera.» (p. 109). Homo sacer es entonces la figura que encarna la nuda vida, el otro polo de la relación con el poder soberano que conforma la estructura de la excepción. «[...] Soberano es aquél con respecto al cual todos los hombres son potencialmente hominis sacri; y homo sacer es aquél con respecto al cual todos los hombres actúan como soberanos.» (p. 110). Pudiera parecer que Agamben insiste aquí en considerar el derecho de muerte como lo propio del poder soberano (situándose con respecto al asunto en una posición cercana a Foucault), como sí la figura del homo sacer fuera ligada inexorablemente a su condición de ser reo de muerte. Queremos insistir, sin embargo, en que si bien el origen histórico de la figura hace referencia a la posibilidad de matar, su fuerza operativa actual, y así creemos entender que se desprende de los análisis de Agamben, consiste en mostrar al poder soberano, cuyo contenido es la estructura de la excepción, como un poder múltiple, multifuncional, fragmentado, polimorfo. Abriéndose así la posibilidad de cuestionar la política contemporánea desde una perspectiva radical pero con una sólida fundamentación teórica. Así pues, la facultad de muerte iría adosada a la noción de homo sacer y a la estructura de la “sacratio” como una adherencia histórica, por tratarse de una figura que remite al ejercicio del poder soberano en sociedades arcaicas o, en terminología foucaultiana, inmersas en el dispositivo de alianza. Se trataría de una “versión epocal” del poder soberano (diríamos que soberanía es la forma de operar en el espacio de la excepción). Al contrario de lo que ocurre con Foucault, y esto ya se ha dicho más arriba, la estructura de la excepción implica una descripción sincrónica de lo que es soberanía, entendiendo a la estructura como la parte sustantiva y al poder soberano, o su figura, como la forma histórica ejecutiva de encarnarla. Mientras que para el francés las discontinuidades históricas (primero la muerte, después la vida), por producirse a un nivel profundo terminan en mutaciones del concepto, en el italiano esos cambios se sitúan en el ámbito de las conductas puesto que la estructura de la excepción ofrece margen para distintas formas de actuación. Así, mientras que el homo sacer es entendible casi exclusivamente como el sujeto del verbo 'morir' y en el caso del soberano ocurre lo propio con el verbo 'matar', las otras figuras de la excepción que presenta Agamben al final de su libro, como el biólogo Wilson, no son encajables en los términos del marco de la sacratio, sin que sufra por ello en lo esencial el hecho de que lo propio de la nuda vida (trátese del homo sacer como encarnación de todas las demás o de cualquier otra), es su condición de estar expuesta, "a disposición de...". Pensamos que existen elementos suficientes para interpretar la estructura de la soberanía-excepción en sentido plural y no sujeta necesariamente a la idea de muerte.

La distinta interpretación que tenemos de ambos autores sobre la figura jurídica de la vitae necisque potestas, es también una fuente de problemas hermenéuticos que refleja, no sólo diferencias de criterio, sino hasta qué punto algunas consecuencias argumentativas del discurso de los dos pensadores quedaron ocultas incluso para ellos.

Como ya sabemos, Foucault coloca como antecedente genético de la forma del poder soberano, tal y como él la entiende, a la vitae necisque potestas: “Durante mucho tiempo, uno de los privilegios del poder soberano fue el derecho de vida y muerte. Sin duda derivaba formalmente de la vieja patria potestas que daba al padre de familia romano el derecho de “disponer” de la vida de sus hijos como de la de sus esclavos; la había “dado”, podía quitarla.” (Foucault: 1998, p. 163). Agamben, intentando poner orden en la presente genealogía, introduce una serie de matices de gran interés. Nos informa de que “...la primera vez que en la historia del derecho nos encontramos con la expresión “derecho de vida y muerte”, es en la fórmula vitae necisque potestas, que no designa en modo alguno el poder soberano, sino la potestad incondicionada del pater sobre los hijos varones.” (Agamben: 1998, p. 113). Es importante para su argumentación establecer con claridad que esta figura no remite en ningún caso a la autoridad del padre en el ámbito doméstico: “Este poder es absoluto y no es concebido ni como el castigo de una culpa ni como la expresión del poder más general que compete al pater en cuanto cabeza de la domus: surge inmediata y espontáneamente de la relación padre-hijo [...] y no hay que confundirlo, en consecuencia, con el poder de matar que pueden ejercer el marido y el padre sobre la mujer o la hija sorprendidas en adulterio flagrante, y todavía menos con el poder del dominus sobre sus siervos. Mientras que estos dos últimos poderes se refieren a la jurisdicción doméstica del cabeza de familia y quedan así de alguna manera en el ámbito de la domus, la vitae necisque potestas recae sobre todo ciudadano varón libre en el momento de su nacimiento y parece así definir el modelo mismo del poder político en general.”(íbid., p.114). Al establecer la diferencia de naturaleza entre el poder del pater sobre el hijo, por un lado, y sobre las mujeres de la familia y la hacienda, por otro, Agamben procura respetar la dicotomía establecida por Aristóteles, que ya se ha citado más arriba: “...en el mundo clásico, la simple vida natural es excluida del ámbito de la polis en sentido propio y queda confinada en exclusiva, como mera vida reproductiva, en el ámbito de la oikos (Pol.1252ª, 26-35). En el inicio de la Política, Aristóteles pone el máximo cuidado en distinguir entre el oikonómos (el jefe de una empresa) y el despotés (el cabeza de familia), que se ocupan de la reproducción de la vida y de su mantenimiento, y el político, y se burla de los que imaginan que la diferencia es de cantidad y no de especie.” (íbid., p.10). Así concluye que la figura jurídica que instituye la autoridad del padre sobre el hijo varón, es la que se alza como una versión reducida del poder soberano, y no la potestad del cabeza de familia sobre su casa: “Lo que esa fuente nos presenta es, pues, una suerte de mito genealógico del poder soberano: el imperium del magistrado no es más que la vitae necisque potestas del padre ampliada a todos los ciudadanos. No se puede decir de manera más clara que el fundamento primero del poder político es una vida a la que se puede dar muerte absolutamente; que se politiza por medio de su misma posibilidad de que se le dé muerte.” (p.115).

Prodría parecer que el planteamiento agambiano adolece de cierta confusión. Foucault tomaba la patria potestas como un todo, sin establecer parcelación alguna, como hace el italiano, y se limitaba a establecer una relación de derivación con respecto al poder soberano. Ahora bien, ¿qué interés tiene Agamben al alinearse con la posición que desea mantener las distancias entre el poder político y el doméstico? Habiendo quedado claro que el espacio de la oikós es el lugar de la reproducción y mantenimiento de la vida (es decir, de la vertiente zoe de la vida, la que queda implicada en la estructura de la soberanía), el lugar de mujeres y esclavos que, en tanto que criaturas sin existencia política, no son capaces de alcanzar la doble categoría de seres vivientes expuesta ya por Aristóteles (el hombre como animal viviente, y además capaz de una existencia política), ¿no le interesaba más a nuestro autor establecer precisamente la genealogía del poder soberano con respecto a la autoridad doméstica del padre? ¿no debería conducirnos a esa conclusión su planteamiento base de que la nuda vida se encuentra en el centro de la estructura de la soberanía? ¿no es acaso el espacio de la oikós, el ámbito por excelencia de la nuda vida? ¿no debería apuntar a la ruptura con el planteamiento clásico y unir autoridad doméstica y poder político? No sabemos si fue por haber percibido algo de la debilidad del presente esquema, o por otro motivo, pero en el parágrafo siguiente al que estamos comentando Agamben apunta una salida, pero sin llegar a mezclar los términos: “Todo sucede como si los ciudadanos varones tuvieran que pagar su participación en la vida política con una sujeción incondicionada a un poder de muerte, como si la vida sólo pudiera entrar en la ciudad bajo la doble excepción de poder recibir la muerte impunemente y de ser insacrificable. La situación de la patria potestas está, pues, en el límite tanto de la domus como de la ciudad: si la política clásica surge de la separación de estas dos esferas, la bisagra que las articula y el umbral en que se comunican indeterminándose es esa vida expuesta a recibir la muerte pero no sacrificable.” (Agamben: 1998, p.117).

Agamben interpreta la idea de pacto social en el seno de la estructura de la excepción (tesis que desarrolla ampliamente y que se comentará más adelante), ello presupone la necesidad de revisar las teorías contractualistas clásicas; he aquí una de las conclusiones de ese cambio de perspectiva: “Más originario que el vínculo de la norma positiva o del pacto social es el vínculo soberano que, en verdad, no es, empero, otra cosa que una desligadura; y lo que esta desligadura implica y produce –la nuda vida, que habita la tierra de nadie entre la casa y la ciudad- es, desde el punto de vista de la soberanía, el elemento político originario.”(p. 118). ¿Por qué, entonces, una interpretación de la vitae necisque potestas que la desvincula de la idea clásica de la patria potestas, desmintiendo de paso el aserto foucaultiano, y negando la posibilidad de una relación de provenencia entre el poder político y el ámbito doméstico? ¿no es la casa -repetimos- el espacio por excelencia de la nuda vida, “elemento político originario desde el punto de vista de la soberanía”?

Si hemos querido detenernos, ahora brevemente, en esta discusión sobre la vitae necisque potestas, es porque más adelante queremos tratar ampliamente las relaciones entre espacio doméstico y poder soberano (un punto clave en nuestra investigación), que nos conducirá a resultados polémicos con respecto a Foucault y Agamben.

Unas de las consecuencias clave de la estructura de la excepción, es que el sujeto político oscila continuamente entre los dos polos de la soberanía, de soberano a homo sacer; suponemos que la interpretación de la vitae necisque potestas que arma Agamben pretende reflejar mediante una ilustración extraída de la historia del derecho esta condición. El peso del sujeto político tiene como condición su posibilidad de ingresar en la zona de indiferencia entre hecho y derecho.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 3

En Francia, durante la modernidad, se dan dos tipos de crítica de la Monarquía: en el siglo XVIII, la crítica se hace «en nombre de un sistema jurídico puro, riguroso, en el que podrían introducirse sin excesos ni irregularidades todos los mecanismos del poder, contra una Monarquía que a pesar de sus afirmaciones desbordaba el derecho y se colocaba a sí misma por encima de las leyes.» (íbid., p. 107). En este tipo de crítica se pueden incluir los teóricos del contrato como Rousseau y autores precedentes que demostraron un consecuente celo legalista, tales como Bodin o Hobbes. Nuestras democracias constitucionales tendrían su precedente aquí. Estas críticas nunca ponen en cuestión el principio de que el derecho debe ser la forma misma del poder y que el poder debe ejercerse siempre de acuerdo con el derecho.

«En el siglo XIX apareció otro tipo de crítica de las instituciones políticas; crítica mucho más radical puesto que se trataba de demostrar no sólo que el poder real escapaba a las reglas del derecho, sino que el sistema mismo del derecho era una manera de ejercer la violencia, de anexarla en provecho de algunos, y de hacer funcionar, bajo la apariencia de la ley general, las asimetrías e injusticias de una dominación. Pero esta crítica del derecho se formula aún según el postulado de que el poder debe por esencia, e idealmente, ejercerse con arreglo a un derecho fundamental.» (íbid., p. 108). En el siglo XIX, consumada la revolución burguesa, ¿no debería hablarse simplemente de ciudadanos? ¿no se hizo la revolución precisamente para acabar con la estructura clases privilegiadas/no privilegiadas? La época de la democracia burguesa es una época de proliferación de contratos: públicos y privados: la comunidad política se rige por un contrato público, las relaciones entre particulares por contratos privados, los poderes legislativos están casi exclusivamente dedicados a decidir y arbitrar sobre los contratos patrón/proletario. Esta es un relación no pública, sino privada. Sin embargo es la relación política preponderante. El Estado moderno apenas acaba de formarse y la relación política dominante es entre poderes privados (recuérdese la Ley de Gravitación Universal, no sólo el cuerpo grande atrae al pequeño, también al revés). En nuestro modelo feudal, también la relación política dominante (siervo/señor) se basa en un contrato privado, pero en este caso estamos en ausencia de estado, no existe por encima de la jefatura una instancia política suprema (al menos hasta la llegada del absolutismo) que exija el monopolio de lo político como ocurre con el estado moderno.

Los nuevos mecanismos de poder que surgieron ya no se dejan reducir a este modelo jurídico. «Esos mecanismos de poder son los que a partir del siglo XVIII tomaron a su cargo la vida de los hombres, a los hombres como cuerpos vivientes.» (íbid., p. p. 108-109). Los nuevos procedimientos oponen la técnica al derecho, la normalización a la ley, el control al castigo; y se ejercen según formas que rebasan el estado y sus aparatos. «[...] un examen algo cuidadoso muestra que en las sociedades modernas el poder en realidad no ha regido la sexualidad según la ley y la soberanía; supongamos que el análisis histórico haya revelado la presencia de una verdadera “tecnología” del deseo, mucho más compleja y sobre todo mucho más positiva que el efecto de una mera “prohibición”; desde ese momento, este ejemplo [...] ¡acaso no nos constriñe a forjar, a propósito del poder, principios de análisis que no participen del sistema del derecho y la forma de la ley? [...] Se trata de pensar el sexo sin la ley y, a la vez, el poder sin el rey.» (íbid., p.p. 110-111). Dicho esto, la definición foucaultiana del poder queda enmarcada en la perspectiva estratégica expuesta: « [...] el poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos estarían dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.» (íbid., p. 113).

He aquí la posición de Foucault sobre la conveniencia de adoptar un nuevo modelo no-jurídico de análisis de poder. La opinión de Agamben, por el contrario, es que se debe seguir hablando de soberanía; a nuestro entender, sin embargo, si conseguimos desplegar todo el significado y las consecuencias de su descripción de la estructura de la excepción, así como las que se deducen de la definición foucaultiana del poder y de sus ejemplos históricos, llegaremos a entender que ambas posturas no están tan alejadas como pueda parecer. Es más, situándonos en una perspectiva más abarcativa, según la cual el ejercicio del poder no se agote en la esfera estatalista (el análisis estratégico de Foucault se refiere, queramos o no, a actuaciones estatales), fijando la atención en cómo la estructura de la soberanía queda reproducida en grupos de poder incluso muy pequeños, que se generan en situaciones de facto donde la mentada estructura reaparece y desaparece incluso en los acontecimientos más triviales de la vida cotidiana, tal vez se pueda hacer compatible el modelo agambiano de la excepción y el modelo estratégico foucaultiano. Incluso me atrevería a decir que la propuesta del italiano no hace sino enriquecer y fortalecer la del francés, aunque según nuestro parecer, como se verá más adelante, haya olvidado lo fundamental.

Ya se sabe que mientras Foucault considera la emergencia de la biopolítica como una mutación o desplazamiento (de la muerte a la vida) en el concepto occidental de soberanía (aunque persista la ambigüedad cuando describe el cambio en las formas y persistencia del derecho de muerte, guerra de razas, etc.), Agamben entiende el elemento biopolítico como componente interno y transhistórico del poder soberano entendido como estructura relacional entre potestad suprema y nuda vida (no entraremos aún a discutir qué condiciones de posibilidad permiten la constitución de dichas potestades supremas; sobre esto se suele señalar la violencia o su virtualidad como herramienta básica, pero antes hay que establecer las condiciones de posibilidad patrimoniales de la violencia). En tanto en cuanto su idea del poder es deudora de la expuesta definición de soberanía, no acepta la separación entre un modelo estratégico y un modelo jurídico-institucional; es más, considera que ambos deben permanecer unidos, demostrando a lo largo de su investigación que su modelo unificado cumple de una vez el papel resolutivo que Foucault había reservado a modelos distintos para campos distintos. Ello abre el camino a una posible innovación en el concepto de soberanía. Las dos teorías fundamentales de nuestro siglo fundaban el criterio soberano en el monopolio de la violencia, por una parte y en el monopolio sobre la decisión sobre el estado de excepción por otra. Ambas teorías tienen en común la insistencia en la idea de monopolio, de modo que el poder supremo será dependiente de la exclusividad de su ejercicio. Nosotros pensamos sin embargo, que los estudios de Foucault y Agamben permiten pensar en la posibilidad de lo que podríamos llamar un concepto plural de la soberanía cuya significatividad no resida sobre la idea modal de exclusividad o monopolio, si no más bien sobre la propia carga semántica (violencia, excepcionalidad).

La forma suprema de ejercicio del poder, según el funcionamiento descrito en la estructura de la excepción, no remite obligatoriamente al hecho de que tras esa forma de ejercicio del poder tengan que estar el Estado o sus aparatos (en Foucault, el soberano siempre encarna al Estado, aunque la lógica de las instituciones disciplinarias, el panoptismo, aún siendo muchas de ellas no estatales, se basa en la excepcionalidad), puesto que en cualquier momento de la vida cotidiana de los sujetos puede abrirse ante ellos el círculo de la excepción, pueden entrar en relaciones voluntarias o involuntarias que los hagan ingresar en dicho círculo en tanto que nuda vida. La comunidad política contemporánea no es menos una mezcla de hecho y derecho, orden jurídico y espacio de la excepción que otros tipos de comunidad más o menos alejados en el tiempo y en el espacio. Un concepto verdaderamente renovado de soberanía, aun conservando la carga semántica en el hecho de la violencia y la excepción, debería desgajarse de la idea de estado o suprema potestad: la estructura de la excepción sólo tiene como condición de posibilidad la pura violencia y, por ello, no admite rigurosamente hablando distinciones tales como público/privado o estado/sociedad civil. Lo político visto bajo este prisma escapa totalmente a una identificación con la esfera pública o estatal. Sea un Estado, una banda de la selva amazónica, o una compañía multinacional: en todos los casos de trata de entes políticos, en tanto que en su seno puede suscitarse la mentada estructura.

Creemos entender que la idea de soberanía que adopta Agamben como estructura de la excepción, es una descripción intensiva y no extensiva; es decir, el ejercicio de la soberanía no requeriría una institución de poder omniabarcativo, central, como el Estado, que ejercería el poder in toto. Creemos que se puede entender el poder en el sentido de que tan soberano es un ejercicio macro como micro del mismo; como decimos, la estructura de la excepción, que constituye para nosotros el criterio sobre lo que es y no es soberanía, es una marca intensiva que no depende en absoluto de la extensión de su ejercicio para tener éxito; por que entendemos que la insistencia en la idea de monopolio, da a luz un concepto de soberanía excesivamente rígido e irremediablemente vinculado al Estado, que deja fuera la posibilidad de entender multitud de problemas políticos básicos que acontecen por fuera de las fronteras estatales. La estructura de la excepción puede ser suscitada igualmente en la guerra de exterminio o en la intervención médica sobre la vida vegetativa, en la empresa capitalista o en las relaciones que entabla el ciudadano en tanto que consumidor con el sistema de distribución de beneficios; en los grupos del narcotráfico o en las mafias inmobiliarias que dictan la política urbanística de los gobiernos a base de sobornos, amén de las leyes de desregulación que los poderes económicos dictan al Estado en perjuicio de la soberanía popular. Todos estos grupos son soberanos en la misma medida, puesto que reúnen las condiciones patrimoniales de ejercicio del poder supremo. Por mucho que se pretenda que el derecho colme la vida cotidiana de los individuos, siempre hay amplias zonas de sombra que quedan sin iluminar por el orden jurídico. Cada vez que una situación de facto deja en suspenso una norma jurídica, el sujeto ingresa como nuda vida automáticamente en el espacio de la excepción. Ello no quiere decir que esta situación tenga que poner en peligro la vida del individuo atrapado en el círculo (hay que dejar de identificar soberanía con capacidad de matar), simplemente que su vida está expuesta y a disposición de un poder que no es menos soberano porque opere a nivel microscópico desde el punto de vista de la extensión. Toda situación de hecho que deje en suspenso uno o más derechos reconocidos acoge en su dominio una vida expuesta. La actual tendencia desrregulativa promocionada por el Estado neoliberal en alianza con los poderes económicos, viene a ser una forma de dar carta de naturaleza jurídica a un mercado laboral entendido como un campo de excepción. La idea de regular la desrregulación hace realidad una de las conclusiones de la investigación agambiana, el hecho de que en la política actual la excepción acaba por convertirse en norma.

Si entendemos la soberanía como un asunto que no concierne exclusivamente al núcleo del Estado, se puede entender el modelo de la excepción agambiano en el contexto de la definición foucaultiana del poder, citada más arriba: «[...] el poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos están dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.» El poder no está constituido como un centro jerárquico que se extiende hasta recubrir la totalidad de la comunidad política, sino que sería más bien una estructura móvil y extensible capaz de fijarse a niveles microscópicos sin perder un ápice de intensidad. En este contexto queda disuelta la oposición entre el modelo “ley-soberano” y el modelo “estratégico”, ya que ambos pueden ser reductibles como casos especiales al modelo de la excepción. Si Foucault pretendía que el modelo estratégico se hacía imprescindible para atender el análisis de las formas extra-estatales de ejercicio del poder, el modelo agambiano aclara que no es posible un análisis riguroso sin tener en cuenta que en lo que llamamos poder se mezclan la excepcionalidad y la norma, especialmente al franquear la línea que marca la frontera exterior del Estado.

Más adelante se discutirá el papel que juega el concepto de excepción en los análisis foucaultianos; como este importantísimo núcleo de su investigación (al menos por lo que respecta a Homo sacer) no ha sido tenido en cuenta por Agamben, tendremos la oportunidad de verificar como, en cierto sentido, ambos modelos tienen más cosas en común de lo que se pueda sospechar. Ahora, para continuar con orden, terminaremos la exposición del italiano.

martes, 6 de noviembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 2

Nos habíamos quedado en la definición agambiana de la estructura de la soberanía: «Si la excepción es la estructura de la soberanía[...] es la estructura originaria en que el derecho se refiere a la vida y la incluye en él por medio de la propia suspensión [...] llamamos bando (del antiguo término germánico que designa tanto la exclusión de la comunidad como el mandato y la enseña del soberano) a esa potencia [...] de la ley de mantenerse en la propia privación, de aplicarse desaplicándose.» (íbid, p. 43). La situación en que queda la vida en el instante en que el soberano ejecuta su derecho de bando es descrita de la siguiente manera: «La relación de excepción es una relación de bando. El que ha sido puesto en bando no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a ésta, sino que es abandonado por ella, es decir, que queda expuesto y en peligro en el umbral en que vida y derecho, exterior e interior se confunden.» (íbid, p. 44). Pensamos que es importante insistir en el matiz de abandono; no hay otra forma más adecuada de describir la situación que define a la nuda vida que ha quedado atrapada en el interior del espacio de la excepción; es esta la idea sustancial; la condición de posibilidad para las operaciones del poder: organizar un espacio del abandono, sin el amparo de la ley, donde el sujeto se caracteriza por un estado de exposición total. Más abajo intentaremos explicar que no se debe asociar esa potestad de abandono exclusivamente a un centro supremo de poder como pueda ser el Estado. Las condiciones de posibilidad para ejercer el derecho (poder) de bando pueden ser descritas y pueden darse en distintos condiciones y lugares, de forma permanente o temporal, de una forma plural. No se trata de una potestad reconocida por la norma jurídica, sino que, más bien, depende de un fundamento material que permite su ejercicio y la disolución impune de la norma.

Digamos que en el nivel de profundidad en el que se mueve Agamben, las transformaciones cronológicas del concepto de soberanía como las que establece Foucault, pasan a un segundo plano. Partiendo de la anterior descripción de la estructura de la excepción queda claro que lo que ocurre con la vida en el contexto del poder soberano, es que ésta queda abandonada en una situación en la que se encuentra “disponible” para cualquier tipo de intervención por parte del poder, no necesariamente sólo para la muerte (aunque lo que identifique a la estructura de la soberanía sea la potestad de crear un espacio en el que dar muerte de forma impune, como se verá a continuación). La naturaleza de esa actuación puede ser efectivamente múltiple: la mera muerte, la actuación eugenésica, la manipulación genética, el ingreso en un espacio extremo de excepción donde se produce una combinación de toda esta serie de actuaciones (el campo de concentración), incluso también, como se desprende insospechadamente del trabajo teórico de Foucault, el ingreso en un espacio “suave” de excepción (si puede hablarse así), como pueda ser una institución disciplinaria cualquiera.

La rigidez de la cronología establecida por Foucault, hace que su concepto de soberanía parezca a veces ambiguo. A veces se identifica la propia noción con la forma de ejercer el poder que ilustraría el suplicio en las sociedades premodernas (tal y como se describe al principio de Vigilar y castigar). Se las llega a llamar incluso “sociedades de soberanía” para contraponerlas a las sociedades disciplinarias o de normalización (Deleuze), cuando queda claro que para Foucault la soberanía no desaparece, sino que se transforma. Todas las sociedades son de “soberanía”, tal y como nuestro autor las describe, lo que ocurre es que la forma de su ejercicio se va transformando históricamente (aunque no se puede negar que de la lectura de los textos se desprende un excesivo hincapié en el “dar muerte”). De hecho, la cronología establecida sobre las mentadas transformaciones también funciona como descripción de la evolución de las posibilidades de dar muerte en la Europa moderna (del suplicio en la Edad clásica al racismo en el contexto de la tecnología biopolítica): «El racismo, según creo, asegura la función de la muerte en la economía del bio-poder, partiendo del principio de que la muerte de los otros es el refuerzo biológico de uno mismo en tanto que miembro de una raza o población, en tanto que miembro de una pluralidad que es unitaria y viviente.» (Foucault: 1992, p. 250).

Agamben en cambio, en tanto que considera la soberanía como la facultad de hacer ingresar a la nuda vida en el espacio de la excepción, no se ocupa en establecer cronologías ya que su descripción sincrónica de la estructura de la excepción establece de forma precisa la multitud de formas que puede adoptar la intervención soberana sin necesidad de confundir los usos con la cosa. Así la cronología sería una cronología de los usos, sin necesidad de que estos modifiquen la sustancialidad del concepto (recordemos que Foucault habla por un lado de transformaciones en el derecho de muerte, y por otro de que ese derecho de muerte muta en un momento dado, siglo XVIII, en un derecho sobre la vida).[3]

La cuestión de la antigüedad de la biopolítica nos parece menos importante. Que el poder soberano tenga como referente a la zoe, hace afirmar a Agamben que la biopolítica es tan antigua como la estructura de la excepción. Foucault sin embargo considera su emergencia en el momento en que el soberano desliza su foco de atención desde la muerte hacia la vida. Tal vez la clave esté en que para la posición del italiano, no deben separarse vida y muerte; no se puede intervenir sobre una e ignorar a la otra y viceversa. Otra cosa es que la preocupación empírica de los gobernantes recaiga sobre la una o la otra según las épocas.

En cambio, el problema de la pertinencia o no de separar los modelos jurídico-institucional y biopolítico del poder, nos parece más central. Para no confundir las cosas, habría que hablar más bien de "modelo jurídico-institucional" versus "modelo estratégico" tal y como hace Foucault; por que lo que Agamben llama modelo biopolítico no es un modo de análisis, sino un modo de poder establecido cuya descripción es resultado de la aplicación del modelo estratégico de análisis a una determinada tecnología de poder, en este caso la biopolítica.

La necesidad de un nuevo modelo de análisis del poder que vaya más allá del derecho positivo y de las reglas de funcionamiento de las instituciones, la advierte Foucault en el contexto de sus investigaciones sobre la historia de la sexualidad: «La apuesta de las investigaciones que seguirán consiste en avanzar menos hacia una “teoría” que hacia una “analítica” del poder: quiero decir, hacia la definición del dominio específico que forman las relaciones de poder y la determinación de los instrumentos que permitan analizarlo. Pero creo que tal analítica no puede construirse sino a condición de hacer tabla rasa y de liberarse de cierta representación del poder, la que yo llamaría- en seguida se verá porqué- “jurídico discursiva”. [...] no imaginemos que esa representación sea propia de los que se plantean el problema de las relaciones entre poder y sexo. En realidad es mucho más general; frecuentemente la volvemos a encontrar en los análisis políticos del poder, y sin duda está arraigada allá lejos en la historia de occidente.» (Foucault: 1998, 101). Los rasgos principales de esta representación del poder son: 1. La relación negativa: el poder sólo prescribe lo que no debe hacerse, 2. La instancia de la regla: el poder prescribe el orden del sexo, 3. El poder sólo aplica al sexo leyes de prohibición: el ciclo de lo prohibido, 4. La lógica de la censura; la prohibición adopta tres formas: afirmar que algo no está permitido, impedir que sea dicho, negar que eso exista; 5. La unidad de dispositivo. «¿Porqué se acepta tan fácilmente esta concepción jurídica del poder, y por consiguiente la elisión de todo lo que podría constituir su eficacia productiva, su riqueza estratégica, su positividad?[...] ¿Porqué reducir los dispositivos de la dominación nada más al procedimiento de la ley de prohibición?» (íbid., p.p. 104-105). La razón que aduce Foucault es que el poder sólo se hace tolerable para los que lo soportan si oculta sus mecanismos de funcionamiento[4]. El poder sería aceptado por la comunidad como un simple “límite impuesto al deseo, dejando intacta una parte -incluso reducida- de libertad”. Nos parece importante citar in extenso las causas históricas de este fenómeno: «Quizá hay para esto una razón histórica. Las grandes instituciones de poder que se desarrollaron en la Edad media –la monarquía, el Estado con sus aparatos- tomaron impulso sobre el fondo de una multiplicidad de poderes que eran anteriores y, hasta cierto punto, contra ellos: poderes densos, enmarañados, conflictivos, poderes ligados al dominio directo o indirecto de la tierra, a la posesión de las armas, a la servidumbre, a los vínculos de soberanía o de vasallaje. Si tales instituciones pudieron implantarse, si supieron –beneficiándose con toda una serie de alianzas tácticas- hacerse aceptar, fue porque se presentaban como instancias de regulación, de arbitraje, de relimitación, como una manera de introducir entre esos poderes un orden, de fijar un principio para mitigarlos y distribuirlos con arreglo a fronteras y a una jerarquía establecida. Esas grandes formas de poder, frente a fuerzas múltiples que chocaban entre sí, funcionaron por encima de todos los derechos heterogéneos en tanto que principio del derecho, con el triple carácter de construirse como conjunto unitario, de identificar su voluntad con la ley y de ejercerse a través de mecanismos de prohibición y de sanción. Su fórmula, pax et iustitia, señalaba, en esa función a la que pretendía, a la paz como prohibición de las guerras feudales o privadas y a la justicia como manera de suspender el arreglo privado de los litigios. En ese desarrollo de las grandes instituciones monárquicas, se trataba, sin duda, de muy otra cosa que de un puro y simple edificio jurídico. Pero tal fue el lenguaje del poder, tal la representación de sí mismo que ofreció, y de la cual toda la teoría del derecho público construida en la Edad Media o reconstruida a partir del derecho romano ha dado testimonio. El derecho no fue simplemente un arma manejada hábilmente por los monarcas; fue el modelo de manifestación y la forma de aceptabilidad del sistema monárquico. A partir de la Edad Media, en las sociedades accidentales el ejercicio del poder se formula siempre en el derecho.» (Ídem, p. p. 106-107).



[3] Tal vez hubiera que distinguir aquí, foucaultianamente, discursos y practicas -pero el discurso es una práctica: el uso ¿Se puede decir entonces que el francés solo describe cambios en las prácticas discursivas? Si no hay una estructura atemporal de la soberanía desde su perspectiva teórica, eso es lo que se afirma sin embargo en la Voluntad de saber: soberano es el que da muerte.

[4] Una de las conclusiones de Vigilar y castigar es que la monarquía absoluta abandonó el espectáculo de los suplicios por miedo a que las masas populares terminasen considerando ilegítimo un gobierno que ejercía la justicia como una venganza cruel contra los condenados. Todo poder considerado arbitrario corre el peligro de crear resistencias entre los que sufren su aplicación. « En el abandono de la liturgia de los suplicios, ¿qué papel desem­peñaron los sentimientos de humanidad hacia los condenados? En todo caso, hubo por parte del poder un temor político ante el efecto de estos rituales ambiguos.» (Vigilar y castigar, p. 70). La desaparición de los suplicios y la benignidad de las penas a partir del siglo XVIII, precedidas por las campañas de los teóricos del derecho penal como Beccaria, tuvo como efecto afianzar el poder de las monarquías, dando una pátina de legalidad a lo que fue frecuentemente percibido como producto de la arbitrariedad y el capricho de los reyes y las clases privilegiadas. El abandono de los suplicios no procede de cierta piedad hacia los condenados, si no un miedo político de la monarquía hacia el pueblo. «Muy pronto el suplicio se ha hecho intolerable. Irritante, si se mira del lado del poder, del cual descubre la tiranía, el exceso, la sed de des­quite y "el cruel placer de castigar".» (íbid., p. 77). La humanidad de las penas reivindicada en el discurso Ilustrado a pocos años de iniciarse las revoluciones burguesas y de formularse la primera declaración universal de los derechos humanos tuvo efectos, tal vez, inesperados. «La reforma del derecho crimi­nal debe ser leída como una estrategia para el re-acondicionamien­to del poder de castigar, según unas modalidades que lo vuelvan más regular, más eficaz, más constante y mejor detallado en sus efectos; en suma, que aumente estos efectos disminuyendo su costo económico (es decir disociándolo del sistema de la propiedad, de las compras y de las ventas, de la venalidad tanto de los oficios como de las decisiones mismas) y su costo político (disociándolo de la arbitrariedad del poder monárquico).» (íbid., p. 85).