lunes, 28 de julio de 2008

Freud y la narrativa de los sueños, 1

1. El problema narrativo de la filosofía (o el problema filosófico de la narrativa).


La personalidad del novelista y la del filósofo son parecidas, no sólo por tener en común la condición de escritores, sino porque comparten un interés primordial, tienen en común el mismo problema, participan de la misma interrogación insistente a la que ambos intentan responder, incluso co-responder, de alguna manera. Respuesta ésta, no obstante, que no tiene que ser común, pero cuyo salteamiento no puede dejar de serlo. La cuestión a resolver no es otra que la de las relaciones entre el yo y el mundo, el interior y el exterior. Para aclarar estas relaciones, el filósofo moderno se ha ocupado preferentemente del funcionamiento de la mente, el alma, hasta el punto de que las distintas explicaciones ofrecidas constituyen los hitos de lo que se entiende por Modernidad filosófica. La Teoría del conocimiento ha intentado mediar entre “yo” y “mundo”, “palabra” y “cosa”, “texto” y “fuera del texto”; problemas que tienen su traducción dentro de la Teoría narrativa en los temas de “el contenido de la forma”, “realidad y ficción”, “escritura y vida”, etc. En ambos órdenes preguntas y respuestas serían intercambiables; es el contraste que ocurre en el interior de estás series dicotómicas lo que constituye la cuestión común. De Descartes a Joyce [Nota. No hay que olvidar que ambos fueron discípulos de los jesuítas, quienes en este asunto de las relaciones entre la filosofía y la literatura mantienen una posición privilegiada que no debe despreciarse. Las cosas que comparten los educandos de La Compañía ilustran la conexión: los novelistas, una sólida formación filosófica: la escolástica otorgó a Joyce unas valiosas herramientas estéticas con las cuales intentó resolver sus primeros dilemas artísticos (aunque su rastro puede seguirse hasta la composición de sus obras magnas, como revela Umberto Eco en su monografía sobre las poéticas del irlandés); los filósofos, como Descartes, adquirieron formación dramática y sentido de lo teatral (el plan de enseñanza primaba los estudios matemáticos y los dramáticos). Por lo que respecta al turenés, esta formación decidirá su actitud intelectual: su gusto por la fábula, el teatro y la máscara; su apego a las hipótesis, que fustigará Newton. Otros grandes maestros de la ficción y de la filosofía han tenido una educación jesuítica: Alfred Hitchcock, Buñuel, Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala (este último, aparte de dejarnos un divertidísimo y excepcional testimonio sobre la vida en un colegio de jesuitas –también Joyce- en A.M.D.G, introdujo por estas tierras las primeras muestras de experimentación narrativa en sus “novelas filosóficas”)… Célebre es la sentencia de Roland Barthes al respecto: «Los jesuítas, como es bien sabido, han contribuido mucho a formar la idea que tenemos de la literatura», (en Sade, Fourier, Loyola, Cátedra, Madrid, 1997, p. 55).], el análisis de la mente ha sido el paso previo necesario para la constitución intelectual (ficticia) del mundo, pasando por Hume y Freud.


Los modos de proceder en esta aspiración arquitectónica ("cosmogónica" dice Umberto Eco) son distintos por lo que respecta al Filósofo y al Novelista: hipotéticamente diríamos que el primero opera desde el yo hacia el mundo (o de la palabra hacia la cosa), mientras que el segundo lo hace desde el exterior hacia el interior (de la cosa hacia la palabra o la escritura [Nota. Descripición del modus operandi del novelista: «La cuestión es construir el mundo, las palabras vendrán casi por sí solas. Rem tene, verba sequentur. Al contrario de lo que, creo, sucede en poesía: verba tene, res sequentur» (Eco: 1983,32). Según estos dos tipos, el filósofo coincide mejor con el segundo, el Poeta.]). Digamos que el Filósofo se propone el conocimiento de lo dado, cuando el Novelista lo que desea es construir lo posible (se trata de la pelea entre adecuación e invención, que desemboca necesariamente en la opción por uno o múltiples mundos). La lucha cartesiana por salir desde el cogito hacía los cuerpos es un ejemplo de lo primero. El fluir de la conciencia es el único indicio fiable de la posibilidad del yo, que luego se descubrirá aislado. Incluso Kant supo ver que el punto de partida del edificio del conocimiento (si bien es cierto que se trata de una arquitectónica en el sentido etimológico de la palabra, el “poner orden en las piedras”, lo dado, de acuerdo con el sentir griego, antes que inventar sobre la marcha) es un producto textual, cuando escribió refiriéndose a Descartes: «"Yo pienso" es, pues, el único texto de la psicología racional, partiendo del cual ha de desarrollar su entero sistema.»(Crítica de la razón pura, B401). [Nota. La modernidad se encuentra, qué duda cabe, presa del dualismo hechos/teoría, buscando la forma de atrapar los datos empíricos en la red matemática. La postmodernidad (así como las otras modernidades: Spinoza) frecuentará la salida imanentista: no hay fuera del texto, dirá Derrida. “Qué se ha hecho del yo, entonces”, será la pregunta. La Ilustración depositó grandes espectativas en el experimento como instancia mediadora, incluso en las disputas textuales. Hasta muy poco tiermpo antes, la discusión sobre cuestiones naturales, apenas se partaba de las disputa libresco-retórica. Las riñas entre cartesianos y newtonianos sobre la naturaleza de la luz (simple o compuesta) que hicierón correr ríos de tinta, fueron zanjadas por un gesto simple pero de gran trascendencia: alguien hizo pasar un rayo de luz a través de un prisma de vidrio transparente observando que, en la pantalla sobre la que se proyectaba, la luz quedaba descompuesta en siete colores. El argumento de autoridad como instancia judicial de la razón quedaba invalidado. El experimento podía enmendar el texto, que a partir de entonces adquiere una forma distinta de relación con el mundo. El experimento pareció confirmar también que había un afuera del texto. Pero la discusión posterior sobre el estatuto de la ciencia ha enturbiado estas claridades, ciertamente ingenuas. Hasta los antiguos positivistas piensan hoy que no hay hechos sin teorías, es decir, sin texto. Que el mismo uso de instrumentos de observación implica una interpretación. Pero si no hay fuera del texto, ¿que ocurre con el sujeto?. El relato del experimiento del prisma y del derrocamiento del argumento de autoridad se encuentra en un texto de Diderot de paradójico título: De l’Interpretation de la nature.] El conocimiento racional (filosófico) requiere la adecuación del intelecto a la cosa, no admite más que una versión del mundo construida según el patrón‑guía del entendimiento. El único texto posible como punto de partida es el yo pienso, lo que significa, entre otras cosas, que no se admiten apoyos del exterior y que no se toleran, en ningún caso, Autoridades. El entendimiento puro que también es un discurso (flujo de conciencia) y, por tanto, un texto, tiene que bastar.


El Novelista, sin embargo, construye un mundo posible, una multitud de versiones que no son ni verdaderas ni falsas. No necesita respetar la aedequatio intellectus et rei, ni siquiera cree en ella. Su tarea cosmogónica es libre, es un ejercicio de libre creación; sólo que, una vez concluido, debe dar paso al relato fiel. El mundo libremente creado debe ser fielmente narrado, ha de existir consistencia entre ambos. El texto debe adecuarse al mundo, en este caso, como debía adecuarse el intelecto a la cosa en el caso del Filósofo. Pero hay una singularidad esencial en el Novelista: la posibilidad de la pluralidad. [Nota. Otra forma de abordar el problema común es considerar la capacidad ficcional como un acto clásico del entendimiento. Así actividades como la construcción narrativa, la fenomenología del conocimiento o la geometría tendrán en común el hecho de ocurrir en el intelecto. La geometría, que ha sido modelo de certeza de los filósofos modernos, no es sino una narrativa del espacio que puede agotarse o no como instrumento de representación del mundo tal y como se cree que en realidad es o, por el contrario, puede abrir la puerta a la proliferación de mundos posibles, como ocurre con las geometrías no euclídeas. En este caso específico geómetra y novelista no se diferencian, sino es entendiendo a la geometría como un arte/narrativa del espacio y la novela como un arte del tiempo (esta distinción apenas es operativa hoy. Es discutible que la novela sea un arte del tiempo si consideramos que no existe novela si no hay arquitectura narrativa. Por otro lado, el mismo Ulises o Finnegans Wake no obedecen el todo a una poética del tiempo. Véase sobre esta cuestión, Eco: 1962, 74 y ss.). Además, la máquina de construir historias que nos habita a todos sin excepción (el sueño, el inconsciente) tampoco obedece a un tiempo narrativo lineal, ni siquiera fragmentario. Si acaso a un inexplorado tiempo de los sueños.]


Imagen: Thomas Cole, El sueño del arquitecto, 1840

5 comentarios:

Mariano Cruz dijo...

El trabajo completo fue escrito hace seis años, hoy por hoy no suscribo lo sustancial de esta parte introductoria (aunque sigo enredado en el asunto), pero no me parece del todo justo eliminarla o modificarla ya que revela la motivación que me hizo trabajar una cuestión tan concreta como la que se trata en las partes que se publicarán próximamente: la relación entre la narrativa de Joyce y La interpretación de los sueños de Freud.

Iván Ruiz de Velasco dijo...

Pase por este texto, me gusta siempre en distintas velocidades, abordar la materia en cuestión. Saludo la postura.

Mariano Cruz dijo...

Muchas gracias ivanrva por leer

JH dijo...

Descubro por casualidad tus artículos sobre los sueños. Lo que dices (y a veces sugieres) es interesante. Me interesa la relación entre creación literaria, sueños y psicoanálisis. Te seguiré leyendo con calma. Un saludo

JH dijo...

Abro un nuevo link en mi blog que lleve al tuyo: creo que vale la pena seguir de cerca lo que escribes...