domingo, 8 de julio de 2007

Thoré-Bürger: el hombre que inventó a Vermeer, 2

Pasos perdidos y alguna huella borrada

Hay dos variables que tienen sin duda su influencia en la desaparición de Vermeer: 1) la, en comparación con otros pintores, escasísima cantidad de cuadros que dejó y 2) lo parco de los testimonios acerca de su existencia y su obra que se nos han transmitido tanto en vida del artista como una vez muerto, antes de su resurrección por la crítica en el siglo XIX. Se puede afirmar con rotundidad que la recepción de la obra de Vermeer en el arte y la sociedad europeas no comienza hasta después de 1870, doscientos años justos después de su muerte.

Discutir las causas del olvido de Vermeer como pintor es un trabajo que excede el propósito de este ensayo y que, por tanto, voy a reservar para otro momento y otro contexto, pero calibrar el mérito de la hazaña de Thoré-Bürger reclama que contrastemos su gesta con algunos de los hitos del olvido de nuestro pintor...

En 1657 un marchante de cuadros de Ámsterdam, Johannes de Renialme, menciona una obra hoy desconocida, Mujeres en el sepulcro. Es de suponer que se trataba de una tela pintada a la manera italiana en la línea de las primeras conservadas de Vermeer, como Cristo en casa de marta y María y la Santa Práxedes. En 1663 el diplomático Balthasar de Moncoys se desplaza a Delft con la intención de comprar un Vermeer, pero en ese momento el maestro no dispone de ninguna obra para vender, por lo que se dirige a su panadero Hendryck van Buyten[3] que le ofrece una obra de una sola figura (hoy no sabemos de cual se trata) al precio de 600 libras, el diplomático encuentra la tela demasiado cara y desiste de su propósito. Puede que nos hagamos una idea de la cotización de los cuadros de Vermeer mientras vive, si observamos que por la época un Frans Mieris el Viejo (artista que sobrevivirá a Vermeer seis años) cuesta el doble de esa cifra. Por otro lado, en el testamento de Johan Larson (1620-1664), un miembro del círculo de Huygens, el célebre polígrafo amigo de Veermer, se menciona una obra nuestro pintor, una “cabeza de carácter”.

En el año 1667 se publica la Descripción de la villa de Delft por Dirck van Bleyswyck, allí se cita un poema de Arnold Bon, una lamentación por la muerte de Carel Fabritius, ocurrida durante la explosión del polvorín de la ciudad en 1654: “Pero felizmente ha surgido de sus cenizas / Vermeer que puede rivalizar con él”. Fabritius era considerado por muchos el más grande artista de la ciudad, es de creer que si se estimaba a Vermeer como un justo sucesor suyo, su figura y su obra debían de gozar de una cierta devoción.

«No tener ni un sólo cuadro en su taller, vender sus obras a buen precio, ser visitado por los extranjeros, honrado con la confianza de sus colegas artistas, cantado por los poetas, registrado por los historiadores, si todo esto no es notoriedad, más aún, la celebridad misma, me pregunto qué puede ser sino. Parece entonces que con semejantes cartas en juego uno puede estar seguro de pasar a la posteridad. Pues no. — A penas Vermeer muere, su rostro se pierde, su nombre se olvida, su obra se dispersa. Fueron necesarios apenas veinte años para que esta reputación, en apariencia bien asentada, se evaporara completamente.» De esta forma sintetiza la situación de Vermeer el crítico francés Henry Havard en 1883 en la Gazette des Beaux Arts[4].

No mucho más se sabe sobre la recepción de la obra de Vermeer en vida, a partir de este momento su sombra parece dar pasos decididos hacia el olvido, el anonimato, la suplantación. Entre los años 1711 y 1718 Arnold Houbraken publica Groote Schonburg un repertorio sobre el arte holandés del XVII que se convertirá en texto de referencia. Allí se habla de los pintores del Delft, de su escuela, de Fabritius; se cita el poema de Arnold Bon... Pero ni una mención a Vermeer, incluso el verso que lo nombraba feliz heredero del trono pictórico de la ciudad de la cerámica azul ha sido borrado y no alcanzamos a imaginar por qué. Houbraken tampoco se refiere el documento de la venta Disius de 1696, una suerte de catálogo de subasta por el que los herederos del mayor coleccionista de obras de Vermeer de su tiempo se desprenden de veintiuna pinturas del maestro, algunas de las cuales nunca han salido a la luz desde entonces, considerándose hoy perdidas para siempre. El documento de la venta Disius tendrá una importancia capital siglo y medio más tarde por ser el único pilar sobre el que Thoré-Bürguer podrá levantar la memoria de la obra y la figura de Vermeer. Lo mismo ocurre con la De Levensbeschryvingen der nederlandsche Kuntschilders. La Haya, 1729, de Campo Weyermann; item con la De Nieuwe Schonburg der nederlantsche Kuntschilders. La Haya, 1754, de Van Goll; no hoy rastro de Vermeer en ellas.

Tampoco es mencionado en Francia (excepción hecha del curioso documento que reseñamos más abajo): ni De Camps en La Vie des peintres flamands et hollandais. Paris, 1753, ni De Piles en OEuvres diverses de M. de Piles, de l'Académie royale de peinture et de sculpture. Tome Ier, contenant l'abrégé de la vie des peintres avec des réflexions sur leurs ouvrages. Paris, 1767, tampoco en el anónimo Anecdotes des Beaux-Arts. Paris, 1776.

Ni siquiera en Alemania, no existe para Fiorillo: Geschichte der zeichnenden Kunste in Deutschland und den vereinigten Niederlander, Hannover, 1818; ni para Fusslin: Hans Rudolph Fusslins kritisches verzeichniss. Zurich, 1816.

La conjura de los siglos contra el nombre de Vermeer no ha hecho más que bajar el telón de su primer acto. En el mes de julio de 1727 aparece en el Mercure de France un texto extraordinario firmado por un tal Dezallier d’Argenville, Lettre sur le choix et l’arrangement d’un cabinet curieux. Este señor era secretario del Rey de Francia, era especialista en jardines, era conoisseur y amateur des arts, poseía un gabinete de maravillas, fue autor de más de seiscientos artículos de la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers de Diderot y D’Alembert. En 1709 publica la primera edición de La theorie et la pratique du jardinage, un libro inmensamente influyente en la materia, traducido rápidamente a todas las lenguas europeas, donde quedan establecidos los pilares fundamentales del ajardinamiento clásico francés, le jardin raissoné. Aficionado a la historia natural, publicó tratados sobre conchas y minerales (dos elementos imprescindibles en un gabinete de curiosidades). Los artículos de la Encyclopédie, versan en su mayoría sobre jardinería e hidráulica. Pero entre 1745-1752 publica un Breviario sobre las vidas de los más famosos pintores (la edición corregida y aumentada, en cuatro volúmenes es de 1762) que, lamentablemente no hemos podido consultar y nos quedamos sin saber si allá se menciona a Vermeer o no.

La Carta de 1725 sobre el Gabinete de Curiosidades es un texto fascinante. En ella se explican no sólo qué objetos debe contener una de estas cámaras, sino además, y fundamentalmente, cómo deben ser ordenados. Obtenemos de rebote todo un tratado sintético sobre la valoración de los géneros artísticos en el siglo XVIII y sobre el papel y la estima del objeto artístico en esa retícula clasificatoria, pero fundamentalmente tenemos, y es lo que importa aquí y ahora, un lugar asignado a Vermeer en el gran sistema de las artes de las Luces que nos habla de una forma de valorar su genio[5].

Con frecuencia, los cuadros de Vermeer fueron atribuídos a otros autores. El elector de Sajonia, Augusto III, compra en 1742 Lectora frente a la ventana por que sus asesores y consejeros le han asegurado que se trata de un Rembrandt. Lo mismo le pasa a Jorge III en 1762 con La lección de música, se lo cuelan por un Frans van Mieris el Viejo. ¿Desconocían estos mercaderes lo que estaban vendiendo o existía voluntad de engaño?, si fuésemos adictos a la Teoría de la Conspiración, comenzaríamos a pensar que entre los marchantes de arte europeos alguien estaba interesado en hacer pasar las obras de Vermeer por cuadros pintados por otros artistas, tal vez más célebres y cotizados.

Pero no todo será olvido, un leve hilo de memoria se transmite a través de esta época oscura, como ya se ha visto en los casos de Dezallier o de la venta Disius; así, en 1792 Jean-Baptiste Pierre Lebrun dedica a Vermeer todo un párrafo en su Galerie des peintres flamands, hollandais et allemands junto a un grabado que reproduce El astrónomo. Ese texto nos transmite una de esas paradojas que el destino reservó a nuestro autor, nos lo presenta como a un artista desconocido al que los historiadores no mencionan pero que, sin embargo, merece toda nuestra atención por que se trata de un maestro de la luz y del verismo. Vermeer se encuentra expulsado de la letra, de los textos canónicos sobre arte, pero un recuerdo, una impresión colectiva se mantiene entre aquellos que han tenido la fortuna de contemplar una tela suya. Los profesionales del arte callan, pero los verdaderos amantes de la pintura saben que existe un tesoro de luz oculto en algunos palacios de Europa y en sus oscuras galerías[6].




[3] Vermeer solía saldar cuentas con su panadero cediéndole algunas obras.

[4] Henry Havard, «Johnannes Vermeer (Ver Meer de Delft)», Gazette des Beaux-Arts, 1883, p. p.p.389-399. La traducción es mía.

[5] Comentaré con detenimiento esta posición de Vermeer en la última parte de este ensayo

[6] La información sobre los testimonios y omisiones sobre Vermeer ha sido extraída de la monografía de Valeriano Bozal Johannes Vermeer de Delft, p.p. 43-46, TF. Editores, Madrid, 2002 y del primer artículo de Thoré-Bürger en la Gazette des Beaux-Arts, tomo 21, octubre-diciembre 1866 p. 297-330

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