martes, 17 de abril de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 2

Es inútil buscar en el cuadro elementos simbólicos que nos proporcionen los detalles de la historia que éste nos muestra. Hay una obligación total a la conjetura, a la imaginación, a narrar y narrarnos lo que puede estar ocurriendo. El pintor ha seleccionado expresamente las unidades que integran la composición para que el espectador no logre información suplementaria (una explicación) sobre lo que tiene delante. Ha depurado la tela de todo rastro alegórico, apartándose definitivamente del resto de los autores de la pintura de género, en la que cada historia quedaba explicitada hasta en sus últimos detalles (con un sentido a menudo moralizante sobre escenas cotidianas)[4], gracias al juego de símbolos que la composición ponía en circulación. El propio Vermeer se fue desprendiendo a lo largo de su trayectoria de los restos alegóricos que quedaban en su pintura (el análisis radiográfico de Lectora frente a la ventana, que muestra a otra mujer leyendo una carta, descubrió que originalmente había en la pared del fondo un cuadro que representaba a Cupido). No se trata aquí de poner el refranero en imágenes, nuestro autor busca que cada espectador integre, lo mismo que el voyeur en la sombra, el mínimo fragmento que está contemplando, en la historia general (propia o ajena) que se adivina fuera de los límites del marco; para lo cual nos reserva, incluso, un lugar en la penumbra, ahí junto a la cortina descorrida. Allá dentro es nuestra propia vida la que se pone en escena y el cuadro comienza a contar una historia de nuestra cotidianeidad. Ante una pintura suya no nos queda otro remedio que transformarnos en artistas, en narradores. Esto es lo que hace de Vermeer un grandísimo artista, ha transformado la hipercodificada pintura de género en algo abierto, múltiple, desnudo de significado y, por ello, capaz de albergarlos todos. Es esta desnudez simbólica la que hace posible la proliferación al infinito de las interpretaciones.

La música y el ausente

Hablemos de las ausencias del cuadro. Son dos: el que escribe y el que mira. El mensaje señala irremediablemente la ausencia del que lo remite, pero también su presencia que se materializa en la carta. Luego, es como si alrededor de la figura del mirón se desplegasen no una, sino una serie de ausencias-presencias: el Encubierto, el Artista y, por último, nosotros mismos: presentes en el cuadro con nuestra mirada, ausentes de la escena y de la mirada de los personajes. Vermeer nos ha transformado a todos en mirones, en una última concesión a una vieja técnica repudiada, como en una alegoría de nuestra condición. Esa cualidad la compartimos con el artista (él ha querido que todos seamos artistas, pues todo artista es un mirón y todo mirón es un artista).

«Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, Viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa). Es la mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas). Se sigue de ello que en todo hombre que dice la ausencia del otro, lo femenino se declara: este hombre que espera y que sufre, está milagrosamente feminizado».[5] La dama de La carta de amor cantaba la ausencia del amante cuando éste se hace presente en forma de mensaje, pero ya su canto lo hacía rondar por la pieza[6] (como ronda el protegido por las sombras más allá del dintel; tal vez sea más exacto decir “merodea”); la melodía no solo “dice la ausencia” sino que también trae a la presencia. Ella opta por un discurso no representativo[7] para expresar un dolor, un lenguaje que cura más que nombra (o que cura nombrando), en su materialidad. Un lenguaje que añade tristeza a la tristeza para así conjurarla[8].

Penélope, la esposa de Ulises, es el arquetipo de mujer tejedora-espectante. También hay una tejedora en la producción de Vermeer. Se trata de un lienzo conocido como La encajera y podría ser una variación sobre el tema de la espera; la mujer quieta que “da forma a la espera” tocando, tejiendo, escribiendo y cuya inmovilidad no puede velar una lucha esforzada contra la pena. Si la ausencia fuese el tema de sus cuadros de mujeres solas (¿no lo indica ya la denominación del subgénero?), sería perfectamente coherente considerar a la encajera como su Penélope. La recreación a lo mundano del mito homérico estaría en perfecta sintonía con el resto de su producción ( a excepción de las dos célebres alegorías), una composición en la que no hay rastro de símbolo o peripecia heroica, ni hilo narrativo alguno[9]. Tan sólo la atmósfera saturada de quietud en un silencio tan denso que pareciese amenazar con curvar el espacio, los objetos cotidianos representados con la acostumbrada precisión verista, objetos que nos son familiares y que no revisten el más mínimo halo aristocrático. Las manos de la mujer mostrando piel y uñas habituadas al trabajo. La textura fluida de la hebra de hilo rojo que sale de un cojín, cual chorro de sangre que fluyera de un corazón... Mujeres que tañen melodías tristes, que reciben mensajes inciertos[10], que tejen en soledad...



[4] Hay, sin embargo, en nuestra tela ecos de aquel costumbrismo moralizante. Está clara la división en el empleo del tiempo de las dos mujeres. El tiempo de trabajo de la sirvienta es tiempo de solaz para la dama. En el espacio de la instancia se mezclan la obligación y el ocio, simbolizados en la escoba y la cesta de ropa por un lado, y el instrumento musical, por otro. El amor (si fuese esta la clave de interpretación que, en todo caso, es algo puesto por nosotros, espectadores) se muestra aquí como una perturbación del orden; la moraleja apuntaría a lo inadecuado de descuidar la propia hacienda para entregarse a ensoñaciones estériles. Claro que, la sensibilidad moderna nos recuerda el carácter subversivo del amor, algo perfectamente coherente si se quiere mantener la hipótesis de la intriga.

[5] Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, p. 57

[6] «Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor.[...] has partido (de ello me quejo), estás ahí (puesto que me dirijo a ti).» (Ídem, p.p. 59-60).

[7] «[...] la música situada a parte frente a todas las demás artes, la música como el arte independiente en sí, no ofreciendo como aquellas, reproducciones de la fenomenalidad, antes bien hablando el lenguaje de la voluntad misma, brotando directamente del “abismo”[...]» (Nietzsche, La genealogía de la moral, p. 134). El párrafo tiene en su contexto cierto tono de invectiva contra la concepción schopenhaueriano-wagneriana de la música, que contrapone lo sensible (“fenomenalidad”) al espíritu(“voluntad”), pero no deja de estar en sintonía con el propio sentimiento nietzscheano la idea de un arte no destinado a la representación del sustrato último de lo real (la novela y la pintura clásicas, por ejemplo), sino a la expresión en el sentido que tiene este concepto en el arte contemporáneo. La música no es un arte (ni discurso) figurativo que pueda representar estados de cosas o fotografiar sentimientos, como lo puedan ser la pintura o la narrativa, su arma es la expresión, que tiene la facultad de hacer vivir esos sentimientos. Consideremos la diferencia entre fotografiar (contemplar) o narrar(leer) un sentimiento (tristeza) y hacerlo vivir (experimentarlo).

[8] “Merced a la música las pasiones gozan de sí mismas” (Nietzsche).

[9] Los críticos, de nuevo, han relacionado esta pieza con la pintura moralista de género. Se trataría de una santificación del trabajo doméstico, explicitada por el libro que aparece junto a la mujer encima de la mesa; se lo supone un libro de oraciones, aunque no hay dato que lo indique a las claras.

[10] Nosotros no podemos leer esas cartas, eso forma parte de la historia. Tampoco escuchar esa música. La última gran exposición sobre la escuela de Delft realizada en la National Gallery de Londres en el verano de 2001, ha querido, sin embargo, especular sobre esta cuestión con la edición de un cd que registra composiciones de Constantijn Huygens y su círculo con el título de Music from the time of Vermeer: “What is the music Vermeer’s beautiful young women are playing?”, es el enigma que se plantea en el libreto y la respuesta parece estar en Huygens. El hombre fue un diplomático y polígrafo holandés (su hijo fue el célebre científico Christiaan Huygens, que propuso la primera teoría ondulatoria de la luz, inventó el reloj de péndulo y de paso descubrió los anillos de Saturno), músico y luthier prolífico como pocos, aficionado a la pintura, etc. Fue amigo, protector, marchante y cliente de Vermeer (parece que fue él quien proporcionó la cámara oscura a nuestro autor). Compuso una infinidad de piezas y gustaba de tocar las de sus amigos y corresponsales músicos. Prefería ante todo la música vocal y él mismo escribía las letras para dichas obras. Ni que decir tiene que la mayoría de esas canciones habla de la enfermedad de amor (todos los temas vocales del disco exceptuando tres breves Salmos): “Elle s’en va, je la voy qui sommeille:/ Adieu clarté des cieux...”. Antoine Boesset: “N’esperez plus mes yeux,/ De revoir en ces lieux la bauté que j’adore:/[...]/ C’est en vain soupirer,/ C’est en vain esperer/ Le secours que j’implore.”

1 comentario:

Anónimo dijo...

Entro, como obrero a fichar en la mañana temprano fuera de hora, para decirle D.Mariano, que muchas gracias.
Más tarde se las daré como usted se merece.
Un saludo