Los
dioses trazan el destino de los hombres. Este axioma de la cultura
griega puede ser formulado de una manera menos chocante para nuestra
sensibilidad moderna: lo que los griegos llamaban destino, nosotros
lo llamamos azar. Al contrario de lo que ocurre con los dioses, el
sufrimiento es connatural a la vida del hombre. Este segundo axioma
que parece independiente del primero, está sin embargo relacionado
con él, es más, es un corolario o una consecuencia del anterior y
hay un elemento que los une en esta relación de consecuencia: el
tiempo. El combate entre el destino y el azar brilla especialmente en
Edipo Rey,
la obra maestra de Sófocles, en donde leemos: “Te descubrió, pese
a tu oposición, el tiempo que todo lo comprueba.(251)” Edipo es
un hombre piadoso, pero que ha cometido impiedad sin saberlo. Todo en
Edipo tiene que ver con el azar, que otros llamarán destino:
¿Quién que conviva más que tú con desastres salvajes,
quién que conviva más que tú entre penalidades,
por un revés de fortuna? 251
El tiempo transforma el azar en destino y el destino se cumple en el
tiempo a veces en la forma del azar. La principal causa del
sufrimiento humano es precisamente el estar, al contrario que los
dioses, sometidos al tiempo; la caducidad, lo efímero de la vida, la
decadencia del cuerpo y los sentidos y la inevitable muerte, temas ya
presentes con fuerza en la lírica arcaica. Arquíloco nos recuerda:
“Todo al hombre, Pericles, se lo dan el azar y el destino.” La
existencia oscila entre la fortuna y la desgracia, sin que la
voluntad humana tenga mucho que decir. Por ello es recomendable, ya
sea en la fortuna o en el fracaso conservar el temple:
Corazón, corazón, de irremediables penas agitado,
Alzate! Rechaza a los enemigos oponiéndoles
el pecho, y en las emboscadas traidoras sostente
con firmeza. Y ni, al vencer, demasiado te ufanes,
ni, vencido, te desplomes a sollozar en casa.
En las alegrías alégrate y en los pesares gime
sin
excesos. Advierte el vaivén del destino humano.1
Al contrario de lo que un acercamiento apresurado a la tragedia
griega podría sugerir, la experiencia trágica que las obras
reflejan no es excepcional o extraordinaria, por muy excepcional o
extraordinaria que sea la historia o la trama, sino que plantea los
términos de la vida humana tal cual es. En este sentido las tesis de
Nietzsche, si bien escandalosas desde el punto de vista de la
filología ortodoxa, contienen una valiosa enseñanza acerca del
carácter esencial de la tragedia. La cuestión no es si la tragedia
pone en escena el dolor humano, o los momentos cruciales de una vida,
sino porqué en un momento dado de su historia un pueblo comienza a
escenificar esas pasiones como recreación, en el curso de una fiesta
popular con un componente ritual y religioso, como manifestación de
una comunidad, como celebración lunar de la pasión, en un regreso
cíclico, en el que el público otorga premios y cubre de gloria a
los autores. La celebración de los certámenes trágicos durante las
Grandes Dionisias que tenían lugar en la época del año que
coincide más o menos con lo que nosotros llamamos Semana Santa, nos
recuerda a los espectáculos colectivos de nuestra “semana de
pasión”. Para Nietzsche, la tragedia no está para imitar una
realidad humana sufriente, ni siquiera con un interés pedagógico,
si no que, en tanto arte, busca transfigurar esa realidad: “Pues el
hecho de que en la vida los acontecimientos se desarrollen de una
manera tan trágica es lo que menos explicaría la génesis de una
forma artística; ya que el arte no es solo una imitación de la
realidad natural, sino precisamente un suplemento metafísico de la
misma, colocado junto a ella para superarla. En la medida en que
pertenece al arte, el mito trágico participa también plenamente de
ese propósito metafísico de transfiguración, propio del arte en
cuanto tal: qué es lo que el mito trágico transfigura, sin embargo,
cuando presenta el mundo apariencial bajo la imagen del héroe que
sufre? Lo que menos, la “realidad” de ese mundo apariencial, pues
no dice precisamente: “Mirad! Mirad bien! Esta es vuestra vida!
Esta es la aguja del reloj de vuestra existencia!” (Nietzsche: p.
186.)
Se
llamó tiempo
axial2
a la época en la que aparece la especulación racional sobre
determinados temas desde Grecia a China, pasando por Judea, Persia y
la India, hacia el siglo VI antes de Cristo. Algunos de esos temas
fundamentales son los conceptos de “justicia”, “ley” y
“necesidad”. La tragedia griega es también hija de esa época,
al menos en sus formas más arcaicas. Podemos decir que Nietzsche
tomó su concepto de “vida” de la tragedia griega, lo cual
muestra la importancia fundamental que sus tempranos estudios
trágicos tuvieron para su filosofía. Pero también es cierto que el
concepto nietzscheano de “vida” tiene un componente budista
inequívoco que al alemán le llega a través del tamiz
schopenahueriano (no pocas veces aquél afirma que la patria primera
de Dionisio se encuentra en oriente). En particular, la historia
inicial de Buda que narra cómo éste descubre el dolor, la
enfermedad, la muerte y el crimen como componentes esenciales de la
vida, la reencontrará Nietzsche en la tragedia griega3,
sobre todo en Esquilo quien, además, le proporcionará el componente
que falta para completar y redondear este concepto de vida: la
música. Gracias a ello, el pensamiento trágico, al contrario que el
nihilismo budista que optará por mantener las funciones vitales al
mínimo, podrá manifestar su gran sí a la vida incluidas todas las
calamidades que los seres finitos están condenados a experimentar,
al contrario que los dioses; la vida que ha de ser celebrada en la
música, en el cante y el baile, es la mera intensidad de estar vivo
a la que corresponde ese gran sí. Bajo su punto de vista, este era
el porqué de la existencia de la tragedia y el porqué de su
celebración común bajo la advocación de Dionisio: “De igual
manera, creo yo, el griego civilizado se sentía a sí mismo en
suspenso en presencia del coro satírico: y el efecto más inmediato
de la tragedia dionisíaca es que el Estado y la sociedad y, en
general, los abismos que separan a un hombre de otro dejan paso a un
prepotente sentimiento de unidad, que retrotrae todas las cosas al
corazón de la naturaleza. El consuelo metafísico – que, como yo
insinúo ya aquí, deja en nosotros la verdadera tragedia – de que
en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las
apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera,
ese consuelo aparece con corpórea evidencia como coro de sátiros,
como coro de seres naturales que, por así decirlo, viven
inextinguiblemente por detrás de toda una civilización y que, a
pesar de todo el cambio de las generaciones y de la historia de los
pueblos, permanecen eternamente los mismos.” (Nietzsche: p. 77). Lo
trágico se enmarca en ese contraste entre dioses y hombres. Sufrir
como un hombre, y sin embargo amar la vida como un dios. La vida tal
cual es, con sus azares y desastres, sin cosméticos que disimulen
sus fealdades o narcóticos que mitiguen sus dolores; la vida en su
tremendismo es el tema de la tragedia griega. Sólo expuesta en su
máxima crudeza puede la conciencia decir sí a la vida con todas sus
consecuencias. El caos y lo absurdo y doloroso de la existencia es lo
que nos recuerda Dionisio. Nos pone frente a todas las singularidades
de la naturaleza de las que parten ese horror y ese dolor. Luego
Apolo recubre todas esas grietas con una apariencia de regularidad en
la que el hombre acaba ingenuamente por confiar hasta que la
catástrofe de la singularidad revela su rostro de nuevo. Eurípides
pone en boca de Casandra en Las
troyanas
unos versos que reivindican ese ánimo complaciente en medio del
desastre:
Es mejor silenciar las ignominias.
Ojalá mi musa no recuerde jamás
en sus canciones los desastres! (384-385)
Es
precisamente la filiación dionisíaca, por lo que el culto a
Dionisio significa, lo que da para Nietzsche a la tragedia su
carácter esencial, estableciendo con sus principios una relación
profunda que se mantiene hasta el final para el género trágico,
como nos muestra Eurípides con Las
bacantes,
su última gran creación: “En esta polaridad de paz y tumulto, de
sonriente encanto y destrucción demoniaca, Eurípides vio el culto
dionisíaco como espejo de la naturaleza y aun posiblemente como
espejo de la vida” (Lesky: 428).
1Arquíloco
en Antología de la poesía lírica girega, Edición de
Carlos García Gual, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 27
2Concepto
introducido por Karl Jaspers en su obra Origen y meta de la
historia, cuya edición original apareció en 1949.
3
“Debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar
dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a penetrar con la
mirada en los horrores de la existencia individual” (Nietzsche:
138).
No hay comentarios:
Publicar un comentario