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viernes, 21 de diciembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, y 8

En el tiempo que transcurre entre los siglos XVII y XVIII emergen en Europa una serie de transformaciones históricas que afectan a todos los órdenes sociales: en el económico se transita de una sociedad de corte tradicional a otra de tipo industrial (del modo de producción feudal al modo de producción capitalista), en el orden político se transita del antiguo régimen a la primitiva democracia liberal, para desembocar en la primera democracia republicana a fines del siglo XVIII con la Revolución Francesa. Es en este periodo, precisamente, cuando se produce la extensión de las tecnologías disciplinarias como esquema de funcionamiento de la nueva sociedad, hasta el punto de que para Foucault la nueva formación social merece llamarse “sociedad disciplinaria”: «El movimiento que va de un proyecto al otro, de un esquema de la disciplina de excepción al de una de vigilancia generalizada, reposa sobre una transformación histórica: la extensión progresiva de los dispositivos de disciplina a lo largo de los siglos XVII y XVIII, su multiplicación a través de todo el cuerpo social, la formación de lo que podría llamarse en líneas generales la sociedad disciplinaria.» (Foucault: Vigilar y castigar, p. 212). El siglo de la Revolución y la libertad también puede ser llamado el siglo de la disciplina; el siglo de todas las revoluciones: política, industrial, agrícola, demográfica... es también el siglo de la revolución disciplinaria; y será esta última la que permita la coordinación y coimplicación de las demás, su éxito integrado, contribuyendo así a inaugurar la sociedad moderna e ilustrada.(Si alguien duda del papel protagonista que desempeñan las disciplinas y la instrucción en el proyecto de las Luces que eche un vistazo al programa reformador de los ilustrados españoles, en particular episodios como la colonización de Sierra Morena, “experimento social” que condensa todos los aspectos de la reforma): «La formación de la sociedad disciplinaria remite a cierto número de procesos históricos amplios en el interior de los cuales ocupa lugar: económicos, jurídico-políticos, científicos, en fin.» (Ibíd. p. 221).

Las disciplinas cumplen una serie de funciones en la sociedad: «Lo propio de las disciplinas es que intentan definir respecto de las multiplicidades una táctica de poder que responde a tres criterios: hacer el ejercicio del poder lo menos costoso posible (económicamente, por el escaso gasto que acarrea; políticamente por su discreción, su poca exteriorización, su relativa invisibilidad, la escasa resistencia que suscita), hacer que los efectos de ese poder social alcancen su máximo de intensidad y se extiendan lo más lejos posible, sin fracaso ni laguna...» (Íbid.). En general se trata de hacer útiles a los individuos; así, mientras los viejos mecanismos de exclusión analizados en la Historia de la locura servían para apartar a los anormales y marginados del cuerpo social enviándolos a los confines de la sociedad, las nuevas técnicas procuran fabricar individuos útiles, reinsertar y reintegrar bajo la condición de la utilidad. Es como si la nueva sociedad industrial no pudiera permitirse el lujo de dejar sin ocupar un par de manos o sustraerse a administrar y racionalizar el creciente volumen de fuerza que depara el incremento demográfico. Hay, por supuesto, una justificación moral en el uso de las disciplinas, pero no se tarda en entender a poco que se detenga la mirada en sus técnicas y sus realizaciones que existe por debajo de esa pátina ideológica un criterio supremo: la utilidad: «La disciplina de taller, sin dejar de ser una manera de hacer respetar los reglamentos y las autoridades, de impedir los robos o la disipación, tiende a que aumenten las aptitudes, las velocidades, los rendimientos, y por ende las ganancias; moraliza siempre las conductas pero cada vez más finaliza los comportamientos, y hace que entren los cuerpos en una maquinaria y las fuerzas en una economía.» (Ibíd. p. 213). Es este fenómeno el que llama Foucault «La inversión funcional de las disciplinas. Se les pedía sobre todo originalmente que neutralizaran los peligros, que asentaran las poblaciones inútiles o agitadas, que evitaran los inconvenientes de las concentraciones demasiado numerosas; se les pide desde ahora, ya que se han vuelto capaces de ello, el desempeño de un papel positivo, haciendo que aumente la utilidad posible de los individuos.» (Íbid.). Valga el siguiente párrafo como resumen del significado económico-político de las disciplinas en el seno del proceso de constitución de la moderna sociedad industrial: «Digamos que la disciplina es el procedimiento técnico unitario por el cual la fuerza del cuerpo está con el menor gasto reducida como fuerza “política”, y maximizada como fuerza útil. El crecimiento de una economía capitalista ha exigido la modalidad específica del poder disciplinario, cuyas fórmulas generales, los procedimientos de sumisión de las fuerzas y de los cuerpos, la “anatomía política” en una palabra, pueden ser puestos en acción a través de los regímenes políticos, de los aparatos o de las instituciones muy diversas.»(Ibíd. p. 224).

Llegados aquí, es el momento de abordar la cuestión de cuál sería el papel que juega el concepto de excepción en el análisis de las disciplinas. Ya se ha visto cómo la versión químicamente pura de un mecanismo disciplinario lo constituye el modelo de la peste: el cierre total de la ciudad, el estado de excepción declarado sobre la polis, a fin de que la inspección y el bloqueo puedan ejercerse sin la más mínima traba, a riesgo incluso de suprimir la vida de los individuos sobre los que se actúa. La lógica del panoptismo, menos extrema pero igualmente eficaz, también guarda un hueco en su interior para el espacio de la excepción, asegura un ejercicio del poder por fuera de la ley, es un “contraderecho”: «La modalidad panóptica del poder [...] no está bajo la dependencia inmediata ni en prolongación directa de las grandes estructuras jurídico-políticas de una sociedad; no es, sin embargo, absolutamente independiente. Históricamente, el proceso por el cual la burguesía ha llegado a ser en el curso del siglo XVIII la clase políticamente dominante se ha puesto a cubierto tras de la instalación de una marco jurídico explícito, codificado, formalmente igualitario, y a través de la organización de un régimen de tipo parlamentario y representativo. Pero el desarrollo y la generalización de los dispositivos disciplinarios han constituido la otra vertiente, oscura, de estos procesos. Bajo la forma jurídica general que garantizaba un sistema de derechos en principio igualitarios había, subyacentes, esos mecanismos menudos, cotidianos y físicos, todos esos sistemas de micropoder esencialmente inigualitarios y disimétricos que constituyen las disciplinas.» (Foucault: Vigilar y castigar, p. 225). La burguesía había ganado sus derechos frente a los estamentos privilegiados, la aristocracia principalmente, en el contexto del progreso industrial. Gracias a la revolución capitalista, la historia está de su parte y la aristocracia no tiene más remedio que reconocer política y jurídicamente una situación que, de hecho, existe ya hace mucho tiempo: resulta aberrante que al gran contribuyente no se le permita participar en la gestión de la cosa pública. Este primer reconocimiento de derechos se reduce a una clase social determinada y delimitada. El análisis de la formación de la democracia británica, la primera consolidada de la historia, establece la pauta para este tipo de discusiones; a pesar de la revolución francesa, y declaración universal de los derechos; todas las democracias embrionarias tienen un carácter censitario, es decir, sólo el contribuyente ve reconocidos sus derechos a participar en la cosa pública. De esta forma se reproduce el esquema clásico de una clase privilegiada enfrentada a otra que reclama sus derechos. La situación aristocracia-burguesía se refleja en la nueva situación burguesía-proletariado. La lucha de intereses entre el Burgués y el Trabajador Libre dominará la escena europea durante mucho tiempo. No hay que dudar de que al principio de la aventura democrática europea, la burguesía parte en una situación de ventaja clara no sólo por tener más derechos que el trabajador libre, si no por que además disfruta de un poder de facto que, salvo mínimas modificaciones y relegitimaciones formales, conservará ya para siempre. Cuando los derechos se hagan verdaderamente universales y se extiendan a la numerosa clase desposeída, ya ninguna clase de poder se podrá ejercer teóricamente por fuera de la ley, pero en tanto que los privilegios siguen estando presentes y legitimados jurídicamente y en tanto que sigue siendo necesaria la gestión de un gran volumen de población sin peso político de facto, la función de la disciplina será mantener ese derecho-potencia en el seno de la nueva comunidad política supuestamente igualitaria y democrática: «Las disciplinas reales y corporales han constituido el subsuelo de las libertades formales y jurídicas. El contrato podía bien ser imaginado como fundamento ideal del derecho y del poder político; el panoptismo constituía el procedimiento técnico, universalmente difundido, de la coerción.» (Íbid.). Como conclusión apresurada diríamos que las disciplinas permiten afianzar los privilegios adquiridos por la burguesía antes de la universalización de los derechos, mientras estos últimos consiguen legitimar esos privilegios. La burguesía ejerce su dominio extra-jurídicamente.

Gracias a las disciplinas, la comunidad política se transforma en una mezcla de ley y excepción (anteriormente era el poder absoluto lo que consagraba la ley): «Es preciso más bien ver en las disciplinas una especie de contraderecho. Desempeñan el papel preciso de introducir unas disimetrías insuperables y de excluir reciprocidades. En primer lugar, por que la disciplina crea entre los individuos un vínculo “privado”, que es una relación de coacciones enteramente diferentes de la obligación contractual; la aceptación de la disciplina puede ser suscrita por vía de contrato; la manera en que está impuesta, los mecanismos que pone en juego, la subordinación no reversible de los unos respecto de los otros, el “exceso de poder” que está siempre fijado del mismo lado, la desigualdad de posición de los diferentes “miembros” respecto del reglamento común oponen el vínculo disciplinario y el vínculo contractual, y permite falsear sistemáticamente éste a partir del momento en que tiene por contenido un mecanismo de disciplina. Sabido es, por ejemplo, cuántos procedimientos reales influyen en la ficción jurídica del contrato de trabajo: la disciplina de taller no es el menos importante. Además, en tanto que los sistemas jurídicos califican a los sujetos de derecho según unas normas universales, las disciplinas caracterizan, clasifican, especializan; distribuyen a lo largo de una escala, reparten en torno de una norma, jerarquizan a los individuos a los unos en relación con los otros, y en el límite descalifican e invalidan. De todos modos, en el espacio y durante el tiempo en que ejercen su control y hacen jugar las disimetrías de su poder, efectúan una suspensión, jamás total, pero jamás anulada tampoco, del derecho.[5]» (Ibíd. pp. 225-226). “Suspensión”, “contraderecho”, la excepcionalidad es el resultado más preciado de las tecnologías disciplinarias. «Por regular e institucional que sea, la disciplina, en su mecanismo, es un “contraderecho”. Y si el juridismo universal de la sociedad moderna parece fijar los límites al ejercicio de los poderes, su panoptismo difundido por doquier hace funcionar, a contrapelo del derecho, una maquinaria inmensa y minúscula a la vez que sostiene, refuerza, multiplica la disimetría de los poderes y vuelve vanos los límites que se le han trazado.» (p. 226).

Sin analizar directamente el campo de concentración, Foucault acierta a señalar en las tecnologías disciplinarias ese “nomos biopolítico de lo moderno”, que según Agamben sólo puede ser discernido en toda su crudeza en aquellos espacios extremos de la excepción. Pensamos que su falta de apreciación reside en no haber reparado en los análisis de Foucault no estrictamente “biopolíticos”. La esencia de lo político estriba en la relación de bando. Esa relación se aprecia en toda su desnudez en el estado de excepción. Ergo, se hace necesario estudiar los campos de concentración para analizar la relación de bando. Sin embargo, es un ejercicio enriquecedor aguzar la vista para localizar la relación en cuestión en nuestras sociedades democráticas, ricas y desarrolladas.

Recopilaremos a continuación algunas ideas de Agamben sobre los campos de concentración; reuniremos sus respuestas a la cuestión de cómo pueden ser considerados aquellos como «la matriz oculta, el nomos del espacio político en que vivimos todavía.» (Homo sacer, p. 212. Lo que sigue es un resumen del último capítulo del libro, pp. 211-229).

Los campos no nacen del derecho ordinario, si no del estado de excepción o ley marcial. Aunque sea por derivación, puede decirse lo mismo de las instituciones disciplinarias. Aun admitiendo que éstas no pueden ser si no una versión soft de aquellos campos que horrorizaron al género humano, deberíamos extraer conclusiones del hecho de que también estás tengan unos supuestos teóricos comunes con aquellos. ¿Serán entonces las disciplinas, como ya se ha apuntado antes, las encargadas de hacer realidad la idea de una comunidad política como mezcla de ley y afuera de la ley?

«El campo de concentración es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla.» (ibíd., p. 215). Cuando esos agujeros que saltean el espacio del derecho, crecen hasta engullir por completo la forma normal de la ley, desembocando en el abismo del estado de excepción completo. Ejemplo paradigmático de ello es el III Reich hitleriano, que algunos han calificado como “un estado de excepción que duró doce años”[6].

«El campo de concentración es un híbrido de derecho y de hecho, en el que los dos términos se han hecho indiscernibles.» (ibíd. p. 217). Estado de naturaleza, ley marcial, ley de la selva, potencia = derecho, ley = voluntad del soberano... todos estos tópicos sobre la falta de derecho o arbitrariedad del poder soberano tienen cabida bajo el manto teórico del estado de excepción y, en particular, bajo la tesis de la indiferencia entre hecho y derecho.

«[...] si la esencia del campo de concentración consiste en la materialización del estado de excepción y en la consiguiente creación de un espacio en el que la nuda vida y la norma entran en un umbral de indistinción, tendremos que admitir entonces que nos encontramos en presencia de un campo cada vez que se crea una estructura de ese tenor, independientemente de la entidad de los crímenes que allí se cometan y cualesquiera que sean su denominación o sus peculiaridades topográficas. Tan campo de concentración es, pues, el estadio de Bari, en el que en 1991 la policía italiana amontonó provisionalmente a los emigrantes clandestinos albaneses antes de reexpedirlos a su país, como el velódromo de invierno en que la autoridades de Vichy agruparon a los judíos antes de entregarlos a los alemanes [...]» (ibíd., pp. 221-222). Cualquier institución que presuponga una micro-penalidad puede ser considerada automáticamente uno de tales campos. Sin duda nos sorprendería un listado exhaustivo de dichos espacios, por cuanto algunos de ellos forman parte de nuestra vida cotidiana. El hecho de que se suscite la estructura de la excepción en un momento dado en un espacio determinado, no quiere decir se trate de cualidad intrínseca de ciertos lugares. Además de la variable espacial hay que tener también en cuenta la temporal. Cualquier sitio cotidiano puede ser un espacio de la excepción y dejar de serlo.



[5] El subrayado es mío. ¿Cómo es posible que haya pasado desapercibida a Agamben esta caracterización explícita de las instituciones disciplinarias como espacios de excepción?

[6] Al día siguiente del incendio del Reichstag, en febrero de 1933, Hitler decretó la suspensión de los artículos que consagraban los derechos fundamentales individuales de la Constitución de la República de Weimar, promulgada en 1919; como se sabe sobradamente, esta suspensión nunca se revocó, por lo que, no sólo de hecho, sino también desde un punto de vista “jurídico”, el régimen nazi transcurre en su totalidad bajo la situación de una suspensión formal de la norma.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 7

Excurso I. Es posible establecer una analogía entre la estructura de la soberanía y la estructura del capital y extraer de ello conclusiones más que interesantes. Partamos de la siguiente base: se sabe que en las más célebres descripciones tanto del poder como del capital, ambas nociones son consideradas como conceptos relacionales que no designan objetos o cosas, sino relaciones entre objetos o cosas. Tal es el caso de la idea del poder en Foucault, de la estructura de la soberanía en Agamben y del capital en Marx. Este último considera que ni dinero, ni mercancía, ni medios de producción y subsistencia son capital per se, sino que necesitan de un tipo concreto de relación para ser transformados en capital: «[...] es necesario que se enfrenten y entren en contacto dos clases muy diferentes de poseedores de mercancías; a un lado los propietarios de dinero, de medios de producción y de subsistencia, a quienes les toca valorizar, mediante la adquisición de fuerza de trabajo ajena, la suma de valor de la que se han apropiado; al otro lado, trabajadores libres, vendedores de la fuerza de trabajo propia y por tanto vendedores de trabajo.» (p. 892) El término "trabajador libre" lo entiende Marx en dos sentidos. Por un lado, y al contrario de lo ocurre con los esclavos y los siervos de la gleba, no se incluyen entre los medios de producción; por otro, tampoco les pertenecen a ellos los medios de producción (al contrario de lo que ocurre con el campesino que trabaja su propia tierra). Con lo cual, estos trabajadores son libres en dos sentidos: 1. Se encuentran libres de lazos feudales, no están sujetos a ningún señor y, por tanto, disfrutan del derecho a la libertad de movimientos y 2. Se encuentran "libres de propiedad", no poseen medios de producción. He aquí la doble condición del trabajador en el modo de producción capitalista. Creemos que hay razones suficientes para datar la emergencia de esta figura histórica al final de la Edad media como un producto genuino del proceso histórico conocido como "conmutación de cargas" que pone fin a la formación feudal clásica en el occidente europeo hacia el siglo XIV y que tan vivamente ha sido descrito por historiadores marxistas como Perry Anderson. Estamos sin duda ante una figura clave de la Modernidad, un sujeto que no coincide exactamente con el sujeto político que se encuentra en la base de las constituciones y las declaraciones de derechos y que, sin embargo, es el protagonista empírico, tanto cualitativa como cuantitativamente hablando, de la historia contemporánea, aunque sea a su pesar. Hacer la historia de este trabajador libre significa mantener a duras penas un concepto progresista de la historia. Las contradicciones políticas entre las que se ve atrapado a modo de red tupida, echan abajo la idea de una modernidad europea como proceso de emancipación progresiva de los individuos hasta culminar en el sujeto democrático contemporáneo.

La situación de este hombre es tremendamente ambigua. Por un lado, es sujeto de derecho al fin, tras desaparecer los lazos feudales; por otro, se encuentra completamente despojado, sin patrimonio. Tendríamos que detenernos durante un buen rato en la exposición del fenómeno de la conmutación de cargas para comprender toda la transcendencia del acontecimiento, cosa que no podemos hacer aquí. Solo diremos, a riesgo de simplificar en exceso, que la situación del trabajador libre es infinitamente más inestable que la del siervo de la gleba (siempre hablando de occidente), por cuanto éste, aun estando sujeto a la tierra, dispone de facto de un margen de autonomía (ejemplo de los cottages en Inglaterra),en una situación en la que un determinado usufructo de recursos productivos, consagrado por el derecho consuetudinario que los señores respetan [recordemos que la primera intervención pública de Marx sobre un conflicto social se refiere precisamente al intento de revocar un derecho de este tipo en el contexto de una de las últimas formaciones feudales europeas. Véanse los artículos sobre el robo de leña publicados en la Gaceta Renana], permite en buena medida que el sustento del campesino y el de su casa dependan de sí mismo (por mucho que su situación legal sea la de un siervo; no olvidemos que la estructura de la soberanía fragmentada en la Edad Media presupone una "cadena de vasallaje" que va desde el rey hasta el ultimo siervo de la gleba, donde cada eslabón conjuga obligaciones y beneficios según su rango). Para Marx, uno de los hitos en esa secuencia sangrienta que acaba con la aparición del trabajador libre, es precisamente la expropiación al campesino de estos medios propios de subsistencia (Capítulo sobre la acumulación originaria de El capital). Es necesario ser consciente de que lo que se produce en este caso es una transición radical: de un sujeto cuyo sustento biológico depende de sí mismo (no queremos decir que sea por esto dueño de su destino), a un sujeto cuya autorreproducción depende de otro distinto de sí mismo, a causa de lo cual entra en una serie de relaciones de dependencia con importantes consecuencias políticas, a pesar de tener una serie de derechos formales reconocidos. En la formación feudal el derecho va ligado a la tierra, el capitalismo, al contrario, necesita sujetos con derechos pero sin tierra. Es necesario analizar en profundidad la situación política de estos hombres que no son medios de producción, pero tampoco tienen medios de producción.

Este proceso histórico de escisión tiene un doble carácter para Marx. De un lado se disuelven las relaciones que convierten a los trabajadores en propiedad de terceros y en medios de producción; de otro, se esfuma el control directo que ejercían los productores sobre los medios de producción. La progresiva atribución de derechos a los sujetos y su paulatino despojamiento de medios de subsistencia son procesos paralelos, si bien en direcciones contrarias, que reflejan la situación ambigua del nuevo trabajador capitalista. Marx proclama que los historiadores burgueses han mostrado la disolución del modo feudal de producción tan sólo bajo el prisma de la emancipación del trabajador, « [...] en vez de presentarla a la vez como transformación del modo feudal de explotación en el modo capitalista de explotación.»(893). Sólo desde una perspectiva burguesa se podría mantener un concepto progresista de la historia.

No nos resistimos a hacer una comparación entre la estructura del capital y la estructura de la soberanía tal y como la entendemos en este trabajo. Así como la estructura del capital depende de dos figuras: “poseedores de medios de producción” y “trabajadores libres”, la estructura de la soberanía queda ilustrada por la “relación de bando” en la que entran en juego dos figuras: “Soberano” y “Homo sacer”. Es necesario hacer un estudio serio sobre las relaciones paralelas entre estas cuatro figuras. Nos permitimos sospechar que a partir del proceso histórico de la conmutación de cargas su relación es algo más que analógica. El homo sacer absolutamente expuesto y el trabajador libre absolutamente despojado pueden entenderse en determinado contexto como encarnación empírica y modelo teórico respectivamente de la estructura soberana, con sus correspondientes figuras en el polo opuesto. La base patrimonial de la soberanía hace de lo económico, lo político, lo doméstico, lo jurídico y lo extrajurídico un campo de fuerzas cuya ligazón es difícilmente separable. Precisamente en las falsas separaciones a que la doctrina democrática contemporánea somete a algunos de estos falsos elementos, residen las contradicciones y momentos falaces del sistema democrático, en el que subsisten maquilladas las estructuras de la excepción soberana junto con categorías reorganizadas y transformadas del viejo dispositivo de alianza, que a nuestro juicio constituye la encarnación empírica clásica de la relación de bando, como un análisis riguroso de la conmutación de cargas habrá de revelar. Por otra parte, ya Foucault se encargó de llamar nuestra atención sobre el carácter estrictamente relacional de la noción de poder; las relaciones de poder no están en posición de exterioridad con respecto a otros tipos de relaciones (procesos económicos, relaciones de conocimiento, etc.) (p. 125 y anteriores). Las disciplinas, como ya vimos, pasan del campo bélico al campo laboral. La intervención sobre la población proletaria aneja al proceso capitalista, que tiene como finalidad la optimización de la vida disponible, bajo la forma de su fuerza de trabajo, es un episodio de la historia biopolítica de occidente; el Estado burgués es un subconjunto donde rigen los derechos liberales rodeado de un extenso campo de excepción. Volveremos sobre esta cuestión más adelante. Tras este excurso hemos de continuar con el Panóptico.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 6

La noción de “panoptismo” no hace sino compendiar la lógica de la tecnología disciplinaria. Más o menos todo el mundo sabe en qué consiste el panóptico de Bentham, por lo que no vamos a describirlo aquí. Lo que nos interesa es su filosofía y las consecuencias que Foucault extrae de ella. Ahí se expone el sentido ampliado del concepto de sociedad disciplinaria. El objetivo de Foucault no es una estrecha crítica a las instituciones de encierro, el panoptismo significa más que eso, es la metáfora de funcionamiento de la comunidad política democrático-liberal, metáfora reveladora de aspectos no confesados y, tal vez, incómodos. El panóptico (lo mismo que el campo de concentración para Agamben) es la polis moderna. Ésta podría ser la tesis que resume el sentido profundo del prodigioso aparato de gobierno diseñado por Bentham. Afinando más: “La polis funciona como el panóptico”.

Lo que muestra el reglamento sobre las medidas a tomar en caso de declararse la peste, (Vigilar y castigar, p.199), con su toque de queda, su cierre de las vías de comunicación, su consiguiente pena de muerte a todo ciudadano que deambule a horas o por espacios desautorizados (quedando así prendido el trasgresor en la lógica de la soberanía: es homo sacer con respecto al soldado que lo sorprende, mientas que éste es soberano con respecto a aquél), su mando castrense, su ley marcial, etc., es un caso típico de estado de excepción: “Este espacio cerrado, recortado, vigilado, en todos sus puntos, en el que los individuos están insertos en un lugar fijo, en el que los menores movimientos se hallan controlados, en el que todos los acontecimientos están registrados, en el que un trabajo in-interrumpido de escritura une el centro y la periferia, en el que el poder se ejerce por entero, de acuerdo con una figura jerárquica continua, en el que cada individuo está constantemente localizado, examinado y distribuido entre los vivos, los enfermos y los muertos –todo esto constituye un modelo compacto del dispositivo disciplinario[...] Por detrás de los dispositivos disciplinarios, se lee la obsesión de los “contagios”, de la peste, de las revueltas, de los crímenes, de la vagancia, de las deserciones, de los individuos que aparecen y desaparecen, viven y mueren en el desorden.” (íbid. p. 201). El Panóptico supone la transformación innovadora de este modelo disciplinario primitivo basado en el estado de emergencia originado por la peste (“Para hacer funcionar de acuerdo con la teoría pura los derechos y las leyes, los juristas se imaginaban en el estado de naturaleza; para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el estado de peste”, íbid. p.202. Jurista-gobernante, ley-disciplina, teoría-praxis, derecho-hecho), de sus efectos se deduce la lógica de la soberanía: “ [...] inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Hacer que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción. Que la perfección del poder tienda a volver inútil la actualidad de su ejercicio; que este aparato arquitectónico sea una máquina de crear y de sostener una relación de poder independiente de aquel que lo ejerce; en suma, que los detenidos se hallen insertos en una situación de poder de la que ellos mismos son los portadores. Para esto, es a la vez demasiado y demasiado poco que el preso esté sin cesar observado por un vigilante: demasiado poco, porque lo esencial es que se sepa vigilado; demasiado, porque no tiene necesidad de serlo efectivamente: para ello Bentham ha sentado el principio de que el poder debía ser visible e inverificable.” (Íbid p.p.204-205). El cambio cualitativo estriba en que tal dispositivo “automatiza” y “des-individualiza” el poder: “Éste tiene su principio menos en una persona que en cierta distribución concertada de los cuerpos, de las superficies, de las luces, de las miradas, en un equipo cuyos mecanismos internos producen la relación en la cual están insertos los individuos. Las ceremonias, los rituales, las marcas por las cuales el exceso de poder se manifiesta en el soberano son inútiles. Hay una maquinaria que garantiza la asimetría, el desequilibrio, la diferencia.” (p. 205). La lógica de esa maquinaria está expuesta en el Panóptico. Se trata de un importante mecanismo de formalización del que se servirá la democracia liberal, inventado por uno de sus principales teóricos.

La ciudad apestada y el establecimiento Panóptico marcan la transformación del programa disciplinario en siglo y medio. El primer caso es una situación de excepción generalizada. “El Panóptico, por el contrario, debe ser comprendido como un modelo generalizable de funcionamiento; una manera de definir las relaciones de poder con la vida cotidiana de los hombres.” (íbid. p. 208). Nosotros nos atreveríamos a interpretarlo como un dispositivo para introducir la excepcionalidad en la vida cotidiana de los hombres, haciendo realidad la visión de Agamben de una comunidad política, no como resultado de un contrato que la hace alejarse del estado de naturaleza, sino como una composición de excepción y derecho que internaliza dicho estado de naturaleza, atrayéndolo al seno de la propia polis. No debe pasarnos desapercibido tampoco el hecho sintomático de que sea uno de los abogados del estado liberal el que nos proponga semejante instrumento de hipergobernabilidad: “El esquema panóptico es un intensificador para cualquier aparato de poder: garantiza su economía (en material, en tiempo); garantiza su eficacia por su carácter preventivo, su funcionamiento continuo y sus mecanismos automáticos. Es una manera de obtener poder “en una cantidad hasta entonces sin ejemplo”, “un grande y nuevo instrumento de gobierno” [estos últimos entrecomillados son citas de Bentham que hace Foucault] (íbid. p. 209). Tal vez el liberalismo, más que una crítica del exceso de gobierno sea un intento de privatizar el gobierno (ya se vio cómo en el caso del derecho, la monarquía procura disolver los poderes particulares de la aristocracia invocando un determinado derecho de soberanía absoluta sobre la tierra extraído del derecho romano; algo análogo ocurre con la reivindicación de la burguesía contra los privilegios de la monarquía absoluta en nombre de la igualdad y los derechos humanos; el movimiento obrero del siglo XIX denunciará la justicia burguesa como una justicia de clase destinada a controlar y gestionar el potencial subversivo de las masas proletarias. En todos estos saltos históricos reaparece a modo de continuidad estructural el esquema de una clase privilegiada que se enfrenta a otra clase desposeída. Es interesante observar que a partir de la revolución burguesa, dicho esquema se mantiene a pesar de haberse llevado a cabo el cambio en nombre de la igualdad y de los derechos universales. Sobre estos supuestos se podría considerar al estado burgués surgido de la industrialización capitalista como una vuelta atrás a los poderes privados y a la justicia de facto cuyo mecanismo principal habrían sido las disciplinas, con la salvedad de que en el dominio feudal la desigualdad está consagrada por el derecho tradicional, mientras que en el Estado liberal existe una igualdad formal ante la ley [igualdad que no puede darse, por muchas declaraciones universales que las hayan precedido, hasta que no se confirma históricamente la desaparición de las leyes antiasociación que dictó el estado burgués ad hoc contra la clase obrera. Tal vez constituya un ejercicio interesante comparar aquella época histórica, aquellas leyes que restringían derechos de un único conjunto de la sociedad y sus consecuencias políticas, con la actual época histórica, el reciente proceso de desregulación laboral y sus consecuencias políticas. Recuérdense también las de tesis de Toni Negri y Michael Hardt sobre el estado neoliberal, que no pretendería una reducción del mismo, si no un uso distinto de sus aparatos (es de creer que en beneficio de los intereses privados) ]. (Sobre esta cuestión véase la interpretación de Foucault en las páginas 106-108 de La voluntad de saber y en Vigilar y castigar, 277 y siguientes). Realmente, son las actividades de la clase dirigente las que van siendo desrregularizadas y liberadas de trabas, mientras que las clases pobres soportan una hipergubernamentalización que afecta a sus vidas cotidianas. Paradójicamente, este control va quedando paulatinamente en manos instituciones privadas (fundamentalmente la escuela y la fábrica), para mantener la ilusión de libertad que unas leyes discriminatorias para con los trabajadores no podían ofrecer. Ocurre así que el derecho se transforma en una garantía formal que es negada por la situación de hecho. Buena parte de la sociedad ve sus vidas sometidas a una politización (en el sentido de gubernamentalización) omniabarcatica, a una normalización exhaustiva del más mínimo movimiento. Tal control va siendo privatizado progresivamente a media que el estado burgués va reconociendo derechos formales a los trabajadores, mientras transfiere el control de facto a la clase dirigente capitalista y a las escuelas que programan la educación adecuada al efecto. La siguiente cita de Bentham que coloca Foucault va en este sentido: “El panoptismo es capaz de “reformar la moral, preservar la salud, revigorizar la industria, difundir la instrucción, aliviar las cargas públicas, establecer la economía como sobre una roca, desatar, en lugar de cortar, el nudo gordiano de las leyes sobre los pobres, todo esto por una simple idea arquitectónica.” (Ibid. p. 210). Tales son las medidas que propone la democracia liberal para evitar el colapso del modelo capitalista, que la carga gubernamental recaiga por completo del lado del trabajador en la relación capital-trabajo en sentido pasivo, y del lado del capitalista en sentido activo.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 4

La noción de Homo sacer, una oscura figura del derecho romano que Agamben retoma de Festo, permitirá cerrar y redondear su concepto de soberanía: «Hombre sagrado es, empero, aquél a quién el pueblo ha juzgado por un delito, no es lícito sacrificarle, pero quien le mate, no será condenado por homicidio. En efecto, en la primera ley tribunicia se advierte que “si alguien mata a aquél que es sagrado por plebiscito, no será considerado homicida”. De aquí viene que se suela llamar sagrado a un hombre malo e impuro.» (Agamben: 1998, p. 94, n. 1). Las aparentes contradicciones que encierra la definición han dado lugar a múltiples polémicas a lo largo de más de un siglo sobre el tema de la ambivalencia de lo sagrado, en las que participaron algunas de las cabezas visibles de la teoría social como Freud, Durkheim, Kerenyi, Mauss, Benveniste, etc. Se trata de una discusión que excede el interés inmediato de este trabajo. Nos limitaremos a ofrecer la solución que propone Agamben para el enigma; solución que contribuye a dar a luz su concepto de soberanía: «Soberana es la esfera en que se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio; y sagrada, es decir, expuesta a que se le dé muerte, pero insacrificable, es la vida que ha quedado prendida en esa esfera.» (p. 109). Homo sacer es entonces la figura que encarna la nuda vida, el otro polo de la relación con el poder soberano que conforma la estructura de la excepción. «[...] Soberano es aquél con respecto al cual todos los hombres son potencialmente hominis sacri; y homo sacer es aquél con respecto al cual todos los hombres actúan como soberanos.» (p. 110). Pudiera parecer que Agamben insiste aquí en considerar el derecho de muerte como lo propio del poder soberano (situándose con respecto al asunto en una posición cercana a Foucault), como sí la figura del homo sacer fuera ligada inexorablemente a su condición de ser reo de muerte. Queremos insistir, sin embargo, en que si bien el origen histórico de la figura hace referencia a la posibilidad de matar, su fuerza operativa actual, y así creemos entender que se desprende de los análisis de Agamben, consiste en mostrar al poder soberano, cuyo contenido es la estructura de la excepción, como un poder múltiple, multifuncional, fragmentado, polimorfo. Abriéndose así la posibilidad de cuestionar la política contemporánea desde una perspectiva radical pero con una sólida fundamentación teórica. Así pues, la facultad de muerte iría adosada a la noción de homo sacer y a la estructura de la “sacratio” como una adherencia histórica, por tratarse de una figura que remite al ejercicio del poder soberano en sociedades arcaicas o, en terminología foucaultiana, inmersas en el dispositivo de alianza. Se trataría de una “versión epocal” del poder soberano (diríamos que soberanía es la forma de operar en el espacio de la excepción). Al contrario de lo que ocurre con Foucault, y esto ya se ha dicho más arriba, la estructura de la excepción implica una descripción sincrónica de lo que es soberanía, entendiendo a la estructura como la parte sustantiva y al poder soberano, o su figura, como la forma histórica ejecutiva de encarnarla. Mientras que para el francés las discontinuidades históricas (primero la muerte, después la vida), por producirse a un nivel profundo terminan en mutaciones del concepto, en el italiano esos cambios se sitúan en el ámbito de las conductas puesto que la estructura de la excepción ofrece margen para distintas formas de actuación. Así, mientras que el homo sacer es entendible casi exclusivamente como el sujeto del verbo 'morir' y en el caso del soberano ocurre lo propio con el verbo 'matar', las otras figuras de la excepción que presenta Agamben al final de su libro, como el biólogo Wilson, no son encajables en los términos del marco de la sacratio, sin que sufra por ello en lo esencial el hecho de que lo propio de la nuda vida (trátese del homo sacer como encarnación de todas las demás o de cualquier otra), es su condición de estar expuesta, "a disposición de...". Pensamos que existen elementos suficientes para interpretar la estructura de la soberanía-excepción en sentido plural y no sujeta necesariamente a la idea de muerte.

La distinta interpretación que tenemos de ambos autores sobre la figura jurídica de la vitae necisque potestas, es también una fuente de problemas hermenéuticos que refleja, no sólo diferencias de criterio, sino hasta qué punto algunas consecuencias argumentativas del discurso de los dos pensadores quedaron ocultas incluso para ellos.

Como ya sabemos, Foucault coloca como antecedente genético de la forma del poder soberano, tal y como él la entiende, a la vitae necisque potestas: “Durante mucho tiempo, uno de los privilegios del poder soberano fue el derecho de vida y muerte. Sin duda derivaba formalmente de la vieja patria potestas que daba al padre de familia romano el derecho de “disponer” de la vida de sus hijos como de la de sus esclavos; la había “dado”, podía quitarla.” (Foucault: 1998, p. 163). Agamben, intentando poner orden en la presente genealogía, introduce una serie de matices de gran interés. Nos informa de que “...la primera vez que en la historia del derecho nos encontramos con la expresión “derecho de vida y muerte”, es en la fórmula vitae necisque potestas, que no designa en modo alguno el poder soberano, sino la potestad incondicionada del pater sobre los hijos varones.” (Agamben: 1998, p. 113). Es importante para su argumentación establecer con claridad que esta figura no remite en ningún caso a la autoridad del padre en el ámbito doméstico: “Este poder es absoluto y no es concebido ni como el castigo de una culpa ni como la expresión del poder más general que compete al pater en cuanto cabeza de la domus: surge inmediata y espontáneamente de la relación padre-hijo [...] y no hay que confundirlo, en consecuencia, con el poder de matar que pueden ejercer el marido y el padre sobre la mujer o la hija sorprendidas en adulterio flagrante, y todavía menos con el poder del dominus sobre sus siervos. Mientras que estos dos últimos poderes se refieren a la jurisdicción doméstica del cabeza de familia y quedan así de alguna manera en el ámbito de la domus, la vitae necisque potestas recae sobre todo ciudadano varón libre en el momento de su nacimiento y parece así definir el modelo mismo del poder político en general.”(íbid., p.114). Al establecer la diferencia de naturaleza entre el poder del pater sobre el hijo, por un lado, y sobre las mujeres de la familia y la hacienda, por otro, Agamben procura respetar la dicotomía establecida por Aristóteles, que ya se ha citado más arriba: “...en el mundo clásico, la simple vida natural es excluida del ámbito de la polis en sentido propio y queda confinada en exclusiva, como mera vida reproductiva, en el ámbito de la oikos (Pol.1252ª, 26-35). En el inicio de la Política, Aristóteles pone el máximo cuidado en distinguir entre el oikonómos (el jefe de una empresa) y el despotés (el cabeza de familia), que se ocupan de la reproducción de la vida y de su mantenimiento, y el político, y se burla de los que imaginan que la diferencia es de cantidad y no de especie.” (íbid., p.10). Así concluye que la figura jurídica que instituye la autoridad del padre sobre el hijo varón, es la que se alza como una versión reducida del poder soberano, y no la potestad del cabeza de familia sobre su casa: “Lo que esa fuente nos presenta es, pues, una suerte de mito genealógico del poder soberano: el imperium del magistrado no es más que la vitae necisque potestas del padre ampliada a todos los ciudadanos. No se puede decir de manera más clara que el fundamento primero del poder político es una vida a la que se puede dar muerte absolutamente; que se politiza por medio de su misma posibilidad de que se le dé muerte.” (p.115).

Prodría parecer que el planteamiento agambiano adolece de cierta confusión. Foucault tomaba la patria potestas como un todo, sin establecer parcelación alguna, como hace el italiano, y se limitaba a establecer una relación de derivación con respecto al poder soberano. Ahora bien, ¿qué interés tiene Agamben al alinearse con la posición que desea mantener las distancias entre el poder político y el doméstico? Habiendo quedado claro que el espacio de la oikós es el lugar de la reproducción y mantenimiento de la vida (es decir, de la vertiente zoe de la vida, la que queda implicada en la estructura de la soberanía), el lugar de mujeres y esclavos que, en tanto que criaturas sin existencia política, no son capaces de alcanzar la doble categoría de seres vivientes expuesta ya por Aristóteles (el hombre como animal viviente, y además capaz de una existencia política), ¿no le interesaba más a nuestro autor establecer precisamente la genealogía del poder soberano con respecto a la autoridad doméstica del padre? ¿no debería conducirnos a esa conclusión su planteamiento base de que la nuda vida se encuentra en el centro de la estructura de la soberanía? ¿no es acaso el espacio de la oikós, el ámbito por excelencia de la nuda vida? ¿no debería apuntar a la ruptura con el planteamiento clásico y unir autoridad doméstica y poder político? No sabemos si fue por haber percibido algo de la debilidad del presente esquema, o por otro motivo, pero en el parágrafo siguiente al que estamos comentando Agamben apunta una salida, pero sin llegar a mezclar los términos: “Todo sucede como si los ciudadanos varones tuvieran que pagar su participación en la vida política con una sujeción incondicionada a un poder de muerte, como si la vida sólo pudiera entrar en la ciudad bajo la doble excepción de poder recibir la muerte impunemente y de ser insacrificable. La situación de la patria potestas está, pues, en el límite tanto de la domus como de la ciudad: si la política clásica surge de la separación de estas dos esferas, la bisagra que las articula y el umbral en que se comunican indeterminándose es esa vida expuesta a recibir la muerte pero no sacrificable.” (Agamben: 1998, p.117).

Agamben interpreta la idea de pacto social en el seno de la estructura de la excepción (tesis que desarrolla ampliamente y que se comentará más adelante), ello presupone la necesidad de revisar las teorías contractualistas clásicas; he aquí una de las conclusiones de ese cambio de perspectiva: “Más originario que el vínculo de la norma positiva o del pacto social es el vínculo soberano que, en verdad, no es, empero, otra cosa que una desligadura; y lo que esta desligadura implica y produce –la nuda vida, que habita la tierra de nadie entre la casa y la ciudad- es, desde el punto de vista de la soberanía, el elemento político originario.”(p. 118). ¿Por qué, entonces, una interpretación de la vitae necisque potestas que la desvincula de la idea clásica de la patria potestas, desmintiendo de paso el aserto foucaultiano, y negando la posibilidad de una relación de provenencia entre el poder político y el ámbito doméstico? ¿no es la casa -repetimos- el espacio por excelencia de la nuda vida, “elemento político originario desde el punto de vista de la soberanía”?

Si hemos querido detenernos, ahora brevemente, en esta discusión sobre la vitae necisque potestas, es porque más adelante queremos tratar ampliamente las relaciones entre espacio doméstico y poder soberano (un punto clave en nuestra investigación), que nos conducirá a resultados polémicos con respecto a Foucault y Agamben.

Unas de las consecuencias clave de la estructura de la excepción, es que el sujeto político oscila continuamente entre los dos polos de la soberanía, de soberano a homo sacer; suponemos que la interpretación de la vitae necisque potestas que arma Agamben pretende reflejar mediante una ilustración extraída de la historia del derecho esta condición. El peso del sujeto político tiene como condición su posibilidad de ingresar en la zona de indiferencia entre hecho y derecho.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 3

En Francia, durante la modernidad, se dan dos tipos de crítica de la Monarquía: en el siglo XVIII, la crítica se hace «en nombre de un sistema jurídico puro, riguroso, en el que podrían introducirse sin excesos ni irregularidades todos los mecanismos del poder, contra una Monarquía que a pesar de sus afirmaciones desbordaba el derecho y se colocaba a sí misma por encima de las leyes.» (íbid., p. 107). En este tipo de crítica se pueden incluir los teóricos del contrato como Rousseau y autores precedentes que demostraron un consecuente celo legalista, tales como Bodin o Hobbes. Nuestras democracias constitucionales tendrían su precedente aquí. Estas críticas nunca ponen en cuestión el principio de que el derecho debe ser la forma misma del poder y que el poder debe ejercerse siempre de acuerdo con el derecho.

«En el siglo XIX apareció otro tipo de crítica de las instituciones políticas; crítica mucho más radical puesto que se trataba de demostrar no sólo que el poder real escapaba a las reglas del derecho, sino que el sistema mismo del derecho era una manera de ejercer la violencia, de anexarla en provecho de algunos, y de hacer funcionar, bajo la apariencia de la ley general, las asimetrías e injusticias de una dominación. Pero esta crítica del derecho se formula aún según el postulado de que el poder debe por esencia, e idealmente, ejercerse con arreglo a un derecho fundamental.» (íbid., p. 108). En el siglo XIX, consumada la revolución burguesa, ¿no debería hablarse simplemente de ciudadanos? ¿no se hizo la revolución precisamente para acabar con la estructura clases privilegiadas/no privilegiadas? La época de la democracia burguesa es una época de proliferación de contratos: públicos y privados: la comunidad política se rige por un contrato público, las relaciones entre particulares por contratos privados, los poderes legislativos están casi exclusivamente dedicados a decidir y arbitrar sobre los contratos patrón/proletario. Esta es un relación no pública, sino privada. Sin embargo es la relación política preponderante. El Estado moderno apenas acaba de formarse y la relación política dominante es entre poderes privados (recuérdese la Ley de Gravitación Universal, no sólo el cuerpo grande atrae al pequeño, también al revés). En nuestro modelo feudal, también la relación política dominante (siervo/señor) se basa en un contrato privado, pero en este caso estamos en ausencia de estado, no existe por encima de la jefatura una instancia política suprema (al menos hasta la llegada del absolutismo) que exija el monopolio de lo político como ocurre con el estado moderno.

Los nuevos mecanismos de poder que surgieron ya no se dejan reducir a este modelo jurídico. «Esos mecanismos de poder son los que a partir del siglo XVIII tomaron a su cargo la vida de los hombres, a los hombres como cuerpos vivientes.» (íbid., p. p. 108-109). Los nuevos procedimientos oponen la técnica al derecho, la normalización a la ley, el control al castigo; y se ejercen según formas que rebasan el estado y sus aparatos. «[...] un examen algo cuidadoso muestra que en las sociedades modernas el poder en realidad no ha regido la sexualidad según la ley y la soberanía; supongamos que el análisis histórico haya revelado la presencia de una verdadera “tecnología” del deseo, mucho más compleja y sobre todo mucho más positiva que el efecto de una mera “prohibición”; desde ese momento, este ejemplo [...] ¡acaso no nos constriñe a forjar, a propósito del poder, principios de análisis que no participen del sistema del derecho y la forma de la ley? [...] Se trata de pensar el sexo sin la ley y, a la vez, el poder sin el rey.» (íbid., p.p. 110-111). Dicho esto, la definición foucaultiana del poder queda enmarcada en la perspectiva estratégica expuesta: « [...] el poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos estarían dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.» (íbid., p. 113).

He aquí la posición de Foucault sobre la conveniencia de adoptar un nuevo modelo no-jurídico de análisis de poder. La opinión de Agamben, por el contrario, es que se debe seguir hablando de soberanía; a nuestro entender, sin embargo, si conseguimos desplegar todo el significado y las consecuencias de su descripción de la estructura de la excepción, así como las que se deducen de la definición foucaultiana del poder y de sus ejemplos históricos, llegaremos a entender que ambas posturas no están tan alejadas como pueda parecer. Es más, situándonos en una perspectiva más abarcativa, según la cual el ejercicio del poder no se agote en la esfera estatalista (el análisis estratégico de Foucault se refiere, queramos o no, a actuaciones estatales), fijando la atención en cómo la estructura de la soberanía queda reproducida en grupos de poder incluso muy pequeños, que se generan en situaciones de facto donde la mentada estructura reaparece y desaparece incluso en los acontecimientos más triviales de la vida cotidiana, tal vez se pueda hacer compatible el modelo agambiano de la excepción y el modelo estratégico foucaultiano. Incluso me atrevería a decir que la propuesta del italiano no hace sino enriquecer y fortalecer la del francés, aunque según nuestro parecer, como se verá más adelante, haya olvidado lo fundamental.

Ya se sabe que mientras Foucault considera la emergencia de la biopolítica como una mutación o desplazamiento (de la muerte a la vida) en el concepto occidental de soberanía (aunque persista la ambigüedad cuando describe el cambio en las formas y persistencia del derecho de muerte, guerra de razas, etc.), Agamben entiende el elemento biopolítico como componente interno y transhistórico del poder soberano entendido como estructura relacional entre potestad suprema y nuda vida (no entraremos aún a discutir qué condiciones de posibilidad permiten la constitución de dichas potestades supremas; sobre esto se suele señalar la violencia o su virtualidad como herramienta básica, pero antes hay que establecer las condiciones de posibilidad patrimoniales de la violencia). En tanto en cuanto su idea del poder es deudora de la expuesta definición de soberanía, no acepta la separación entre un modelo estratégico y un modelo jurídico-institucional; es más, considera que ambos deben permanecer unidos, demostrando a lo largo de su investigación que su modelo unificado cumple de una vez el papel resolutivo que Foucault había reservado a modelos distintos para campos distintos. Ello abre el camino a una posible innovación en el concepto de soberanía. Las dos teorías fundamentales de nuestro siglo fundaban el criterio soberano en el monopolio de la violencia, por una parte y en el monopolio sobre la decisión sobre el estado de excepción por otra. Ambas teorías tienen en común la insistencia en la idea de monopolio, de modo que el poder supremo será dependiente de la exclusividad de su ejercicio. Nosotros pensamos sin embargo, que los estudios de Foucault y Agamben permiten pensar en la posibilidad de lo que podríamos llamar un concepto plural de la soberanía cuya significatividad no resida sobre la idea modal de exclusividad o monopolio, si no más bien sobre la propia carga semántica (violencia, excepcionalidad).

La forma suprema de ejercicio del poder, según el funcionamiento descrito en la estructura de la excepción, no remite obligatoriamente al hecho de que tras esa forma de ejercicio del poder tengan que estar el Estado o sus aparatos (en Foucault, el soberano siempre encarna al Estado, aunque la lógica de las instituciones disciplinarias, el panoptismo, aún siendo muchas de ellas no estatales, se basa en la excepcionalidad), puesto que en cualquier momento de la vida cotidiana de los sujetos puede abrirse ante ellos el círculo de la excepción, pueden entrar en relaciones voluntarias o involuntarias que los hagan ingresar en dicho círculo en tanto que nuda vida. La comunidad política contemporánea no es menos una mezcla de hecho y derecho, orden jurídico y espacio de la excepción que otros tipos de comunidad más o menos alejados en el tiempo y en el espacio. Un concepto verdaderamente renovado de soberanía, aun conservando la carga semántica en el hecho de la violencia y la excepción, debería desgajarse de la idea de estado o suprema potestad: la estructura de la excepción sólo tiene como condición de posibilidad la pura violencia y, por ello, no admite rigurosamente hablando distinciones tales como público/privado o estado/sociedad civil. Lo político visto bajo este prisma escapa totalmente a una identificación con la esfera pública o estatal. Sea un Estado, una banda de la selva amazónica, o una compañía multinacional: en todos los casos de trata de entes políticos, en tanto que en su seno puede suscitarse la mentada estructura.

Creemos entender que la idea de soberanía que adopta Agamben como estructura de la excepción, es una descripción intensiva y no extensiva; es decir, el ejercicio de la soberanía no requeriría una institución de poder omniabarcativo, central, como el Estado, que ejercería el poder in toto. Creemos que se puede entender el poder en el sentido de que tan soberano es un ejercicio macro como micro del mismo; como decimos, la estructura de la excepción, que constituye para nosotros el criterio sobre lo que es y no es soberanía, es una marca intensiva que no depende en absoluto de la extensión de su ejercicio para tener éxito; por que entendemos que la insistencia en la idea de monopolio, da a luz un concepto de soberanía excesivamente rígido e irremediablemente vinculado al Estado, que deja fuera la posibilidad de entender multitud de problemas políticos básicos que acontecen por fuera de las fronteras estatales. La estructura de la excepción puede ser suscitada igualmente en la guerra de exterminio o en la intervención médica sobre la vida vegetativa, en la empresa capitalista o en las relaciones que entabla el ciudadano en tanto que consumidor con el sistema de distribución de beneficios; en los grupos del narcotráfico o en las mafias inmobiliarias que dictan la política urbanística de los gobiernos a base de sobornos, amén de las leyes de desregulación que los poderes económicos dictan al Estado en perjuicio de la soberanía popular. Todos estos grupos son soberanos en la misma medida, puesto que reúnen las condiciones patrimoniales de ejercicio del poder supremo. Por mucho que se pretenda que el derecho colme la vida cotidiana de los individuos, siempre hay amplias zonas de sombra que quedan sin iluminar por el orden jurídico. Cada vez que una situación de facto deja en suspenso una norma jurídica, el sujeto ingresa como nuda vida automáticamente en el espacio de la excepción. Ello no quiere decir que esta situación tenga que poner en peligro la vida del individuo atrapado en el círculo (hay que dejar de identificar soberanía con capacidad de matar), simplemente que su vida está expuesta y a disposición de un poder que no es menos soberano porque opere a nivel microscópico desde el punto de vista de la extensión. Toda situación de hecho que deje en suspenso uno o más derechos reconocidos acoge en su dominio una vida expuesta. La actual tendencia desrregulativa promocionada por el Estado neoliberal en alianza con los poderes económicos, viene a ser una forma de dar carta de naturaleza jurídica a un mercado laboral entendido como un campo de excepción. La idea de regular la desrregulación hace realidad una de las conclusiones de la investigación agambiana, el hecho de que en la política actual la excepción acaba por convertirse en norma.

Si entendemos la soberanía como un asunto que no concierne exclusivamente al núcleo del Estado, se puede entender el modelo de la excepción agambiano en el contexto de la definición foucaultiana del poder, citada más arriba: «[...] el poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos están dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.» El poder no está constituido como un centro jerárquico que se extiende hasta recubrir la totalidad de la comunidad política, sino que sería más bien una estructura móvil y extensible capaz de fijarse a niveles microscópicos sin perder un ápice de intensidad. En este contexto queda disuelta la oposición entre el modelo “ley-soberano” y el modelo “estratégico”, ya que ambos pueden ser reductibles como casos especiales al modelo de la excepción. Si Foucault pretendía que el modelo estratégico se hacía imprescindible para atender el análisis de las formas extra-estatales de ejercicio del poder, el modelo agambiano aclara que no es posible un análisis riguroso sin tener en cuenta que en lo que llamamos poder se mezclan la excepcionalidad y la norma, especialmente al franquear la línea que marca la frontera exterior del Estado.

Más adelante se discutirá el papel que juega el concepto de excepción en los análisis foucaultianos; como este importantísimo núcleo de su investigación (al menos por lo que respecta a Homo sacer) no ha sido tenido en cuenta por Agamben, tendremos la oportunidad de verificar como, en cierto sentido, ambos modelos tienen más cosas en común de lo que se pueda sospechar. Ahora, para continuar con orden, terminaremos la exposición del italiano.

martes, 6 de noviembre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 2

Nos habíamos quedado en la definición agambiana de la estructura de la soberanía: «Si la excepción es la estructura de la soberanía[...] es la estructura originaria en que el derecho se refiere a la vida y la incluye en él por medio de la propia suspensión [...] llamamos bando (del antiguo término germánico que designa tanto la exclusión de la comunidad como el mandato y la enseña del soberano) a esa potencia [...] de la ley de mantenerse en la propia privación, de aplicarse desaplicándose.» (íbid, p. 43). La situación en que queda la vida en el instante en que el soberano ejecuta su derecho de bando es descrita de la siguiente manera: «La relación de excepción es una relación de bando. El que ha sido puesto en bando no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a ésta, sino que es abandonado por ella, es decir, que queda expuesto y en peligro en el umbral en que vida y derecho, exterior e interior se confunden.» (íbid, p. 44). Pensamos que es importante insistir en el matiz de abandono; no hay otra forma más adecuada de describir la situación que define a la nuda vida que ha quedado atrapada en el interior del espacio de la excepción; es esta la idea sustancial; la condición de posibilidad para las operaciones del poder: organizar un espacio del abandono, sin el amparo de la ley, donde el sujeto se caracteriza por un estado de exposición total. Más abajo intentaremos explicar que no se debe asociar esa potestad de abandono exclusivamente a un centro supremo de poder como pueda ser el Estado. Las condiciones de posibilidad para ejercer el derecho (poder) de bando pueden ser descritas y pueden darse en distintos condiciones y lugares, de forma permanente o temporal, de una forma plural. No se trata de una potestad reconocida por la norma jurídica, sino que, más bien, depende de un fundamento material que permite su ejercicio y la disolución impune de la norma.

Digamos que en el nivel de profundidad en el que se mueve Agamben, las transformaciones cronológicas del concepto de soberanía como las que establece Foucault, pasan a un segundo plano. Partiendo de la anterior descripción de la estructura de la excepción queda claro que lo que ocurre con la vida en el contexto del poder soberano, es que ésta queda abandonada en una situación en la que se encuentra “disponible” para cualquier tipo de intervención por parte del poder, no necesariamente sólo para la muerte (aunque lo que identifique a la estructura de la soberanía sea la potestad de crear un espacio en el que dar muerte de forma impune, como se verá a continuación). La naturaleza de esa actuación puede ser efectivamente múltiple: la mera muerte, la actuación eugenésica, la manipulación genética, el ingreso en un espacio extremo de excepción donde se produce una combinación de toda esta serie de actuaciones (el campo de concentración), incluso también, como se desprende insospechadamente del trabajo teórico de Foucault, el ingreso en un espacio “suave” de excepción (si puede hablarse así), como pueda ser una institución disciplinaria cualquiera.

La rigidez de la cronología establecida por Foucault, hace que su concepto de soberanía parezca a veces ambiguo. A veces se identifica la propia noción con la forma de ejercer el poder que ilustraría el suplicio en las sociedades premodernas (tal y como se describe al principio de Vigilar y castigar). Se las llega a llamar incluso “sociedades de soberanía” para contraponerlas a las sociedades disciplinarias o de normalización (Deleuze), cuando queda claro que para Foucault la soberanía no desaparece, sino que se transforma. Todas las sociedades son de “soberanía”, tal y como nuestro autor las describe, lo que ocurre es que la forma de su ejercicio se va transformando históricamente (aunque no se puede negar que de la lectura de los textos se desprende un excesivo hincapié en el “dar muerte”). De hecho, la cronología establecida sobre las mentadas transformaciones también funciona como descripción de la evolución de las posibilidades de dar muerte en la Europa moderna (del suplicio en la Edad clásica al racismo en el contexto de la tecnología biopolítica): «El racismo, según creo, asegura la función de la muerte en la economía del bio-poder, partiendo del principio de que la muerte de los otros es el refuerzo biológico de uno mismo en tanto que miembro de una raza o población, en tanto que miembro de una pluralidad que es unitaria y viviente.» (Foucault: 1992, p. 250).

Agamben en cambio, en tanto que considera la soberanía como la facultad de hacer ingresar a la nuda vida en el espacio de la excepción, no se ocupa en establecer cronologías ya que su descripción sincrónica de la estructura de la excepción establece de forma precisa la multitud de formas que puede adoptar la intervención soberana sin necesidad de confundir los usos con la cosa. Así la cronología sería una cronología de los usos, sin necesidad de que estos modifiquen la sustancialidad del concepto (recordemos que Foucault habla por un lado de transformaciones en el derecho de muerte, y por otro de que ese derecho de muerte muta en un momento dado, siglo XVIII, en un derecho sobre la vida).[3]

La cuestión de la antigüedad de la biopolítica nos parece menos importante. Que el poder soberano tenga como referente a la zoe, hace afirmar a Agamben que la biopolítica es tan antigua como la estructura de la excepción. Foucault sin embargo considera su emergencia en el momento en que el soberano desliza su foco de atención desde la muerte hacia la vida. Tal vez la clave esté en que para la posición del italiano, no deben separarse vida y muerte; no se puede intervenir sobre una e ignorar a la otra y viceversa. Otra cosa es que la preocupación empírica de los gobernantes recaiga sobre la una o la otra según las épocas.

En cambio, el problema de la pertinencia o no de separar los modelos jurídico-institucional y biopolítico del poder, nos parece más central. Para no confundir las cosas, habría que hablar más bien de "modelo jurídico-institucional" versus "modelo estratégico" tal y como hace Foucault; por que lo que Agamben llama modelo biopolítico no es un modo de análisis, sino un modo de poder establecido cuya descripción es resultado de la aplicación del modelo estratégico de análisis a una determinada tecnología de poder, en este caso la biopolítica.

La necesidad de un nuevo modelo de análisis del poder que vaya más allá del derecho positivo y de las reglas de funcionamiento de las instituciones, la advierte Foucault en el contexto de sus investigaciones sobre la historia de la sexualidad: «La apuesta de las investigaciones que seguirán consiste en avanzar menos hacia una “teoría” que hacia una “analítica” del poder: quiero decir, hacia la definición del dominio específico que forman las relaciones de poder y la determinación de los instrumentos que permitan analizarlo. Pero creo que tal analítica no puede construirse sino a condición de hacer tabla rasa y de liberarse de cierta representación del poder, la que yo llamaría- en seguida se verá porqué- “jurídico discursiva”. [...] no imaginemos que esa representación sea propia de los que se plantean el problema de las relaciones entre poder y sexo. En realidad es mucho más general; frecuentemente la volvemos a encontrar en los análisis políticos del poder, y sin duda está arraigada allá lejos en la historia de occidente.» (Foucault: 1998, 101). Los rasgos principales de esta representación del poder son: 1. La relación negativa: el poder sólo prescribe lo que no debe hacerse, 2. La instancia de la regla: el poder prescribe el orden del sexo, 3. El poder sólo aplica al sexo leyes de prohibición: el ciclo de lo prohibido, 4. La lógica de la censura; la prohibición adopta tres formas: afirmar que algo no está permitido, impedir que sea dicho, negar que eso exista; 5. La unidad de dispositivo. «¿Porqué se acepta tan fácilmente esta concepción jurídica del poder, y por consiguiente la elisión de todo lo que podría constituir su eficacia productiva, su riqueza estratégica, su positividad?[...] ¿Porqué reducir los dispositivos de la dominación nada más al procedimiento de la ley de prohibición?» (íbid., p.p. 104-105). La razón que aduce Foucault es que el poder sólo se hace tolerable para los que lo soportan si oculta sus mecanismos de funcionamiento[4]. El poder sería aceptado por la comunidad como un simple “límite impuesto al deseo, dejando intacta una parte -incluso reducida- de libertad”. Nos parece importante citar in extenso las causas históricas de este fenómeno: «Quizá hay para esto una razón histórica. Las grandes instituciones de poder que se desarrollaron en la Edad media –la monarquía, el Estado con sus aparatos- tomaron impulso sobre el fondo de una multiplicidad de poderes que eran anteriores y, hasta cierto punto, contra ellos: poderes densos, enmarañados, conflictivos, poderes ligados al dominio directo o indirecto de la tierra, a la posesión de las armas, a la servidumbre, a los vínculos de soberanía o de vasallaje. Si tales instituciones pudieron implantarse, si supieron –beneficiándose con toda una serie de alianzas tácticas- hacerse aceptar, fue porque se presentaban como instancias de regulación, de arbitraje, de relimitación, como una manera de introducir entre esos poderes un orden, de fijar un principio para mitigarlos y distribuirlos con arreglo a fronteras y a una jerarquía establecida. Esas grandes formas de poder, frente a fuerzas múltiples que chocaban entre sí, funcionaron por encima de todos los derechos heterogéneos en tanto que principio del derecho, con el triple carácter de construirse como conjunto unitario, de identificar su voluntad con la ley y de ejercerse a través de mecanismos de prohibición y de sanción. Su fórmula, pax et iustitia, señalaba, en esa función a la que pretendía, a la paz como prohibición de las guerras feudales o privadas y a la justicia como manera de suspender el arreglo privado de los litigios. En ese desarrollo de las grandes instituciones monárquicas, se trataba, sin duda, de muy otra cosa que de un puro y simple edificio jurídico. Pero tal fue el lenguaje del poder, tal la representación de sí mismo que ofreció, y de la cual toda la teoría del derecho público construida en la Edad Media o reconstruida a partir del derecho romano ha dado testimonio. El derecho no fue simplemente un arma manejada hábilmente por los monarcas; fue el modelo de manifestación y la forma de aceptabilidad del sistema monárquico. A partir de la Edad Media, en las sociedades accidentales el ejercicio del poder se formula siempre en el derecho.» (Ídem, p. p. 106-107).



[3] Tal vez hubiera que distinguir aquí, foucaultianamente, discursos y practicas -pero el discurso es una práctica: el uso ¿Se puede decir entonces que el francés solo describe cambios en las prácticas discursivas? Si no hay una estructura atemporal de la soberanía desde su perspectiva teórica, eso es lo que se afirma sin embargo en la Voluntad de saber: soberano es el que da muerte.

[4] Una de las conclusiones de Vigilar y castigar es que la monarquía absoluta abandonó el espectáculo de los suplicios por miedo a que las masas populares terminasen considerando ilegítimo un gobierno que ejercía la justicia como una venganza cruel contra los condenados. Todo poder considerado arbitrario corre el peligro de crear resistencias entre los que sufren su aplicación. « En el abandono de la liturgia de los suplicios, ¿qué papel desem­peñaron los sentimientos de humanidad hacia los condenados? En todo caso, hubo por parte del poder un temor político ante el efecto de estos rituales ambiguos.» (Vigilar y castigar, p. 70). La desaparición de los suplicios y la benignidad de las penas a partir del siglo XVIII, precedidas por las campañas de los teóricos del derecho penal como Beccaria, tuvo como efecto afianzar el poder de las monarquías, dando una pátina de legalidad a lo que fue frecuentemente percibido como producto de la arbitrariedad y el capricho de los reyes y las clases privilegiadas. El abandono de los suplicios no procede de cierta piedad hacia los condenados, si no un miedo político de la monarquía hacia el pueblo. «Muy pronto el suplicio se ha hecho intolerable. Irritante, si se mira del lado del poder, del cual descubre la tiranía, el exceso, la sed de des­quite y "el cruel placer de castigar".» (íbid., p. 77). La humanidad de las penas reivindicada en el discurso Ilustrado a pocos años de iniciarse las revoluciones burguesas y de formularse la primera declaración universal de los derechos humanos tuvo efectos, tal vez, inesperados. «La reforma del derecho crimi­nal debe ser leída como una estrategia para el re-acondicionamien­to del poder de castigar, según unas modalidades que lo vuelvan más regular, más eficaz, más constante y mejor detallado en sus efectos; en suma, que aumente estos efectos disminuyendo su costo económico (es decir disociándolo del sistema de la propiedad, de las compras y de las ventas, de la venalidad tanto de los oficios como de las decisiones mismas) y su costo político (disociándolo de la arbitrariedad del poder monárquico).» (íbid., p. 85).

lunes, 29 de octubre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 1


A Carlos Portillo, profesor luchador comprometido contra la violencia de género, en favor de la ciudadanía participativa y republicano honesto. In memoriam

En Homo sacer[1], Giorgio Agamben propone un modelo de análisis de lo político basado en el concepto de excepción, para lo cual recoge y reinterpreta la noción foucaultiana de biopolítica a partir de la idea de nuda vida, que esbozara Walter Benjamin en su estudio sobre la violencia soberana. De la confrontación de ambos pensamientos surge la posibilidad de una nueva perspectiva a la hora de enjuiciar nuestras categorías políticas. El objetivo aquí es, mediante un choque de conceptos, extraer algunas herramientas útiles para el análisis del hecho político, desde un punto de vista histórico, teórico y práctico.

En el prólogo de su libro, Agamben presenta su programa y con él sus dos discrepancias básicas con respecto a Foucault: «La presente investigación se refiere precisamente a ese punto oculto en que confluyen el modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico del poder. Uno de los posibles resultados que arroja es, precisamente, que esos dos análisis no pueden separarse y que las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario – aunque oculto – del poder soberano. Se puede decir incluso que la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano. La biopolítica es, en este sentido, tan antigua como la excepción soberana.» (Agamben: 1998, p. 16). Se trata aquí de unir lo que Foucault pretendía mantener separado (“el modelo jurídico–institucional y el modelo biopolítico del poder”) y de empujar hacia atrás en el tiempo, hasta los siglos oscuros, la emergencia de la biopolítica, que aquél localizaba en los albores de la contemporaneidad europea. Para una primera comparación recordaremos la posición del francés.

Foucault entiende el poder soberano como la facultad de disponer de la vida de los individuos. Soberano es aquel que tiene en su mano el derecho de vida y muerte. Esta forma de poder, con sus distintas modificaciones, ha venido ejerciéndose hasta la Edad contemporánea, pero en su forma más reconocible, con el espectáculo del suplicio como rito característico, tiene su ocaso hacia el final de la Edad clásica: «Y quizá haya que referir esa forma jurídica a un tipo histórico de sociedad en donde el poder se ejercía esencialmente como instancia de deducción, mecanismo de sustracción, derecho de apropiarse de una parte de las riquezas, extorsión de productos, de bienes, de servicios, de trabajo y de sangre, impuesto a los súbditos. El poder era ante todo derecho de captación: de las cosas, del tiempo, los cuerpos y finalmente la vida; culminaba con el privilegio de apoderarse de ésta para suprimirla.» (Foucault, 1998, p. 164). El ejercicio del poder soberano evolucionará hacia otras formas con el inicio del proceso de la Modernidad, de acuerdo con la novedades epocales y discontinuidades de la naciente formación social. El poder ya no se ejercerá sobre la vida para suprimirla, sino para administrarla y para maximizarla como recurso del que el poder dispone: «Ahora bien, el occidente conoció desde la Edad clásica una profundísima transformación de esos mecanismos de poder. Las “deducciones” ya no son la forma mayor, sino sólo una pieza entre otras que poseen funciones de incitación, de reforzamiento, de control, de vigilancia, de aumento y organización de las fuerzas que somete: un poder destinado a producir fuerzas, a hacerlas crecer y ordenarlas más que a obstaculizarlas, doblegarlas o destruirlas. A partir de entonces, el derecho de muerte tendió a desplazarse o al menos apoyarse en las exigencias de un poder que administra la vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas exigencias.» (Íbid., p., 165). Este poder sobre la vida se desarrolla a partir del siglo XVII en dos formas principales. Entre los siglos XVII y XVIII aparecen las tecnologías disciplinares, centradas en el cuerpo individual, constituyéndose de este modo una anatomopolítica del cuerpo (se trata del modelo extensa y magistralmente descrito en Vigilar y castigar, del que se hablará más adelante). De otra parte, a finales del XVIII surgen las tecnologías biopolíticas cuyo objeto será el hombre-especie, constituyendo por esto una biopolítica de la especie: «[...] procesos de natalidad, de mortalidad, de longevidad, lo que, justamente en la segunda mitad del XVIII y en relación con una multitud de problemas políticos y económicos[...], han constituido, creo, los primeros objetos de saber y los primeros bancos de control de esta biopolítica» (Foucault: 1992, pp.232-234. Esta descripción de las nuevas tecnologías de poder no es más que un resumen de lo que el autor escribe en este texto). Posteriormente, estos dos dispositivos llegarán a articularse y superponerse el uno al otro, llegando a constituir lo que Foucault denomina “sociedad de normalización”: «Por otra parte, estos dos conjuntos de mecanismos, uno disciplinario, otro regulador, no son del mismo nivel. Esto permite precisamente que no se excluyan mutuamente y que puedan articularse uno sobre otro.» (Íbid., p. 242). Dicho esto, en el contexto de la sociedad de normalización «la norma es lo que puede aplicarse tanto a un grupo que se quiere disciplinar, como a una población que se quiere regularizar. La sociedad de normalización no es, por tanto, en estas condiciones, una especie de sociedad disciplinaria generalizada cuyo espacio se había visto conjuntado y finalmente recubierto en su totalidad por las instituciones disciplinarias; ésta no es más que una primera interpretación, insuficiente, de la idea de la sociedad de normalización. La sociedad de normalización es aquella en la que se cruzan, siguiendo una articulación ortogonal, la norma de la disciplina y la norma de la regulación.» (Íbid., p.p 244-245).

Lo que interesa retener por el momento es la idea de que el poder, en la situación descrita, se desplaza del objeto “muerte” hacia el objeto “vida” allá por el siglo XVIII; esta es la primera conclusión foucaultiana que pretende negar Agamben. Su tesis es bien simple a este respecto, ya nos hemos referido a ella: la vida sería objeto del poder soberano al menos desde la época arcaica en que la teología y la política eran indistinguibles, es más (dice Agamben), “se puede decir incluso que la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano”. Ahora bien, esta revisión se propone desde una posición muy distinta a la de Foucault. Hay diferencias muy notables entre conceptos básicos de ambos autores, como el de soberanía o el propio concepto de vida; pero antes de comenzar la confrontación, se impone que expongamos la descripción agambiana del poder soberano.

Agamben comienza por un análisis filológico de los dos términos que en griego clásico se refieren a “vida”. La zoe expresa el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (animales hombres o dioses). Por otra parte, bíos indica la forma de vivir propia de un individuo o grupo. No se trata de la simple vida natural, sino de la vida cualificada (ejemplo: bíos politikós). La zoe pertenece al ámbito de la oikós y está excluida de la polis. Aristóteles distingue entre el oikonomós (jefe de una empresa) y el despotés (el cabeza de familia) que se ocupan de la reproducción de la vida y de su mantenimiento, y el político, «[...] y se burla de los que imaginan que la diferencia entre ellos es de cantidad y no de especie.» (Agamben, 1998, p. 18). Es una distinción que hoy podríamos asimilar a la de “gestor” y “gobernante”, el encargado de la reproducción de la vida, por un lado, y el depositario de la voluntad soberana, por otro. La distinción es fundamental para Agamben por que es piedra angular de su concepto de soberanía. Según la definición de Schmitt, soberano es aquel a quien el orden jurídico reconoce el derecho de proclamar el estado de excepción y de suspender el orden jurídico mismo. «El soberano está al mismo tiempo fuera y dentro del orden jurídico.» (Íbid., p. 27). Así se enuncia la paradoja de la soberanía. Para el jurista alemán, la soberanía del estado no estriba en ostentar el monopolio de la violencia (como afirmaba Weber, sin darse cuenta de lo problemático de la idea, todavía más en una democracia liberal), sino en el monopolio de la decisión (otra cosa es que para hacer efectiva la decisión se requiera una estructura de la violencia organizada). La situación de excepción produce una indiferencia entre hecho y derecho. «Si la excepción es la estructura de la soberanía[...] es la estructura originaria en que el derecho se refiere a la vida y la incluye en él por medio de su propia suspensión [...]» (Íbid., p. 31). He aquí la primera forma en que Agamben entiende la biopolítica. El poder soberano se caracteriza, efectivamente, porque tiene la potestad de disponer de la vida natural, en el sentido de poder suprimirla o, más propiamente, de dejarla fuera del ordenamiento jurídico, completamente expuesta, en su condición de simple vida, a ser eliminada lejos de toda responsabilidad o compromiso jurídico. Este es el sentido en el que la nuda vida es pieza indispensable en el puzzle de la estructura de la soberanía. Así, afirma Agamben, desde el mismo momento en que se pueda hablar de dicha estructura, hay que entender que el objeto de ese poder no es otro que la vida pura y simple. De este modo, el poder soberano tiene siempre como referente a la nuda vida y es, en este sentido, una biopolítica.

Lo que no debe hacerse, sin embargo, a nuestro juicio es emparentar sin más ambos conceptos. Mientras que Agamben afirma que el poder soberano tiene una carga biopolítica intrínseca, en tanto en cuanto toma a su cargo la nuda vida para disponer de ella, en Foucault, por el contrario, la biopolítica aparece en el preciso instante en que la soberanía deja de definirse como aquella capacidad de suprimir la vida, y se transforma en aquella potestad de mantenerla y administrarla, fenómeno aparecido hacia el siglo XVIII como ya se ha dicho. La diferencia de posición estriba, creemos poder afirmar, en la aparente contradicción entre la consideración de un poder soberano referido estrictamente a una vida suprimible y el que se centraría en una vida expuesta.

Agamben no define la soberanía como la capacidad de suprimir la vida primero, y de administrarla después, como hace Foucault ("soberanía" en éste es un concepto en evolución, sujeto a cambios históricos), sino que habla del soberano como aquel que está facultado para abandonar la nuda vida en el espacio de la excepción. Ello no indica sin más que el fin de esa vida atrapada haya de ser suprimida, sino que, pura y simplemente, está expuesta a ello. No hay una asociación directa entre "soberano" y "muerte". La estructura de la excepción no adopta una forma única en sus concreciones, sino tantas como formas de actuación adopta el poder sobre la vida que toma a su cargo: penal, médica, eugenésica, disciplinaria, laboral. De este modo, la estructura descrita por Agamben acoge en su seno, en un sentido sincrónico, las transformaciones históricas que Foucault ha propuesto para el concepto de soberanía.[2]



[1] Einaudi, Turín, 1995. Nosotros citamos por la edición española de Pre-Textos, Valencia, 1998.

[2] Por otra parte, la descripción exhaustiva que se hace de las tecnologías disciplinarias en Vigilar y castigar, ya presupone, sin que llegue a ser explícita la tesis, el espacio de la excepción. La propia institución disciplinaria es un espacio en el que el derecho ordinario queda en suspenso; en esto precisamente consiste la lógica del panoptismo y por esto se caracteriza el lugar por antonomasia de la excepción para Foucault: la cárcel moderna. Agamben no parece haber tenido en cuenta la importancia que, subrepticiamente, alcanza para Foucault el concepto de excepción en su análisis de la sociedad disciplinaria; de haberlo hecho, las diferencias que pretende establecer entre su perspectiva y la del francés, hubiesen tenido que ser matizadas necesariamente.