lunes, 29 de octubre de 2007

Discusión metodológica: Foucault, Agamben y el modelo del estado de excepción, 1


A Carlos Portillo, profesor luchador comprometido contra la violencia de género, en favor de la ciudadanía participativa y republicano honesto. In memoriam

En Homo sacer[1], Giorgio Agamben propone un modelo de análisis de lo político basado en el concepto de excepción, para lo cual recoge y reinterpreta la noción foucaultiana de biopolítica a partir de la idea de nuda vida, que esbozara Walter Benjamin en su estudio sobre la violencia soberana. De la confrontación de ambos pensamientos surge la posibilidad de una nueva perspectiva a la hora de enjuiciar nuestras categorías políticas. El objetivo aquí es, mediante un choque de conceptos, extraer algunas herramientas útiles para el análisis del hecho político, desde un punto de vista histórico, teórico y práctico.

En el prólogo de su libro, Agamben presenta su programa y con él sus dos discrepancias básicas con respecto a Foucault: «La presente investigación se refiere precisamente a ese punto oculto en que confluyen el modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico del poder. Uno de los posibles resultados que arroja es, precisamente, que esos dos análisis no pueden separarse y que las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario – aunque oculto – del poder soberano. Se puede decir incluso que la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano. La biopolítica es, en este sentido, tan antigua como la excepción soberana.» (Agamben: 1998, p. 16). Se trata aquí de unir lo que Foucault pretendía mantener separado (“el modelo jurídico–institucional y el modelo biopolítico del poder”) y de empujar hacia atrás en el tiempo, hasta los siglos oscuros, la emergencia de la biopolítica, que aquél localizaba en los albores de la contemporaneidad europea. Para una primera comparación recordaremos la posición del francés.

Foucault entiende el poder soberano como la facultad de disponer de la vida de los individuos. Soberano es aquel que tiene en su mano el derecho de vida y muerte. Esta forma de poder, con sus distintas modificaciones, ha venido ejerciéndose hasta la Edad contemporánea, pero en su forma más reconocible, con el espectáculo del suplicio como rito característico, tiene su ocaso hacia el final de la Edad clásica: «Y quizá haya que referir esa forma jurídica a un tipo histórico de sociedad en donde el poder se ejercía esencialmente como instancia de deducción, mecanismo de sustracción, derecho de apropiarse de una parte de las riquezas, extorsión de productos, de bienes, de servicios, de trabajo y de sangre, impuesto a los súbditos. El poder era ante todo derecho de captación: de las cosas, del tiempo, los cuerpos y finalmente la vida; culminaba con el privilegio de apoderarse de ésta para suprimirla.» (Foucault, 1998, p. 164). El ejercicio del poder soberano evolucionará hacia otras formas con el inicio del proceso de la Modernidad, de acuerdo con la novedades epocales y discontinuidades de la naciente formación social. El poder ya no se ejercerá sobre la vida para suprimirla, sino para administrarla y para maximizarla como recurso del que el poder dispone: «Ahora bien, el occidente conoció desde la Edad clásica una profundísima transformación de esos mecanismos de poder. Las “deducciones” ya no son la forma mayor, sino sólo una pieza entre otras que poseen funciones de incitación, de reforzamiento, de control, de vigilancia, de aumento y organización de las fuerzas que somete: un poder destinado a producir fuerzas, a hacerlas crecer y ordenarlas más que a obstaculizarlas, doblegarlas o destruirlas. A partir de entonces, el derecho de muerte tendió a desplazarse o al menos apoyarse en las exigencias de un poder que administra la vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas exigencias.» (Íbid., p., 165). Este poder sobre la vida se desarrolla a partir del siglo XVII en dos formas principales. Entre los siglos XVII y XVIII aparecen las tecnologías disciplinares, centradas en el cuerpo individual, constituyéndose de este modo una anatomopolítica del cuerpo (se trata del modelo extensa y magistralmente descrito en Vigilar y castigar, del que se hablará más adelante). De otra parte, a finales del XVIII surgen las tecnologías biopolíticas cuyo objeto será el hombre-especie, constituyendo por esto una biopolítica de la especie: «[...] procesos de natalidad, de mortalidad, de longevidad, lo que, justamente en la segunda mitad del XVIII y en relación con una multitud de problemas políticos y económicos[...], han constituido, creo, los primeros objetos de saber y los primeros bancos de control de esta biopolítica» (Foucault: 1992, pp.232-234. Esta descripción de las nuevas tecnologías de poder no es más que un resumen de lo que el autor escribe en este texto). Posteriormente, estos dos dispositivos llegarán a articularse y superponerse el uno al otro, llegando a constituir lo que Foucault denomina “sociedad de normalización”: «Por otra parte, estos dos conjuntos de mecanismos, uno disciplinario, otro regulador, no son del mismo nivel. Esto permite precisamente que no se excluyan mutuamente y que puedan articularse uno sobre otro.» (Íbid., p. 242). Dicho esto, en el contexto de la sociedad de normalización «la norma es lo que puede aplicarse tanto a un grupo que se quiere disciplinar, como a una población que se quiere regularizar. La sociedad de normalización no es, por tanto, en estas condiciones, una especie de sociedad disciplinaria generalizada cuyo espacio se había visto conjuntado y finalmente recubierto en su totalidad por las instituciones disciplinarias; ésta no es más que una primera interpretación, insuficiente, de la idea de la sociedad de normalización. La sociedad de normalización es aquella en la que se cruzan, siguiendo una articulación ortogonal, la norma de la disciplina y la norma de la regulación.» (Íbid., p.p 244-245).

Lo que interesa retener por el momento es la idea de que el poder, en la situación descrita, se desplaza del objeto “muerte” hacia el objeto “vida” allá por el siglo XVIII; esta es la primera conclusión foucaultiana que pretende negar Agamben. Su tesis es bien simple a este respecto, ya nos hemos referido a ella: la vida sería objeto del poder soberano al menos desde la época arcaica en que la teología y la política eran indistinguibles, es más (dice Agamben), “se puede decir incluso que la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano”. Ahora bien, esta revisión se propone desde una posición muy distinta a la de Foucault. Hay diferencias muy notables entre conceptos básicos de ambos autores, como el de soberanía o el propio concepto de vida; pero antes de comenzar la confrontación, se impone que expongamos la descripción agambiana del poder soberano.

Agamben comienza por un análisis filológico de los dos términos que en griego clásico se refieren a “vida”. La zoe expresa el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (animales hombres o dioses). Por otra parte, bíos indica la forma de vivir propia de un individuo o grupo. No se trata de la simple vida natural, sino de la vida cualificada (ejemplo: bíos politikós). La zoe pertenece al ámbito de la oikós y está excluida de la polis. Aristóteles distingue entre el oikonomós (jefe de una empresa) y el despotés (el cabeza de familia) que se ocupan de la reproducción de la vida y de su mantenimiento, y el político, «[...] y se burla de los que imaginan que la diferencia entre ellos es de cantidad y no de especie.» (Agamben, 1998, p. 18). Es una distinción que hoy podríamos asimilar a la de “gestor” y “gobernante”, el encargado de la reproducción de la vida, por un lado, y el depositario de la voluntad soberana, por otro. La distinción es fundamental para Agamben por que es piedra angular de su concepto de soberanía. Según la definición de Schmitt, soberano es aquel a quien el orden jurídico reconoce el derecho de proclamar el estado de excepción y de suspender el orden jurídico mismo. «El soberano está al mismo tiempo fuera y dentro del orden jurídico.» (Íbid., p. 27). Así se enuncia la paradoja de la soberanía. Para el jurista alemán, la soberanía del estado no estriba en ostentar el monopolio de la violencia (como afirmaba Weber, sin darse cuenta de lo problemático de la idea, todavía más en una democracia liberal), sino en el monopolio de la decisión (otra cosa es que para hacer efectiva la decisión se requiera una estructura de la violencia organizada). La situación de excepción produce una indiferencia entre hecho y derecho. «Si la excepción es la estructura de la soberanía[...] es la estructura originaria en que el derecho se refiere a la vida y la incluye en él por medio de su propia suspensión [...]» (Íbid., p. 31). He aquí la primera forma en que Agamben entiende la biopolítica. El poder soberano se caracteriza, efectivamente, porque tiene la potestad de disponer de la vida natural, en el sentido de poder suprimirla o, más propiamente, de dejarla fuera del ordenamiento jurídico, completamente expuesta, en su condición de simple vida, a ser eliminada lejos de toda responsabilidad o compromiso jurídico. Este es el sentido en el que la nuda vida es pieza indispensable en el puzzle de la estructura de la soberanía. Así, afirma Agamben, desde el mismo momento en que se pueda hablar de dicha estructura, hay que entender que el objeto de ese poder no es otro que la vida pura y simple. De este modo, el poder soberano tiene siempre como referente a la nuda vida y es, en este sentido, una biopolítica.

Lo que no debe hacerse, sin embargo, a nuestro juicio es emparentar sin más ambos conceptos. Mientras que Agamben afirma que el poder soberano tiene una carga biopolítica intrínseca, en tanto en cuanto toma a su cargo la nuda vida para disponer de ella, en Foucault, por el contrario, la biopolítica aparece en el preciso instante en que la soberanía deja de definirse como aquella capacidad de suprimir la vida, y se transforma en aquella potestad de mantenerla y administrarla, fenómeno aparecido hacia el siglo XVIII como ya se ha dicho. La diferencia de posición estriba, creemos poder afirmar, en la aparente contradicción entre la consideración de un poder soberano referido estrictamente a una vida suprimible y el que se centraría en una vida expuesta.

Agamben no define la soberanía como la capacidad de suprimir la vida primero, y de administrarla después, como hace Foucault ("soberanía" en éste es un concepto en evolución, sujeto a cambios históricos), sino que habla del soberano como aquel que está facultado para abandonar la nuda vida en el espacio de la excepción. Ello no indica sin más que el fin de esa vida atrapada haya de ser suprimida, sino que, pura y simplemente, está expuesta a ello. No hay una asociación directa entre "soberano" y "muerte". La estructura de la excepción no adopta una forma única en sus concreciones, sino tantas como formas de actuación adopta el poder sobre la vida que toma a su cargo: penal, médica, eugenésica, disciplinaria, laboral. De este modo, la estructura descrita por Agamben acoge en su seno, en un sentido sincrónico, las transformaciones históricas que Foucault ha propuesto para el concepto de soberanía.[2]



[1] Einaudi, Turín, 1995. Nosotros citamos por la edición española de Pre-Textos, Valencia, 1998.

[2] Por otra parte, la descripción exhaustiva que se hace de las tecnologías disciplinarias en Vigilar y castigar, ya presupone, sin que llegue a ser explícita la tesis, el espacio de la excepción. La propia institución disciplinaria es un espacio en el que el derecho ordinario queda en suspenso; en esto precisamente consiste la lógica del panoptismo y por esto se caracteriza el lugar por antonomasia de la excepción para Foucault: la cárcel moderna. Agamben no parece haber tenido en cuenta la importancia que, subrepticiamente, alcanza para Foucault el concepto de excepción en su análisis de la sociedad disciplinaria; de haberlo hecho, las diferencias que pretende establecer entre su perspectiva y la del francés, hubiesen tenido que ser matizadas necesariamente.

jueves, 25 de octubre de 2007

"A este tipo de hombres no les gusta ser perturbados por enemistades, y tampoco por amistades: fácilmente olvidan o perdonan."

sábado, 20 de octubre de 2007

Pintura abstracta, y 2

El arte tiene la bonita costumbre de echar a perder todas las teorías artísticas. Marcel Duchamp

La tarde del diluvio y la mañana siguiente. “Breve semiótica del infinito”, un texto de Omar Calabrese que encontré mientras pensaba en este ensayo, pretende negar una tesis de la crítica contemporánea acerca de William Turner: su carácter de precursor o pionero de lo que un siglo después llegó a conocerse como pintura abstracta; para ello, comienza con un análisis de ciertos usos del término ‘abstracto’ (porque, según él, el problema radica precisamente en un mal uso del término ‘abstracto’), con el objetivo de demostrar que “nos hallamos, de hecho, en presencia de pintura figurativa tradicional.” Comparto la conclusión, pero sus argumentos me confunden.

Calabrese se refiere a las oposiciones abstracto/figurativo y abstracto/concreto y explica sus usos: «Tengo la impresión de que se asocian de forma no pertinente dos significados del término “abstracto”, uno que lo opone a figurativo, como cuando se habla de “arte abstracto”, y otro que lo opone a concreto, y que se basa en la diferencia entre un dispositivo, procedimiento o estructura por un lado, y un proceso por otro: el primer sentido subyace al segundo.» Bien, el significado de la primera oposición no ofrece dificultades; sin embargo, el sentido de la oposición abstracto/concreto permanece oscuro en el texto. Se propone una analogía con otra oposición: dispositivo, procedimiento, estructura versus proceso. Podemos entender la diferencia entre estructura y proceso, pero la contraposición entre procedimiento y proceso nos deja perplejos, además de recelosos frente a la traducción, donde sospecho radica el equívoco. Por otro lado, obviando el problema del significado de ‘procedimiento’ y ‘proceso’ y quedándonos con la oposición estructura/proceso, ¿cómo entender esta última como la explicación de la otra oposición abstracto/concreto? Calabrese lo intenta por segunda vez: «Lo abstracto en el segundo sentido consiste en el juego entre una espacialidad plana a la que se confían las relaciones estructurales entre las figuras o la instancia de la enunciación [donde se produce la proferencia] y una espacialidad ilusoria que contiene las figuras en tanto que figuras del mundo natural.» A partir de esta segunda explicación estamos autorizados a pensar de que este segundo sentido de abstracción remite a la pintura pura y simplemente, tal y como la conocemos desde el Renacimiendo cuando se codifican los modos de representación de la perspectiva moderna. Objetos representados en un espacio ilusorio que replica el espacio sensible experimentado por el sujeto. Es algo que confirma la conclusión del propio calebrese, «...podemos retomar esta tesis para ilustrar cómo en Turner no es cierto que exista una “abstracción del primer tipo”, sino tan sólo una “abstraccción del segundo tipo”. Nos hallamos, de hecho, en presencia de una pintura figurativa tradicional.» De esa “doble espacialidad” y de sus paradojas se ha hablado a propósito de la pintura del Renacimiento.

Queda claro para Calabrese que esa segunda forma de abstracción no es más que una herramienta conceptual que define la pintura de siempre en términos topológicos.

Conclusiones

La estricta referencialidad de lo metarreferencial. Entiendo que todo término mencionado en L² deviene un deíctico de sí mismo, en tanto que designador rígido en el mundo posible del lenguaje objeto. El lenguaje no deja de figurar la realidad aunque se trate de una realidad interna al propio lenguaje, así la pintura no puede dejar de ser figurativa en algún sentido.

Las propiedades figurativas de lo abstracto. Es inevitable que una pintura abstracta remita como mínimo a sí misma; más allá esta reflexividad plástica, entendiendo el arte como ilusión, la figura abstracta puede ser signo de cualquier estado de cosas natural.

La abstracción informal puede entenderse como una concreción microscópica (Jackson Pollock), o como una geometría concreta (Rothko), lo que supone una contradicción en los términos, pero un experimento interesante desde el punto de vista plástico.

Solamente cuando la pintura abstracta pretende acabar con el ilusionismo figurativo de un espacio representado tal y como lo lograron los artistas italianos del siglo XV, se acerca a su objetivo de no-representación, sino de creación del espacio objetivo tridimensional. Aquí la pintura (por llamarla de alguna forma) no nos engaña, pero tampoco podemos decir que no figure la realidad; pienso que es realmente problemático hablar de abstracción contemplando los sacos de Millares o Burri, las telas rajadas de Fontana o las pastas de mármol perfectamente tridimensionales de Tápies. La cualidad de estas obras es expresiva y no representativa, por eso mismo son figuras y no signos a la vez, no remiten a otra cosa que a sí mismas, sin embargo, sobre en todo en el caso de los sacos de Burri y Millares, expresan estados de conciencia del sujeto humano. La condición matérica de cierta vertiente de la abstracción pictórica de postguerra supone un penúltimo hachazo al ilusionismo.

Algo parecido ocurre con la pintura autorreferencial de la abstracción post-pictórica, un enfriamiento racional y lineal que, sintiéndose directamente heredero de la Bauhaus a través de la figura Joseph Albers, busca exactamente hacer una pintura que no remita a nada exterior: «Un lienzo cuadrado (neutro, sin forma) con el toque de pincel retocado para borrar el toque de pincel, de superficie mate, plana, pintada a mano alzada (sin barniz, sin textura, no lineal, sin contorno nítido, sin contorno impreciso) que no refleje el entorno - una pintura pura, abstracta no objetiva, atemporal, sin espacio, sin cambio, sin referencia a ninguna otra cosa, desinteresada- un objeto consciente de sí mismo (nada inconsciente), ideal, trascendente, olvidado de todo lo que no es el arte.» Pero sabemos que la pureza es difícil.

Lo abstracto como lo primordialmente concreto. La inversión hegeliana: lo más concreto es lo más abstracto. «Hegel concibe a veces la abstracción como separación de lo concreto y particularización de las determinaciones de lo concreto. A veces estima que aunque la filosofía, por ocuparse de generalidades, estudia lo abstracto, semejante realidad es abstracta sólo en cuanto a la forma, pero en sí misma es concreta, ya que es Ια unidad de diferentes determinaciones (Cfr. Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie. Einleitung. A. 2; Glöckner, t. 17.53). Lo abstracto no es lo verdadero, pero sólo cuando lo consideramos formalmente; visto filosóficamente, lo que comunmente se llama abstracto es lo más concreto que cabe. Puede decirse, en suma, que la abstracción como separación que deja a lo real vacío de contenido es propia del entendimiento, Verstand; la abstracción por así decirlo realizada, lo universal concreto, es objeto de la razón, Vemunft.»

sábado, 13 de octubre de 2007

Fotofobia: enfermedad profesional de filósofos y vampiros

"A un filósofo se le reconoce en que se aparta de tres cosas brillantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las mujeres: con lo cual no se ha dicho que estas cosas no vengan a él. Se recata de la luz demasiado intensa; por ello se recata de su época y del 'día' de ésta."

viernes, 5 de octubre de 2007

Pintura abstracta, 1 (2ª Versión)

Las vanguardias y el lenguaje nunca fueron buenos aliados. Muchas veces erraron y usaron mal las palabras al explicar teóricamente sus teorías artísticas y también al bautizarse con determinados nombres: abstracción, cubismo, surrealismo. Un fenómeno típico de la vanguardia histórica es el manifiesto, o al menos, el escrito teórico, donde explicar al mundo la propuesta artística defendida (había que dar al público la oportunidad de entender); el arte se convierte es una especie riesgo, el artista un ser expuesto al rechazo, a la incomprensión, aparece la idea de trasgresión en el arte, de ruptura de unas supuestas reglas. El artista como rebelde, pecador, traidor; el manifiesto como una confesión o disculpa. En algunos casos esas letras justificatorias merecen el sello de literatura mística (Kandinsky, De lo espiritual en el arte). A nadie se le pasa por la cabeza que Van Eyck tuviera la ocurrencia de escribir un manifiesto para acompañar sus telas. Es en esta voluntad de teoría y en esos escritos teóricos donde se han cometido los mayores disparates, pero también se han abierto debates, casi siempre de forma involuntaria, que han trascendido con mucho las fronteras del arte. Que un artista no domine un cierto lenguaje y que se meta en un verdadero berenjenal al querer explicar lo que está haciendo es hasta cierto punto excusable, pero cuando ocurre con la crítica no hay que ser transigentes. Analicemos desde fuera esa necesidad del artista de vanguardia de explicar lo que hace. El concepto de abstracción pictórica, por ejemplo, es un cúmulo de incongruencias que queremos ilustrar un poco aquí. Comparemos primero ciertos usos del término.

Pictóricamente: lo abstracto se opone a lo figurativo. En pintura hablamos de abstracción cuando no hallamos formas reconocibles desde el punto de vista visual, formas que remitir a la experiencia humana de la naturaleza, cuando no se aprecia representación de objetos naturales ni artificiales, tampoco imágenes antropomorfas. Esta no-figuratividad de la pintura abstracta no afecta, sin embargo, a las puras figuras, las formas de la geometría, como se aprecia en la primera abstracción (Malevich).

Lingüísticamente: lo abstracto en tanto que autorreferencial se opone a lo referencial (lo abstracto es metalingüístico, como desde el punto de vista plástico se puede llamar metapictórico). Los nombres comunes pueden designar individuos o especies, ‘caballo’ puede referirse al género de animales que conocemos como tales o bien a un individuo concreto de ese género, ‘este caballo’. El primer uso del nombre común también es un uso abstracto, pero como en ese caso también se deducen implicaciones ontológicas, vamos a reservar la distinción abstracto/concreto para el apartado correspondiente. Aquí vamos a centrarnos en la dicotomía referencial/autorrerencial que también se puede entender como lingüística/metalingüística.

Cuando usamos un nombre o cualquier otro término lingüístico con intención designadora, como en la frase ‘el caballo ganó la carrera’, estamos comunicando algo, informando o describiendo un estado de cosas determinado; por el contrario, cuando usamos una palabra cualquiera como objeto de la afirmación que estamos haciendo, estamos en el terreno de lo metalingüístico: ‘caballo’ tiene siete letras’. En este segundo ejemplo, el nombre ‘caballo’ se encuentra “mencionado”, al contrario que en el primero, donde sirve para mencionar, designar. Distinguimos aquí un segundo nivel de lenguaje que supone un “lenguaje objeto” o “metalenguaje”, aquel lenguaje que nos sirve para hablar del lenguaje mismo; decimos entonces que se cumple una función autorreferencial, porque lo afirmado en la frase ejemplo no se refiere a ningún objeto del mundo exterior, del ámbito de nuestras ideas, teorías o creencias, sino que hace referencia exclusivamente al universo de lo estrictamente lingüístico. Más tarde veremos qué relación guarda esta función metalingüística con la abstracción pictórica, que a menudo ha sido descrita como un uso autorreferencial de la pintura.

Ontológicamente lo abstracto se enfrenta a lo concreto (aunque la distinción genero/ individuo también es lingüística). Nos referimos a las implicaciones ontológicas de un problema lingüístico, el del realismo de los nombres comunes o universales. ‘Caballo’ es un arquetipo de propiedades o definición de la que participan los individuos concretos que pueden ser clasificados bajo ese género, ‘este caballo’; este tipo de abstracción se acerca a un realismo radical (precisamente así, como un “realismo extremo” entiende Malevich su trabajo a partir de 1915 cuando formula el suprematismo).

Otros usos. ‘Abstraer también significa ‘simplificar’, como en el caso de las teorías científicas. Las figuras geométricas también son una abstracción en oposición a las figuras concretas del mundo físico (en este sentido hay que recordar que la primera abstracción pictórica era figurativa, hablando con propiedad: Kandinsky, Mondrian).

El significado etimológico de abstracción es ‘separar’, como cuando se separa la propiedad esencial de algo de aquellas otras accesorias con la intención definirlo, estudiarlo o clasificarlo. Algunos pintores abstractos se proponían precisamente una misión purista de alcanzar la esencia de la forma pictórica en una especie de platonismo, o ‘plotinismo’ plástico (Rothko). La abstracción como separación consiste en seleccionar y dar supremacía a una propiedad entre muchas y es eficaz para comprender en parte la práctica de la abstracción pictórica. Entre forma y color optar por una cosa u otra, de una posible imagen de la realidad extraer formas y representar una mera yuxtaposición de manchas de color. De la leche, separar su blancura del resto de propiedades.

¿Quién piensa en abstracto? Las muchachas compasivas de Hegel. En su célebre artículo, Hegel se plantea de forma sencilla y breve la tesis de que es la gente vulgar la que piensa en abstracto y no la gente ilustrada (sale al paso de la secular acusación hecha contra los filósofos de embotamiento abstractivo). Inventa entonces una serie de situaciones narrativas extraídas de la vida cotidiana en las que otros tantos personajes arquetípicos piensan (o no) en abstracto.

El pueblo vulgar. Un asesino llevado al cadalso no es más que un asesino. Algunas muchachas compasivas pueden considerarlo guapo o interesente, observación que la gente vulgar considerará escandalosa, retorcida y digna de una mente a su vez perturbada como la del reo.

El sabio. Un hombre con experiencia en la observación del género humano analiza la vida del criminal, la mala situación familiar, la relación con un padre brutal, la falta de una madre que lo abandona en la infancia. Un primer error que lo expulsa a los márgenes de la sociedad. Algunos al oír esto afirmarán que es un mero subterfugio para disculpar al asesino. Sólo ven en él un asesino. Es esto consiste para Hegel pensar abstractamente, de todas las cualidades posible de un hombre separar una de todas las demás y tomarla como la esencial. En este caso la condición de asesino.

La belleza del suplicio. En un acto de piedad, la vieja de un hospicio disuelve la abstracción del asesino devolviéndole a su espíritu la dignidad un ser plural. La anciana contempla el sol brillando sobre la cabeza cortada del homicida expuesta en el patíbulo y exclama: ¡qué bella es! Percibe la luz de la gracia divina descendiendo sobre ella.

La vieja chismosa. La historia de la aldeana acusada de vender sus huevos podridos. Se defiende transfiriendo esa podredumbre a la familia de la acusadora. Sus padres comidos de piojos, su madre prostituta de los soldados franceses, su abuelo muere sólo y sin atención. Ella acepta regalos de los señores franceses, ya se sabe lo que eso significa. “Todo en el ella cobra el cariz de estos huevos podridos, mientras que esos oficiales de los que hablaba la aldeana - si es cierto lo que cuenta, habría que dudar mucho-, habían visto en ella sin duda otras cosas muy distintas.”

El criado. En su tendencia instintiva a hacer abstracción de todo, la gente vulgar no ve en el criado de un señor más que eso, un simple criado. Pero para un amo francés (por ejemplo), culto e instruido, un sirviente es mucho más que eso. Deviene un colaborador imprescindible, es buen negociador y celestino, conoce el terreno que pisa; es un personaje discreto que goza de la máxima confianza de su amo, su trato se acerca más al del amigo. El amo depende de él tanto como él del amo.