En Francia, durante la modernidad, se dan dos tipos de crítica de la Monarquía: en el siglo XVIII, la crítica se hace «en nombre de un sistema jurídico puro, riguroso, en el que podrían introducirse sin excesos ni irregularidades todos los mecanismos del poder, contra una Monarquía que a pesar de sus afirmaciones desbordaba el derecho y se colocaba a sí misma por encima de las leyes.» (íbid., p. 107). En este tipo de crítica se pueden incluir los teóricos del contrato como Rousseau y autores precedentes que demostraron un consecuente celo legalista, tales como Bodin o Hobbes. Nuestras democracias constitucionales tendrían su precedente aquí. Estas críticas nunca ponen en cuestión el principio de que el derecho debe ser la forma misma del poder y que el poder debe ejercerse siempre de acuerdo con el derecho.
«En el siglo XIX apareció otro tipo de crítica de las instituciones políticas; crítica mucho más radical puesto que se trataba de demostrar no sólo que el poder real escapaba a las reglas del derecho, sino que el sistema mismo del derecho era una manera de ejercer la violencia, de anexarla en provecho de algunos, y de hacer funcionar, bajo la apariencia de la ley general, las asimetrías e injusticias de una dominación. Pero esta crítica del derecho se formula aún según el postulado de que el poder debe por esencia, e idealmente, ejercerse con arreglo a un derecho fundamental.» (íbid., p. 108). En el siglo XIX, consumada la revolución burguesa, ¿no debería hablarse simplemente de ciudadanos? ¿no se hizo la revolución precisamente para acabar con la estructura clases privilegiadas/no privilegiadas? La época de la democracia burguesa es una época de proliferación de contratos: públicos y privados: la comunidad política se rige por un contrato público, las relaciones entre particulares por contratos privados, los poderes legislativos están casi exclusivamente dedicados a decidir y arbitrar sobre los contratos patrón/proletario. Esta es un relación no pública, sino privada. Sin embargo es la relación política preponderante. El Estado moderno apenas acaba de formarse y la relación política dominante es entre poderes privados (recuérdese la Ley de Gravitación Universal, no sólo el cuerpo grande atrae al pequeño, también al revés). En nuestro modelo feudal, también la relación política dominante (siervo/señor) se basa en un contrato privado, pero en este caso estamos en ausencia de estado, no existe por encima de la jefatura una instancia política suprema (al menos hasta la llegada del absolutismo) que exija el monopolio de lo político como ocurre con el estado moderno.
Los nuevos mecanismos de poder que surgieron ya no se dejan reducir a este modelo jurídico. «Esos mecanismos de poder son los que a partir del siglo XVIII tomaron a su cargo la vida de los hombres, a los hombres como cuerpos vivientes.» (íbid., p. p. 108-109). Los nuevos procedimientos oponen la técnica al derecho, la normalización a la ley, el control al castigo; y se ejercen según formas que rebasan el estado y sus aparatos. «[...] un examen algo cuidadoso muestra que en las sociedades modernas el poder en realidad no ha regido la sexualidad según la ley y la soberanía; supongamos que el análisis histórico haya revelado la presencia de una verdadera “tecnología” del deseo, mucho más compleja y sobre todo mucho más positiva que el efecto de una mera “prohibición”; desde ese momento, este ejemplo [...] ¡acaso no nos constriñe a forjar, a propósito del poder, principios de análisis que no participen del sistema del derecho y la forma de la ley? [...] Se trata de pensar el sexo sin la ley y, a la vez, el poder sin el rey.» (íbid., p.p. 110-111). Dicho esto, la definición foucaultiana del poder queda enmarcada en la perspectiva estratégica expuesta: « [...] el poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos estarían dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.» (íbid., p. 113).
He aquí la posición de Foucault sobre la conveniencia de adoptar un nuevo modelo no-jurídico de análisis de poder. La opinión de Agamben, por el contrario, es que se debe seguir hablando de soberanía; a nuestro entender, sin embargo, si conseguimos desplegar todo el significado y las consecuencias de su descripción de la estructura de la excepción, así como las que se deducen de la definición foucaultiana del poder y de sus ejemplos históricos, llegaremos a entender que ambas posturas no están tan alejadas como pueda parecer. Es más, situándonos en una perspectiva más abarcativa, según la cual el ejercicio del poder no se agote en la esfera estatalista (el análisis estratégico de Foucault se refiere, queramos o no, a actuaciones estatales), fijando la atención en cómo la estructura de la soberanía queda reproducida en grupos de poder incluso muy pequeños, que se generan en situaciones de facto donde la mentada estructura reaparece y desaparece incluso en los acontecimientos más triviales de la vida cotidiana, tal vez se pueda hacer compatible el modelo agambiano de la excepción y el modelo estratégico foucaultiano. Incluso me atrevería a decir que la propuesta del italiano no hace sino enriquecer y fortalecer la del francés, aunque según nuestro parecer, como se verá más adelante, haya olvidado lo fundamental.
Ya se sabe que mientras Foucault considera la emergencia de la biopolítica como una mutación o desplazamiento (de la muerte a la vida) en el concepto occidental de soberanía (aunque persista la ambigüedad cuando describe el cambio en las formas y persistencia del derecho de muerte, guerra de razas, etc.), Agamben entiende el elemento biopolítico como componente interno y transhistórico del poder soberano entendido como estructura relacional entre potestad suprema y nuda vida (no entraremos aún a discutir qué condiciones de posibilidad permiten la constitución de dichas potestades supremas; sobre esto se suele señalar la violencia o su virtualidad como herramienta básica, pero antes hay que establecer las condiciones de posibilidad patrimoniales de la violencia). En tanto en cuanto su idea del poder es deudora de la expuesta definición de soberanía, no acepta la separación entre un modelo estratégico y un modelo jurídico-institucional; es más, considera que ambos deben permanecer unidos, demostrando a lo largo de su investigación que su modelo unificado cumple de una vez el papel resolutivo que Foucault había reservado a modelos distintos para campos distintos. Ello abre el camino a una posible innovación en el concepto de soberanía. Las dos teorías fundamentales de nuestro siglo fundaban el criterio soberano en el monopolio de la violencia, por una parte y en el monopolio sobre la decisión sobre el estado de excepción por otra. Ambas teorías tienen en común la insistencia en la idea de monopolio, de modo que el poder supremo será dependiente de la exclusividad de su ejercicio. Nosotros pensamos sin embargo, que los estudios de Foucault y Agamben permiten pensar en la posibilidad de lo que podríamos llamar un concepto plural de la soberanía cuya significatividad no resida sobre la idea modal de exclusividad o monopolio, si no más bien sobre la propia carga semántica (violencia, excepcionalidad).
La forma suprema de ejercicio del poder, según el funcionamiento descrito en la estructura de la excepción, no remite obligatoriamente al hecho de que tras esa forma de ejercicio del poder tengan que estar el Estado o sus aparatos (en Foucault, el soberano siempre encarna al Estado, aunque la lógica de las instituciones disciplinarias, el panoptismo, aún siendo muchas de ellas no estatales, se basa en la excepcionalidad), puesto que en cualquier momento de la vida cotidiana de los sujetos puede abrirse ante ellos el círculo de la excepción, pueden entrar en relaciones voluntarias o involuntarias que los hagan ingresar en dicho círculo en tanto que nuda vida. La comunidad política contemporánea no es menos una mezcla de hecho y derecho, orden jurídico y espacio de la excepción que otros tipos de comunidad más o menos alejados en el tiempo y en el espacio. Un concepto verdaderamente renovado de soberanía, aun conservando la carga semántica en el hecho de la violencia y la excepción, debería desgajarse de la idea de estado o suprema potestad: la estructura de la excepción sólo tiene como condición de posibilidad la pura violencia y, por ello, no admite rigurosamente hablando distinciones tales como público/privado o estado/sociedad civil. Lo político visto bajo este prisma escapa totalmente a una identificación con la esfera pública o estatal. Sea un Estado, una banda de la selva amazónica, o una compañía multinacional: en todos los casos de trata de entes políticos, en tanto que en su seno puede suscitarse la mentada estructura.
Creemos entender que la idea de soberanía que adopta Agamben como estructura de la excepción, es una descripción intensiva y no extensiva; es decir, el ejercicio de la soberanía no requeriría una institución de poder omniabarcativo, central, como el Estado, que ejercería el poder in toto. Creemos que se puede entender el poder en el sentido de que tan soberano es un ejercicio macro como micro del mismo; como decimos, la estructura de la excepción, que constituye para nosotros el criterio sobre lo que es y no es soberanía, es una marca intensiva que no depende en absoluto de la extensión de su ejercicio para tener éxito; por que entendemos que la insistencia en la idea de monopolio, da a luz un concepto de soberanía excesivamente rígido e irremediablemente vinculado al Estado, que deja fuera la posibilidad de entender multitud de problemas políticos básicos que acontecen por fuera de las fronteras estatales. La estructura de la excepción puede ser suscitada igualmente en la guerra de exterminio o en la intervención médica sobre la vida vegetativa, en la empresa capitalista o en las relaciones que entabla el ciudadano en tanto que consumidor con el sistema de distribución de beneficios; en los grupos del narcotráfico o en las mafias inmobiliarias que dictan la política urbanística de los gobiernos a base de sobornos, amén de las leyes de desregulación que los poderes económicos dictan al Estado en perjuicio de la soberanía popular. Todos estos grupos son soberanos en la misma medida, puesto que reúnen las condiciones patrimoniales de ejercicio del poder supremo. Por mucho que se pretenda que el derecho colme la vida cotidiana de los individuos, siempre hay amplias zonas de sombra que quedan sin iluminar por el orden jurídico. Cada vez que una situación de facto deja en suspenso una norma jurídica, el sujeto ingresa como nuda vida automáticamente en el espacio de la excepción. Ello no quiere decir que esta situación tenga que poner en peligro la vida del individuo atrapado en el círculo (hay que dejar de identificar soberanía con capacidad de matar), simplemente que su vida está expuesta y a disposición de un poder que no es menos soberano porque opere a nivel microscópico desde el punto de vista de la extensión. Toda situación de hecho que deje en suspenso uno o más derechos reconocidos acoge en su dominio una vida expuesta. La actual tendencia desrregulativa promocionada por el Estado neoliberal en alianza con los poderes económicos, viene a ser una forma de dar carta de naturaleza jurídica a un mercado laboral entendido como un campo de excepción. La idea de regular la desrregulación hace realidad una de las conclusiones de la investigación agambiana, el hecho de que en la política actual la excepción acaba por convertirse en norma.
Si entendemos la soberanía como un asunto que no concierne exclusivamente al núcleo del Estado, se puede entender el modelo de la excepción agambiano en el contexto de la definición foucaultiana del poder, citada más arriba: «[...] el poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos están dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.» El poder no está constituido como un centro jerárquico que se extiende hasta recubrir la totalidad de la comunidad política, sino que sería más bien una estructura móvil y extensible capaz de fijarse a niveles microscópicos sin perder un ápice de intensidad. En este contexto queda disuelta la oposición entre el modelo “ley-soberano” y el modelo “estratégico”, ya que ambos pueden ser reductibles como casos especiales al modelo de la excepción. Si Foucault pretendía que el modelo estratégico se hacía imprescindible para atender el análisis de las formas extra-estatales de ejercicio del poder, el modelo agambiano aclara que no es posible un análisis riguroso sin tener en cuenta que en lo que llamamos poder se mezclan la excepcionalidad y la norma, especialmente al franquear la línea que marca la frontera exterior del Estado.
Más adelante se discutirá el papel que juega el concepto de excepción en los análisis foucaultianos; como este importantísimo núcleo de su investigación (al menos por lo que respecta a Homo sacer) no ha sido tenido en cuenta por Agamben, tendremos la oportunidad de verificar como, en cierto sentido, ambos modelos tienen más cosas en común de lo que se pueda sospechar. Ahora, para continuar con orden, terminaremos la exposición del italiano.
2 comentarios:
Hola Mariano!!!
justamente estoy leyendo un libro de Foucault y me estoy enganchando, me gusta bastante!
un beso grande
Hola Titi, gracias por venir. Lo interesante de Foucaul es que siempre es una lectura con la que luego uno puede hacer muchas cosas. Un besito
(me pregunto, qué libro será?)
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