Queda completada la definición de la estructura de la excepción soberana: “La violencia soberana no se funda, en verdad, sobre un pacto, sino sobre la inclusión exclusiva de la nuda vida en el Estado. Y, como el referente primero o inmediato del poder soberano es, en este sentido, esa vida a la que puede darse muerte pero que es insacrificable, vida que tiene su paradigma en el homo sacer, así, en la persona del soberano, el licántropo, el hombre lobo para el hombre, habita establemente en la ciudad.” (Agamben: 1998, pp.138-139). Pero queda todavía una cuestión importante por aclarar, ¿de que clase de vida estamos hablando?, ¿en qué consiste esa nuda vida vinculada al poder soberano?: “ [...] pero esta vida no es simplemente la vida natural reproductiva, la zoe de los griegos, ni el bíos, una de forma de vida cualificada; es más bien la nuda vida del homo sacer y del wargus, zona de indistinción y de tránsito permanente entre el hombre y la bestia, la naturaleza y la cultura” (íbid. p. 141). Lo que se entiende por nuda vida no coincide exactamente con la zoe. Es por esto que no se debía entender al poder soberano como una versión ampliada de la autoridad del pater familias. La nuda vida de Agamben es la vida atrapada en el marco de la excepción soberana, mientras que la noción con la que trabaja Foucault es la simple vida natural administrada por el poder soberano tras la emergencia de la biopolítica. El italiano puede afirmar que esta última es tan antigua como la excepción soberana, sólo a condición de que admitamos que no habla de los mismos conceptos (soberanía, vida) de los que habla el francés. La diferencia fundamental estriba en que para aquél, y a pesar de que usa abundantemente el término, la idea básica es excepción y no biopolítica. (Más adelante, sin embargo, tendremos la ocasión de exponer cómo en el trabajo de Foucault, la tecnología disciplinaria puede ser entendida como un mecanismo de excepcionalidad, algo que parece haber pasado desapercibido para Agamben).
En el seno del modelo de la excepción los fundamentos teóricos de la teoría política clásica sufren un vuelco sin precedentes. Al entender a la comunidad política como una mezcla de norma y excepción, la teoría del contrato social salta en mil pedazos: “Es preciso despedirse sin reservas de todas las representaciones del acto político originario que consideran a éste como un contrato o una convención que sella de manera precisa y definitiva el paso de la naturaleza al Estado. En lugar de ello, lo que hay aquí es una zona de indeterminación mucho más compleja entre nómos y physis, en que el vínculo estatal, al revestir la forma de bando, es ya siempre, por eso mismo, no estatalidad y seudo naturaleza, y la naturaleza se presenta siempre como nómos y estado de excepción.” (íbid. p. 141). Dicho esto, el bando se transforma en el mecanismo político esencial; la capacidad de dictarlo y de incluir a la vida en él, en ello consiste la praxis soberana: “El bando es propiamente la fuerza, a la vez atractiva y repulsiva, que liga los dos polos de la excepción soberana: la nuda vida y el poder, el homo sacer y el soberano. Y sólo por esta razón puede significar tanto la enseña de la soberanía [...] como la expulsión de la comunidad.” (íbid. p. 143). Y, por último, como clave no sólo metodológica o estratégica, sino también pedagógica: “Es esta estructura de bando la que tenemos que aprender a reconocer en las relaciones políticas y en los espacios públicos en los que todavía vivimos.” (íbíd.). Es bajo esta óptica que veremos disolverse ante nosotros las falsas dicotomías y diferencias de nuestras categorías políticas (derecha/izquierda, totalitarismo/democracia) mientras se abre la posibilidad de, mediante la nueva herramienta, reconstruir dichas diferencias en un marco más apropiado para la autonomía política (hay quien lo llama “regeneración democrática”, aunque las medidas propuestas sean insuficientes, por quedarse en una mera cuestión de procedimiento y norma, sin atender al “hecho”, es decir, el Afuera del derecho): “Las distinciones políticas tradicionales (como las de derecha e izquierda, liberalismo y totalitarismo, privado y público) pierden su claridad y su inteligibilidad y entran en una zona de indeterminación una vez que su referente fundamental ha pasado a ser la nuda vida.” (íbid. p.155).
“[Foucault] no transfirió su instrumental de trabajo, como habría sido legítimo esperar, a lo que puede aparecer como el lugar por excelencia de la biopolítica moderna: la política de los grandes estados totalitarios del siglo veinte. La investigación, que había iniciado con la reconstrucción del grand enfermement en los hospitales y en las prisiones, no concluye con un análisis de los campos de concentración.” (Íbid. p. 152). El campo de concentración es el espacio por excelencia de la excepción, constituye un paradigma de todo lo que Agamben ha venido describiendo como la estructura de la excepción soberana, el “nomos biopolítico de lo moderno”; es por ello que todo análisis radical del hecho político debería dedicar al menos un capítulo a su estudio. El campo es aquel lugar experimental donde es posible observar las relaciones políticas en su desnudez esencial, relaciones que en los sistemas democráticos quedan recubiertas por capas y capas de elementos enmascaradores, fundamentalmente todo el paquete de normas jurídicas que rigen el funcionamiento de las instituciones y las legitiman como instrumentos igualitarios. No se trata, pues, de que haya una diferencia sustancial entre democracia y totalitarismo, sino que la comunidad política (concepto fundamental), puede mostrar con mayor o menor nitidez sus dispositivos reales de funcionamiento. El campo de concentración constituye el grado extremo de la transparencia política, mientras el modelo democrático guarda en su interior la mezcla entre norma y excepción. Pero aunque Foucault no estudiase directamente los campos, sí que analizó otras instituciones que reflejaban el hecho básico que constituye lo esencial político: el espacio de la excepción y su lógica. Al describir la tecnología disciplinaria y desarrollar la lógica del panoptismo en Vigilar y castigar, quedan explicitados de forma incuestionable esos espacios de excepcionalidad que quedan atrapados en el seno del estado democrático, constituyendo burbujas de suspensión de la norma jurídica. De forma que, es cierto que Foucault no decidió estudiar los campos de concentración, pero supo ver en nuestras democracias la desnudez política que aquellos exhiben. En el análisis de las tecnologías disciplinarias es fácil apreciar la importancia que alcanza un cierto concepto implícito de “excepción” en el planteamiento foucaultiano. La diferencia entre el campo y la fábrica o la cárcel es de grado; el francés optó por analizar el sentido político de las disciplinas en una perspectiva histórica centrándose en los dos últimos, pero ello no obsta para que la lógica interna de la excepción quedase explicitada. De la lectura de Vigilar y castigar se extrae a las claras la conclusión de que lo político es una mezcla de norma y excepción cuya esencia se encuentra en la excepción. Justo la clave de bóveda, a mi juicio, del libro de Agamben.
Las disciplinas, como arte de control y ortopedia social, tienen su inspiración en el arte militar, en la instrucción cuartelaria. Se trata de unos “[...] métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad- utilidad [...]” (Vigilar y castigar, p. 141). En primer lugar, ya estamos viendo que las tecnologías disciplinarias se inspiran directamente en el arte militar; y es la guerra, precisamente, el estado de excepción por excelencia (la “ley marcial” es la ley que prevalece cuando toda garantía institucional ha quedado rota; la “ley de la selva”, la “ley del fuera de la ley”).
Hay un significado económico y un significado político indisolublemente vinculados en las tecnologías disciplinarias: “La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia).[...] Si la explotación económica separa la fuerza y el producto del trabajo, digamos que la coerción disciplinaria establece en el cuerpo el vínculo de coacción entre una aptitud aumentada y una dominación acrecentada.” (Íbid, p. 142). Las técnicas de optimización del cuerpo pasaron del ámbito militar al fabril, al pedagógico y al penal con el ascenso del capitalismo. En un sentido metafórico podríamos decir que se pasa así de la economía de guerra a la economía civil o política. Con la transferencia de las técnicas de maximización del beneficio corporal desde el oficio de la guerra a la sociedad civil, también quedan transferidas las formas de obediencia indisolublemente vinculadas a dichas técnicas. La política administrativa del arte militar dará forma a la sociedad política a partir del siglo XVIII. Es en este contexto donde Foucault ensaya la inversión de la célebre frase de Clausewitz: “Es posible que la guerra como estrategia sea la continuación de la política. Pero no hay que olvidar que la “política” ha sido concebida como la continuación, sino exacta y directamente de la guerra, al menos del modelo militar como medio fundamental para prevenir la alteración civil. La política, como técnica de la paz y del orden internos, ha tratado de utilizar el dispositivo del ejército perfecto, de la masa disciplinada, de la tropa dócil y útil, del regimiento en el campo y en los campos, en la maniobra y en el ejercicio. En los grandes estados del siglo XVIII, el ejército garantiza la paz civil sin duda porque es una fuerza real, un acero siempre amenazador; pero también porque es una técnica y un saber que pueden proyectar su esquema sobre el cuerpo social. Si hay una serie política- guerra que pasa por la estrategia, hay una serie ejército-política que pasa por la táctica. Es la estrategia la que permite comprender la guerra como una manera de conducir la política entre los estados; es la táctica la que permite comprender el ejercicio como un principio para mantener la ausencia de guerra en la sociedad civil.” (Íbidem, p.p. 172-173). La doble faz de la época se manifiesta en la emergencia simultánea de los principios teóricos del Estado democrático, por un lado, y de las técnicas disciplinarias, por otro: “Los historiadores de las ideas atribuyen fácilmente a los filósofos y los juristas del siglo XVIII el sueño de una sociedad perfecta; pero ha habido también un sueño militar de la sociedad; su referencia fundamental se hallaba no en el estado de naturaleza, sino en los engranajes cuidadosamente subordinados de una máquina, no en el contrato primitivo, sino en las coerciones permanentes, no en los derechos fundamentales, sino en la educación y formación indefinidamente progresivos, no en la voluntad general, sino en la docilidad automática.” (Íbidem). Tales técnicas constituyen mecanismos de suspensión de la norma emergente y están inspiradas en la guerra (estado de excepción por excelencia): “Mientras los juristas o los filósofos buscaban en el pacto un modelo primitivo para la construcción o reconstrucción del cuerpo social, los militares, y con ellos los técnicos de la disciplina, elaboraban los procedimientos para la coerción individual y colectiva de los cuerpos.”(Íbidem, p. 174). No estamos tan lejos, pues, de la posición de Agamben que considera la estructura de la excepción como un principio interno de la comunidad política surgida del contrato fundacional. La tecnología disciplinaria realiza esa posibilidad: son técnicas de suspensión de la norma, una necesidad del proceso capitalista. No surgen en el interior del Estado (se verá a continuación) pero será el estado burgués el que los asuma como mecanismo de defensa. ¿Para defenderse de quién? De los que niegan la organización capitalista de la comunidad política .(En este punto es de justicia recordar a Marx, que ya estudió el modelo disciplinario en el marco fabril, bien es cierto que sin explicitar su lógica, sin extenderlo a otros ámbitos y sin desarrollar su genealogía, como hace Foucault; y esbozó las condiciones histórico-políticas de su emergencia en el capítulo de El capital dedicado a la acumulación originaria. Estamos convencidos de que, en parte, Vigilar y castigar es una re-escritura de El Capital).
2 comentarios:
Quizá más que el campo de concentración "tradicional", ya sea en su versión nazi, soviética o incluso contemporánea (Guantánamo), el ejemplo que me ha venido siempre a la cabeza para comprender los conceptos de homo sacer o nuda vida sería el que forman aquellas franjas de las grandes megalópolis donde la ley no existe, donde el Estado no quiere y no desea intervenir, donde se constituyen mafias y religiones que el Estado no censura ni juzga ni cuestiona, y en los que el poder público, simplemente, y siguiendo la expresión de Foucault, deja morir silenciosamente ("hacer vivir y dejar morir").
Si los campos de concentración son espacios construidos y vigilados por un aparato estatal, aunque no siempre legitimados jurídicamente, las zonas de sombra de las megalópolis aparecen como sospechosas zonas de alegalidad y vacío judicial; o, dicho de un modo aún más claro, espacios en los que el Estado no tiene nada que ofrecer puesto que tampoco tiene nada que sacar. Como decían los neoliberales de los setenta, con patético cinismo, allí hay personas que no sólo no aportan nada a la sociedad, sino que incluso la beneficiarían si desaparecieran.
Tuvimos (y aún tenemos) en España casos similares. Basta recordar, sin ir más lejos, la situación de aquellos "yonkis" de los años ochenta que acababan muriendo como ratas, podridos por enfermedades para las que no había receta (o eso se decía) y abandonados en poblados de chabolas situados en zonas periféricas a las que nadie, ni tan siquiera la policía, tenía acceso. Eso no ocurría en un régimen totalitario. Por el contrario, sucedía con absoluta normalidad en una democracia aún no consolidada, pero sí emergente y reconocida como tal internacionalmente.
En resumen, lo que más me interesa de Foucault y Agamben, y por extensión de este estudio sobre la relación entre ambos, es que de nuevo se vuelve a poner sobre la mesa algo que ya se veía en Marx y en Weber, y a través de ellos en la Escuela de Frankfurt; esto es, la posible existencia de un potencial opresivo totalitario en la Ilustración moderna europea. Algo que, hasta ahora, sólo ha sido analizado por la "academia oficial" en los casos excepcionales de dos dictadores y unos cuantos campos de concentración. Foucault y Agamben extienden la "sospecha" a nuestras satisfechas sociedades democrático-liberales...
Ciertamente estamos antes espacios de indiferencia entre el hecho y el derecho en esos barrios sin ley que existen en toda gran ciudad. Si la institución disciplinaria tal y como Foucault la describe es como un mecanismo exacto dedicado a regir cada segundo de la vida de los individuos (y cada centímetro del espacio que ocupan), en esos espacios tenemos el abandono absoluto de la vida a sí misma. Precisamente Agamben habla de los lugares de la excepción como espacios del a-bandono. Me parece un ejemplo magnífico para aplicar este modelo.
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