La máquina narrativa del Lazarillo de Tormes está
construída, o digamos que funciona, de la siguiente manera. Hay una
serie, que se prolonga como una cadena, en la que Lázaro muere y
resucita continuamente. En primer lugar, muere de hambre. Es empujado
por la serie de sus amos a una muerte lenta por escasez de alimentos
recibidos. Como Lázaro no tiene manera de aumentar la cantidad de
comida que recibe por vía, digamos legal, puesto que está empleado
con sus amos a vida completa; no puede hacer horas extras, no cabe
ese concepto en su existencia económica. Tiene entonces que
procurarse la materia prima que a su cuerpo le falta para no perecer
mediante el hurto. Robando comida a sus amos. La primera muerte pues
es por hambre. Un hambre programada y calculada mediante la
violencia. La primera resurrección es el robo. Luego, cuando Lázaro
es descubierto, es castigado mediante la violencia física: palos,
patadas, mordiscos, arañazos, etc. La violencia a secas reprime su
rebeldía. Esta es su segunda muerte. Tras haber sido reducido a un
estado deplorable por los palos del amo, Lázaro tiene que ser curado
por el mismo amo, pues su servicio lo vale. He aquí su segunda
resurrección. Esta vez su reanimación se produce mediante el
cuidado médico, y la medicina empleada es el remedio entre los
remedios: el vino. A continuación la rueda vuelve a girar: otra vez
el hambre, otra vez el robo, la paliza, el vino. Hambre, robo,
golpes, vino.
Lázaro habita una realidad
constituída por la violencia y es la propia violencia la que
sustancia el tan alabado realismo de la novela. Lázaro ha de poner
en práctica su propio realismo sino quiere ser consumido por la
violencia. Sus técnicas de resurrección violentan ellas mismas el
orden violento en el que alientan. La novela es precisamente eso, el
relato del funcionamiento de un orden violento. Y en un orden
violento no puede haber más que una cadena contínua de muerte y
resurrección, lo que constituye el resorte narrativo de la obra.