domingo, 21 de septiembre de 2008

Borges, Wittgenstein y la topografía del Quijote, 1


Una de las intuiciones más profundas que se hayan escrito nunca sobre el inmortal clásico de Cervantes, se puede leer un una solitaria página escrita por un hombre que se jactó en más de una ocasión de considerar la novela del Manco de Lepanto como una obra valorada muy por encima de sus verdaderos méritos estéticos y que, haciendo uso de su arma literaria preferida -la ironía- declaró haberla leído por primera vez, y a muy temprana edad, en su traducción inglesa. Ese hombre no es otro que el enorme, morrocotudo, ingente, ciclópeo, monumental, fabuloso, titánico, formidable, fenomenal, prodigioso, sorprendente, extraordinario, excepcional, inconcebible y pasmoso Jorge Luis Borges. En un micro-ensayo titulado “Parábola de Cervantes y de Quijote” escrito en 1955 e incluido en su libro El hacedor de 1960, habla de una inversión poética operada en el paisaje quijotesco por influjo de la propia historia del hidalgo manchego que, de esta forma, ha contribuido a conformar la visión de millones de lectores hechizados por la narración de una Mancha mitificada. Como resultado secundario de su especulación, Borges viene a sugerir que la clave de bóveda de la novela cervantina se encuentra, cómo no, ya desde el mismo título, en la topografía. Es ésta, precisamente, la idea que queremos amplificar.



Parábola de Cervantes y de Quijote


Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.


En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel.


Vencido por la realidad, por España, don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614. Poco tiempo lo sobrevivió Miguel de Cervantes.


Para los dos, para el soñador y el soñado, todo esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII.


No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que La Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.


Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin.


Clínica Devoto, enero de 1955


En esta época resulta difícil de mantener la tesis, tras cuatro siglos de crítica, de que el Quijote es esencialmente un libro de broma, cuya función original era provocar la hilaridad. Efectivamente, hoy Cervantes es un campeón del humanismo europeo y su novela algo así como una de las cumbres creativas y universales del espíritu. Desde el punto de vista estrictamente literario constituye ya un lugar común afirmar que inaugura y poco menos que agota el género conocido como novela. El realismo, la fantasía, la construcción narrativa, las historias intercaladas, la mezcla de géneros (lírica, ensayo, crítica literaria), los recursos compositivos (manuscrito encontrado, el relato dentro del relato), el retrato veraz de una época imperial en descomposición, la problematización de la realidad (aquí Cervantes es poco menos que un aventajado discípulo de Husserl con carácter retroactivo), las ideas políticas que avanzan la democracia, la defensa a ultranza de la libertad, la condena de todo dogmatismo, la vindicación de la pluralidad (el manuscrito que Cervantes se limita a dar a la imprenta es obra de un moro), un manifiesto por la creación abierta... Una apología del pueblo llano. (Los cultivadores de las ciencias ocultas han visto en el Don Quijote un hermético tratado de cábala que el judeo-converso e ilustre alcalaíno habría legado a la posteridad). Pero una cosa es la polisemia del texto y la posibilidad que ofrece de interpretar significados (hermenéutica) diversos y otra muy distinta tomar una obra determinada como soporte de una cosmovisión. Esto último sólo es posible gracias a aquel descubrimiento que Wittgenstein logró tras una larguísima indagación sobre los problemas del mundo y la lógica: el significado es el uso.


Para el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, nombrar es jugar. En la teoría clásica del significado (la positivista o del Círculo de viena), se establecía una correspondencia unívoca entre las palabras y las cosas, el significado de los nombres lo constituía su referencia factual entre los objetos realmente existentes en ese conjunto que llamamos “mundo” (también los seres imaginarios y las nociones abstractas forman parte de ese mundo), sin hacer referencia al modo o al contexto en el que se usaba una determinada expresión asertiva. En este sentido para Russell, Frege, Carnap, etc., el tipo de enunciado afirmativo era el único género de oración que poseía un valor cognitivo en sí, el único capaz de describir el mundo o los hechos del mundo, los que constituían los ladrillos del edificio de la ciencia, a los únicos que valía la pena dedicarles tiempo de estudio. Además de los enunciados afirmativos, apenas podíamos contar con dos o tres géneros más: las oraciones interrogativas y las órdenes. Wittgenstein propuso la idea de que no tenía sentido preguntarse por el significado de un nombre o una oración sin detenerse a estudiar el modo o el contexto comunicacional en que es usada, es decir, el juego lingüístico concreto en el que es usada. Por lo que dedujo que debía haber infinitos géneros oracionales, puesto que infinitos juegos de lenguaje potenciales podían ser jugados en la comunicación humana. Y más aún, el juego de la nominación no era más que uno entre los muchos posibles: «¿Pero cuántos géneros de oraciones hay? ¿Acaso aserción, pregunta y orden? Hay innumerables géneros: innumerables géneros diferentes de empleo de todo lo que llamamos “signos”, “palabras”, “oraciones”. Y esa multiplicidad no es algo fijo, dado de una vez por todas, sino que nuevos tipos de lenguaje, como podemos decir, nacen y otros envejecen y se olvidan.[1]» El juego de lenguaje, como hecho social que es, remite a la vida de los individuos y puesto que son infinitas las posibles formas de vida, serán infinitos también los posibles juegos de lenguaje: «Puede imaginarse fácilmente un lenguaje que conste sólo de órdenes y partes de batalla -o un lenguaje que conste sólo de preguntas y de expresiones de afirmación y de negación. E innumerables otros-. E imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida.[2]» La conclusión de estos planteamientos con respecto a la teoría del significado se encierra una de las más célebres frases de toda la producción filosófica occidental: «Para una gran clase de casos de utilización de la palabra “significado” -aunque no para todos los casos de su utilización- puede explicarse esta palabra así: el significado de una palabra es su uso en el lenguaje.[3]»


Otro personaje del universo borgiano, el lingüista, poeta, crítico literario y especialista en técnica ajedrecística Pierre Menard (asombrosamente cercano, a juzgar por su currículum, a nuestro ingeniero austriaco), concibe en un momento de su carrera la descabellada idea de escribir el Quijote; no de copiar, ni imitar, parodiar o remedar el libro de Cervantes, si no de escribirlo tal cual. Menard sabe (es un filósofo del lenguaje, no se olvide) que ello es perfectamente posible y que esa posibilidad se la ofrece justamente el descubrimiento de su colega de Cambridge.


El autor escribe su necrológica en 1939. La primera intención del escrito es establecer el catálogo verdadero de la obra de Menard, y zanjar así la polémica abierta con cierta Madame Henri Bachelier que acaba de publicar un catálogo intoxicado de falsedades en un diario al que nuestro panegirista fustiga por protestante y masón. Entre las obras inventariadas se encuentran las siguientes, el extraño proyecto de Menard es casi una consecuencia necesaria de estas investigaciones, por eso las reseñamos (las citas son literales):


c) Una monografía sobre «ciertas reflexiones» o afinidades del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).

d) Una monografía sobre la Characterística universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).

e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.

f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramon Llull (Nîmes, 1906).

h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.

m) La obra Les problemes d’un probleme (Paris, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y las tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y renueva los capítulos dedicados a Russell y Descartes.


Con echar un simple vistazo a esta lista plagada de nombres ilustres de la lógica, nos percatamos ya del interés de Menard por el viejo proyecto de la búsqueda de la lengua perfecta. Se trata ésta de una obsesión que comienza en la Atenas socrática y que sólo es definitivamente abandonada a mediados del siglo XX cuando, tras el giro pragmático, se lo empieza a considerar un proyecto carente de sentido[4]. A lo largo de tantos siglos la empresa adquiere muchas formas y matices distintos, pero en lo fundamental permanece la misma: la construcción de un lenguaje formal y formalizable, depurado de las ambigüedades que aquejan a la lengua ordinaria de forma que refleje sin oscuridades el mundo natural tal cual es. De forma sencilla: se deseaba construir un lenguaje científico, con carácter exclusivamente descriptivo del que se debía arrancar toda cualidad emotiva. La Filosofía del Lenguaje, la Lógica por supuesto, incluso la moderna concepción de la teorías científicas son hijas de este proyecto[5]. En fin, concluyamos que, a juzgar por su currículum, Pierre Menard fue una especie de positivista lógico que contribuyó a su manera a la tarea colectiva de construir una semántica del lenguaje natural.



Imagen: Cristina de Padua, Castilla la Mancha

[1] Investigaciones filosóficas, 23

[2] Ídem,19

[3] 43. La cursiva es mía.

[4] Umberto Eco publicó una visión de conjunto del proyecto en un libro titulado, precisamente, La búsqueda de la lengua perfecta; el estudio dedica sendos capítulos a cada uno de los autores estudiados por Menard, sin embargo no hay la más mínima mención de nuestro autor.

[5] La concepción positivista de las teorías científicas (la llamada Concepción heredada), presupone esta lengua perfecta.

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