Pero lo que no debe perderse nunca de vista con respecto a Vermeer es que, en ningún caso, puede establecerse una dirección interpretativa a partir de los meros elementos pictóricos de las composiciones. No olvidemos que de los solos signos de los cuadros no se puede establecer nada cierto (sirva esto sólo para las telas donde aparecen mujeres solas). Con la mera visualidad como criterio no es posible “representarse” lo que está ocurriendo, hay que correr el riesgo de narrar para saber, lo que garantiza que la verdad se ha esfumado para siempre. La verdad es hija de la vista, sentido que, grandísima paradoja vermeeriana, aquí no tiene mando ni autoridad. Si se quiere ser riguroso, habría que decir que los cuadros de Vermeer no tienen tema. Pertenecen a un género, ciertamente (o a lo que fue un género, antes de él), un género que tenía su código, que a su vez tenía la función de contar determinadas historias ya sabidas; nuestro autor filtró ese código hasta dejar esas escenas completamente mudas. Nos hemos referido un poco más arriba al hecho de que existe en nuestro autor un, digámoslo así, metatema que se superpone y a la vez posibilita el resto de pretendidos temas que reflejarían las telas según el criterio de cada crítico. Nos encontramos siempre ante la imposibilidad de saber qué cuentan realmente las escenas a partir de los elementos pictóricos puros. Es la neutralización que sufre el código alegórico[11] en la pintura del maestro de Delft lo que desencadena la especulación del crítico (y del espectador convertido en crítico). Así se hermana nuestra condición de buscadores de la verdad artística con la del mirón que se esconde dentro del cuadro, él también busca resolver un misterio, aunque de otro tipo. La información limitada, parcial, fragmentaria que recibimos a través del sentido de la vista no es suficiente para despejar unas incógnitas de las que sólo el delirio especulativo se hará cargo. La tercera figura del cuadro somos cada uno de nosotros espectadores; falta algo, un ingrediente esencial que remedie la impotencia de nuestro mirar. Como se verá al final, ese ingrediente es el tiempo. Pero no un tiempo cualquiera.
También escribir es una forma de tejer. Ya se sabe que las palabras que se refieren a lo textual y lo textil tienen la misma raíz (textus= tejido, en latín). Las damas escriben lo mismo que tejen y escribir es una de las actividades propias del sujeto expectante (la distancia se pretende abolir mediante la comunicación), lo mismo que la música y la habilidad tejedora. Se trenzan palabras hilos o melodías. Pero también el acto de tejer es una metáfora del acto de narrar. La hilandera construye una trama de hebras a la vez que entona la melodía triste mientras espera (“da forma a la ausencia”); el narrador enhebra una trama con palabras. Los dos oficios comparten léxico, efectivamente. La trama según el Diccionario, puede ser el «Conjunto de hilos que, cruzados y enlazados con los de la urdimbre, forman una tela», pero también, la «disposición interna, contextura, ligazón entre las partes de un asunto u otra cosa, y en especial el enredo de una obra dramática o novelesca». Lo mismo que el entretejido de los hilos de la trama forman el haz y el envés del tapiz o la tela, paralelamente toda trama narrativa tiene su reverso. El espectador vermeeriano se encuentra ante el compromiso de deducir la trama a partir de la escena que está viendo. La inocencia del cuadro, pervertida por el juego de ausencias que se despliegan bajo su geometría, delata la latencia de una superabundancia de significado. La trama del cuadro no es sino su reverso, no hay método crítico eficaz para su revelación que no sea la sospecha. Tú esperas mientras tejes la historia deshilachada que el pintor pone a tu disposición; partes así a la búsqueda del significado (tejes y destejes), lo mismo que las damas escriben, tocan música o hacen encaje de bolillos. Aquel otro, que espía en la penumbra a esas mujeres que ejecutan actividades que nunca son lo que parecen, comienza a escribir una historia. Está ausente como el significado, como el Amante. La trama florece en este diálogo de ausencias.
[11] «Cuando Mieris, Maes, Ter Borch o Netscher exponen el estado emocional de sus protagonistas, nos permiten identificarnos (o no identificarnos) con ellas, conocerlas y reconocerlas, se comportan respecto del espectador a la manera en que lo hace para el lector el narrador en tercera persona: permiten entrar en su interior. Por el contrario, Pieter de Hooch y, sobre todo Vermeer, nos dejan fuera, nos indican con claridad que estamos fuera, quizá porque la visión lo es siempre de un exterior. En los casos más extremos De Hooch coloca motivos simbólicos que, mediante ese “rodeo”, nos permiten introducirnos en los personajes, pero Vermeer es mucho más “duro”, incluso cuando introduce, también él, elementos de carácter simbólico (sobre cuya naturaleza simbólica dudamos, ya sea por la condición del motivo, ya por su situación ...). Podemos identificarnos con la dramática expresión de la Betsabé rembrandtiana, admirar la osadía de la mujer que en la estampa mira su cuerpo, ninguna de ellas nos rechaza, nos deja fuera..., no sucede lo mismo con las mujeres de Vermeer.» (Bozal, op. cit. p.p. 188-189).